Al día siguiente, cuando salí por la puerta trasera para ir a buscar el coche, recordé en el último instante que el día anterior, seguramente empujada por las ganas de encerrarme en casa, no lo había aparcado detrás de la casa como siempre, sino que lo había dejado frente a la puerta principal de entrada, en la parte delantera.
Y fue en el momento de abrir la cristalera cuando vi el paquete sobre la mesa que había bajo un cañizo, a unos seis o siete metros de la casa. Al principio no entendí de qué se trataba. Parecía el cuerpo inerte de un bicho ne-i gro. Lo miré con prevención hasta que me fui acercando y me di cuenta de que era una caja, de la medida de una caja de zapatos aunque menos alta, envuelta en papel negro y atada con un cordel negro también, que tenía una etiqueta donde figuraba mi nombre en el extremo más visible. "Aurelia Fontana." Alguien habría venido mientras yo dormía, alguien que, al no obtener respuesta, había optado por dejar el paquete sobre la mesa. Qué extraño, pensé, porque aunque hayan venido muy de mañana yo tendría que haber oído el coche. Tengo el sueño muy leve. Tal vez el paquete lo habían dejado el día anterior y yo no lo había visto. Pasaba tantas horas encerrada y salía tan pocas veces al jardín que era posible que no me hubiera enterado.
Desenvolví el papel negro y abrí la caja. Envuelta en un embalaje de bolitas de plástico, encontré una pistola. Una pistola de verdad, aunque yo nunca había visto ninguna, ni de verdad ni de fogueo, pero estaba segura de que era una pistola de verdad. Y esto me hizo pensar que, puesto que era una pistola de verdad, el hecho de que estuviera aquí, con una etiqueta que me estaba dirigida, no podía ser sólo una broma de mal gusto.
Una prevención rigurosa me impidió levantarla. ¿Qué me estaba diciendo esa pistola? ¿Cómo tenía que interpretarlo? No podía apartar los ojos de ella. Al cabo de un buen rato alargué la mano y la toqué. Estaba fría y la parte de la culata, que tenía el metal grabado con un dibujo de malla, era rugosa al tacto. Decidí cogerla, no podía pasarme nada. No sabía si estaba cargada ni habría sabido cómo comprobarlo. Muy despacio la levanté, dirigí la boca hacia adelante y con mucho cuidado puse la mano en el gatillo para imitar el gesto de los pistoleros. De pronto, una sacudida me electrizó la muñeca y un estruendo apocalíptico retumbó en el jardín y levantó una nube de vencejos ocultos en la espesura de unaa morera. Yo tenía el corazón en la boca, y la mano paralizada sostenía con fuerza la pistola, como si temiera que se me encabritara.
Noté el sofoco en las mejillas y en los siempre excesivos redobles de mi corazón. Poco a poco, bajé la mano, con cuidado, manteniendo la boca de la pistola hacia adelante, y la dejé con suavidad sobre el trapo negro que yacía, como una mortaja, fuera de la caja. Y corrí al teléfono.
"¿Es el cuartel de la Guardia Civil?" "Sí, aquí es." "Quiero hablar con el sargento Hidalgo, soy Aurelia Fontana." "Un momento." Todavía retruñía en mis oídos el estallido de la descarga que, al menos en mi conciencia, había dejado tras de sí una nube de humo y de olor a fuego antiguo. Desde el teléfono veía el jardín donde había vuelto la paz, incluso los vencejos se habían alborotado más aún y sus repetitivos trinos se aglutinaban en una inmensa bolsa de gorgoritos.
"Diga, señora Fontana." Al oír su voz me habría echado a llorar, de miedo esta vez, pero tampoco lo hice.
"Una pistola", dije para esconder el nudo que se me había hecho en la garganta. Y más recuperada la voz: "Me han enviado una pistola, metida en una caja y envuelta en un trapo negro. La he cogido y se me ha disparado." Y añadí para mí, todavía tiemblo, y era cierto, desde que se había desprendido del peso del arma, un espasmo imparable se había apoderado de mi mano derecha como si quisiera fijarse en ella para siempre.
