Lucí asentía.
– Pues venga.
– ¡Dentro de breves momentos procederemos al sorteo! – decía Sebas con voz de charlatán -. ¡Oído a la carta premiada!
Ya Lucita se había colocado.
– ¿Y quién se lleva el mono?
– ¡Va bola, señores! – dijo Miguel -. ¡Tira, Lucita; saca ya el primero!
– Ya está. ¿Para quién es?
Miguel miraba todo el corro, sonriendo:
– Paraaa… ¡para Santos!
– Y ahora, ¿qué hago? ¿Lo tengo que abrir?
– Pues claro; a ver lo que pone.
Hubo un silencio mientras Lucí desdoblaba el papel.
– Aquí no pone nada. Está en blanco. Pues se libró.
– ¡Vaya potra que tienes, hijo mío!
– ¡Eh!, ¡que lo enseñe, que lo enseñe!
– ¿Desconfías de Lucita, desgraciado? ¡Si serás…!
– ¡Venga! ¡Otro tira y se divierte!
– ¿Lo saco ya?
– Sí, sí, que corre prisa.
– Ya. ¿Para quién?
– Pues, para Tito mismo.
Tito también se libró. No dijo nada; estaba en pie y se limitó a sentarse.
– ¡Choca! – le dijo Santos -. Nosotros ya no subimos. La papeleta siguiente fue de Fernando; tenía una cruz.
– ¡Los quince millones en Arguelles! – gritaba Sebastián.
– Me alegro – dijo Mely -; ¿no querías tú subir? Pues ya te puedes ir vistiendo.
– Espérate, mujer, que salga el otro. Veamos quién me toca de pareja. ¡Sigue, tú!
– ¿Y ahora de quién? – dijo Luci.
– ¡Para mí! – contestaba Miguel. Estaba en blanco. Sebastián protestó:
– ¡Vaya listo que eres! No es zorro ni nada, el tío. Como sabe que es muy difícil que salgan dos seguidas, se esperó a que saliera la primera, y en seguida, detrás, va y se nombra a sí mismo. Eso es jugar con ventaja.
– Pues pide el librito de reclamaciones. ¡Otra, Luci! Esta vez le tocó a Daniel y tenía una cruz. Lo jalearon.
– ¡Ha habido suertecilla, Daniel!
– ¡Toma ya, hijo! ¡Y eso para que te vayas espabilando!
Levantó la cabeza Daniel y ponía mala cara a las bromas.
Fernando se acercó a él y le daba unos golpecitos en la espalda.
– ¡Ya lo sabes, bonito! ¡Te ha tocado! Daniel le apartó la mano bruscamente.
– Pues yo no voy.
– ¿Cómo que no?
– ¡Como que no! Pues comiendo; que no voy.
– ¿Que tú no vas? ¿Qué es eso de que no vas? – se dirigió a los otros -. Oye, tú, ¿habéis oído lo que dice? ¡Que él no sube, se pone! ¡Tú subes igual que yo! ¡Vaya si subes! Si te molesta, te fastidias. ¿Crees que a mí me hace gracia? Pues gracia ninguna no me hace; y sin embargo, subo.
Sebastián conciliaba:
– Hombre, Daniel, no me mates, ahora. Tú eres el único aquí que estás vestido; el que menos trabajo te cuesta. No nos hagas ahora la faena a todos los demás; las chicas tienen hambre que se mueren.
– Pues yo no. Yo no tengo hambre, ya ves. No pienso probar bocado; así que tampoco tengo por qué subir.
– ¡Pues eso haberlo dicho antes! ¡Ahora ya te ha tocado ir, y vas! ¡Vaya que si vas!, ¡aunque luego no comas si no quieres!- le gritaba Fernando.
Al ver que el otro no se movía, lo agarró por la camiseta.
– ¿Me has entendido? ¡Que te levantes! ¡Te digo que te levantes!
Daniel se desasía violentamente y se encaraba con Fernando.
– ¡Suéltame, tú! ¡Ya he dicho que no voy! ¡No me da la realísima!, ¿más claro?
– Es tontería; si no lo vais a convencer…
– ¡Eres tú muy bonito! No tienes ni vergüenza. ¿Pero por qué regla de tres vas a ser tú distinto de los demás? ¿Quién te has creído aquí que eres?
– Venga, Fernando; déjalo ya – le decía Miguel -; más vale que lo dejes. ¿Qué vas a hacer? Tampoco vamos a subirlo a rastras. Subo yo mismo en su lugar y asunto terminado. Vamos tú y yo. Y su tartera la dejamos arriba, ya que pone el pretexto de que no tiene hambre; ya está.