El sargento no me dejó pensar en el temblor de la mano: "¿Una pistola? ¿Que le han dejado una pistola en la puerta de su casa?" "Bueno, no exactamente en la puerta, sino frente a ella, sobre la mesa del jardín." "Váyase, ¡váyase en seguida!
Ya volverá. Deje que las cosasc se tranquilicen, pero váyase, no nos cree problemas ni se los cree usted." Estaba mucho más nervioso que yo, se atascaba al hablar y se repetía. Es más, no estaba nervioso, estaba asustado, y logró asustarme a mí más aún de lo que lo había estado en todo este rato.
"Váyase", repetía. "Cierre la casa y váyase, no se exponga." "¿No me exponga a qué?, ¿qué me quiere decir?" "Le estoy diciendo que se vaya." "¿Y qué hago con la pistola?" "Yo qué sé lo que tiene que hacer con la pistola. Póngala en un cajón. No, mejor déjela sobre la mesa del jardín y nosotros la recogeremos." La tensión se convirtió en explosión.
"¿Qué me está diciendo?", salté, "¿que deje el arma al alcance de cualquiera?" El juicio me abandonaba. "¿Qué quiere, que me maten? ¿Es eso lo que quiere?, ¿es así como lo ve usted? O sea, ¿que también usted está conchabado con los demás?" "¡Cálmese, señora Fontana!
¡Cálmese! No es el momento de encresparse." "No quiero calmarme, quiero saber qué ocurre, qué está pasando para que usted me diga que deje el arma sobre una mesa. Para que me maten." "No lo repita. Hágame caso, cuelgue el teléfono y váyase." No le hice caso.
"Tal vez a usted no se le escapa por qué me han dejado una pistola, ¿no es así? Y no le hace falta adivinar quién me la ha dejado porque ya lo sabe, ¿no? Pero al menos podrá decirme si me la han dejado para que me defienda o para que me mate. Dígamelo, dígamelo claramente, usted también está con ellos, tenga valor y hable, no se quede como todos tratándome como si estuviera loca." "Señora Fontana, cálmese, se lo ruego, yo no sé nada, sólo le aconsejo que se vaya. Y haga loe que quiera con la pistola, es mejor que la tengamos nosotros, pero si quiere, llévesela. Y váyase, váyase de una vez." Entonces, cambiando de tono, como si estuviera de pronto interesado en los detalles prácticos, añadió: "¿Tiene alarma su casa?" Tal vez ese cambio fue lo que me devolvió la calma.
"Sí", dije, recobrando el sentido.
"¿Con quién la tiene conectada?" "Con la central." "¿Qué central? Déme el nombre y el número de identificación, si lo tiene." "Voy a ver." "¡Espere! Llame a la compañía y dígales que si se dispara llamen aquí al cuartel, ya sabe nuestro teléfono. Y déme usted el de ellos." La irritación había desaparecido, pero me había entrado el pánico, y me era difícil encontrar los papeles de la alarma. Dejé un cajón completamente despanzurrado y, finalmente, con el contrato en la mano, volví al teléfono. Le di el número al sargento y la contraseña y, todavía antes de colgar, oí su voz que repetía: "Rápido, váyase, hágame caso, váyase de una vez." Llamé a la central y les di el mensaje. Temblando, recogí la pistola, cerré con llave la puerta cristalera de la entrada y la de atrás de la cocina. De pronto, comprendía que tenía salvación, que la salvación estaba en la huida, en el miedo que me devolvía al verdadero valor de las cosas. ¿Valor?
¿Qué valor? Daba igual, volvería al mundo, olvidaría esta historia, seguiría viviendo una vida de comodidad, sin riesgos, sin dudas, sin pesadumbres por un pasado que ya no tenía remedio, cantaría mi canción, la mía propia, por humilde y desabrida que fuera. El miedo a la muerte me devolvía a la vida, sí, así sería, lejos de esta casa y de sus infinitas sombras.g Con esta incipiente euforia y una esperanza recién recobrada, me fui a mi habitación, cogí una maleta y la estaba haciendo a bandazos, y en el más absoluto desorden, como las hacen en las películas las mujeres que abandonan a sus maridos, cuando sonó la campanilla de la puerta. Mi atribulado corazón se detuvo. La campanilla jamás la utilizaba nadie, escondida como estaba entre las hojas de la parra.
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