– ¡Pero es que no hay derecho, Miguel! ¡Le ha tocado una cruz!, ¿por qué no sube? ¿Cómo lo vamos a dejar que se salga con la suya y nada más que porque sí? ¡Va a ser aquí el niño bonito!
– ¿Y yo qué quieres que le haga? ¿No lo vas a llevar a la fuerza?
– Pues si Daniel no sube, yo tampoco. Ya está. Que suba Rita.
– ¡Cómo sois; hay que fastidiarse! – dijo Paulina -. ¡La hora que es ya!
– Yo, allá penas. Yo me he librado en el sorteo. Que se respete.
– Pues yo que Fernando, tampoco iba – dijo Mely -. Tonto sería si fuese.
– ¡El egoísmo de Daniel!
– Carece de compañerismo – le reforzaba Alicia -. Y haces el primo, tú, si vas.
– Y tú te callas.
– ¿Por qué voy a callarme? Tras que saco la cara por ti. Y además no me hables tú de esa manera.
– Bueno – cortó Miguel -. Yo me voy para arriba. Si hay algún voluntario, que se venga. Si no, me subo solo. Tito se levantó.
– Yo voy contigo, aguarda.
Sebas había reclinado la cabeza sobre el regazo de Paulina; dijo:
– Pues mira, ya que vais, llevaros esas tres botellas, para volverlas a llenar.
Cogieron en silencio sus ropas y las botellas y se alejaban hacia las zarzas. Se vistieron.
– Pues vaya un día – dijo Tito-. ¿Te han dicho ya lo mío con Fernando?
– Mely nos lo contó.
– La Mely es una lianta. Toda la culpa la tuvo ella. Y luego va y lo cuenta por ahí. Y ahora, Daniel; que no sube. Total, que hoy no levantamos cabeza, está visto. Vamos de una, en otra peor.
– Eso tú no te apures. Roces, los tiene que haber siempre. Tampoco hay que concederle demasiada importancia.
– Sí, pero ¿hemos venido a pasarlo bien o a regañar los unos con los otros? A mí me aburre. Es un latazo andar así a cada momento. Menudo plan.
– Nada, hombre; pues hay que tomárselo como lo que es. Insignificancias.
– Pues mira: antes, fuera bromas, te juro que anduve hasta tentado de coger la bici y largarme, por buenas composturas, y volverme a Madrid. Como lo oyes. Y, desde luego, si no lo he hecho ha sido por vosotros: por ti y por Alicia y por dos o tres más.
– Hubieras hecho una tontería muy grande. No es para tanto la cosa.
– Y Fernando es un buen amigo, pero ya ves las cosas que tiene. Di tú que porque era él; que si llega a tratarse dé otro cualquiera, en seguida lo aguanto yo, conforme se puso allí en el agua conmigo. Y todo eso por la Mely, que la culpable fue sólo ella.
– ¿Qué?, ¿es que te gusta Mely a ti también?
– ¿A mí? ¡Bueno! Me tiene absolutamente sin cuidado. Y desde hoy más, fíjate. Lo que es desde hoy ya, cruz y raya. Se ha terminado la Mely para mí: «Hola qué tal». «Adiós buenas tardes», eso va a ser toda la Mely para mí, de aquí en adelante. Textual.
– Chico, pues vaya unas determinaciones que tomas tú también. Te pones tajante.
– Pues así. Tiempo tendrás de verlo. Hombre, es que ya es mucha tontería la que tiene. Donde ella esté, no hay más que líos a diestro y siniestro. Una lianta y una escandalosa, lo único que es.
Sonreía Miguel mientras se ataba el cinturón.
– Chico, vaya un encono que has cogido. Yo ya estoy; cuando quieras.
– Vamos. Echaban a andar.
– ¿Ya quién decías que le gustaba Mely? – decía Tito.
– ¿Yo? A nadie. No sé nada, – Hace un momento no sé qué decías.
– Pues no, no dije nada. Ni lo sé. Es una chica, desde luego, que está la mar de buena. Supongo yo que a más de uno le tiene que gustar.
Subían ahora el terraplén por la tortuosa escalerilla excavada en la tierra.
– Pero de nadie en concreto lo sé.
Callaron en la fatiga de subir, y llegando a lo alto se detuvieron, jadeantes, y se volvían a mirar. Aún rebasaban, por cima de sus cabezas, las copas de los árboles. Se veía la azuda y el ensanche que formaban las aguas detenidas contra el dique. En la otra orilla, sólo grandes matas de mimbres y de acebos, y aun allí algunos grupos acampados, apurando la sombra. Más atrás, un rebaño de ovejas pululaba en el llano, como un pequeño mar errante, y el pastor con su gorra blanquecina se había acercado curioso a la ribera, y miraba, enigmático, a la gente, apuntalado el cuerpo sobre la garrota.
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