Un hombre de una rara especie: por una parte, silencioso y discreto, y, por otra, pendenciero y marrullero. Así que la versión con la que nos hemos quedado, la oficial, es que ha sido un accidente, no podemos hacer otra cosa." "Es evidente", asentí.
"En cuanto a usted, lo único que le puedo decir es que se ande con cuidado. No vaya por ahí contando que si en su casa se han hecho camas redondas, o que se ha convertido en un centro de prostitución. En primer lugar, piense que ellos saben que usted sabe, a la fuerza Adelita tuvo que contarles que ya no pueden disponer de su casa, y cuanto menos ellos sepan de usted, tanto mejor. En segundo, no olvide que una orgía en esas condiciones no es delito. Así que deje de fabular sobre las posibilidades de denunciarlos porque cree que hay una relación entre esas orgías y el robo. ¿Qué testigos tiene? ¿Quién declararía en contra de ellos si ni siquiera los abogados han querido hacerse cargo del asunto? ¿No se da cuenta de que, si es una red delictiva, es también influyente y con dinero y poder en todos los rincones y estamentos de la sociedad, como lo son todas en mayor o menor medida? No crea que le va a ser tan fácil descubrirlos y demostrar sus delitos. Se ayudan y tapan la boca de los posibles acusadores con dinero. Con dinero y con prebendas. A Adelita, según usted me dice, si no se le hubiera acabado disponer de su casa, ya le habrían conseguido una recalificación de su mísero terreno, y esto la habría salvado. Sin la casa de usted para bacanales, ni sacaba dinero para el chulo", y me miró como dando a entender que también sabía lo que yo callaba: "ni obtenía favores que le solucionaban los problemas de la familia. No crea que no era triste su situación, no crea que no hay por qué quitarse la vida. Se le desmoronó todo el tinglado que había montado con empeño y paciencia. Pero piense también en ellos: aunque usted no tiene dónde agarrarse, no les gustará que alguien ande investigando. Como tampoco les habrá gustado", y aquí se detuvo a mirarme como pidiendo que comprendiera sin obligarlo a ser más explícito, "o no les habría gustado", rectificó, "que usted hubiera puesto una denuncia por el robo de la joya. Adelita habría tenido que declarar. Podría haber hablado en el juicio… ¿Comprende lo que le estoy diciendo?" Calló un momento sin dejar de mirarme.
Luego debió de pensar que yo no había entendido y continuó: "No digo que sea así, pero ¿quién no nos dice que al saber que usted andaba husmeando tuvieron miedo de que Adelita hablara y…?" Dejó en el aire un interrogante, y un escalofrío recorrió mi cuerpo, como si un rayo de luz gélida hubiera atravesado el ambiente espectral que había creado con el brutal peso de la insinuación. Hubo un momento de silencio.
Él asistía a mi reacción, atento y satisfecho de ver el pánico en mi cara, por eso añadió: "Así que, créame, este trabajo nos lo deja a nosotros, que para esto estamos. Si la necesitamos, ya la llamaremos. Y en segundo lugar, tenga en cuenta que todo se sabe y que las habladurías no la ayudarán a que la acepten las gentes del pueblo." "A mí qué más me da que me acepten", tuve todavía valor para protestar.
"¡Claro que le da! Por lo menos si, como me dijo el día del robo, cada vez quiere vivir más tiempo aquí y menos en la ciudad.
Hágame caso y olvide este asunto.
Investigarlo no es trabajo de us-c ted, sino nuestro. ¡Ah!, y llámeme cuando quiera, será un placer poder ayudarla." Me acompañó hasta la puerta y, cuando yo ya había salido a la calle, me llamó como si se le hubiera olvidado decirme alguna cosa importante: "Oiga, señora Fontana, llámeme cuando quiera, pero no olvide que nosotros nos vamos." "¿Se van? ¿Adónde se van?
¿Quiénes se van?" "Quiero decir que a partir de noviembre la Guardia Civil se va de este pueblo, porque viene la policía autonómica, con ellos deberá entenderse, pero de momento seguimos aquí." "En noviembre ya me habré ido, y esta pesadilla habrá terminado", dije.
"Adiós y cuídese", lo dijo con convicción y sinceridad, y me llamó tanto la atención que al pasar por el primer escaparate me volví para ver la cara que tenía. Sí, tenía mala cara, definitivamente mala, malísima. Negras ojeras me daban un aspecto de actriz antigua y había adelgazado tanto que los pómulos sobresalían con agresividad en una cara carcomida y chupada.
Me estuve, pues, quieta en casa toda la tarde, intentando recuperar un poco la tranquilidad. No tenía la menor intención de quedarme a vivir en el campo, de hecho nunca la había tenido y menos ahora, desde que había salido del cuartelillo, ansiando reincorporarme a la vida de la ciudad, que volvía a mostrar su aspecto más grato. La obsesión se me pasaría, de hecho no era más que una obsesión infantil que había tenido su principio y que tendría su fin. Todo lo tenía. A la luz de la muerte real de Adelita, volvía la vida a recuperar su valor, y el tiempo, que un par de días antes me había parecido una carga que arrastrar más que el soporte donde construir y vivir, ad-e quiría otra dimensión, otros límites. Ya no era infinito como en la infancia y la juventud o como cuando lo veía vacío, sin paisajes ni figuras, no, ahora de nuevo lo limitaba la muerte. Igual que la de Adelita había acabado con su tiempo, la mía podía llegar y dejarme sin existencia, sin voz y sin palabra, sin la capacidad de decidir, de mirar y de inventar, incluso de soñar el sueño de un amor prestado.
No, no quería morir, aunque tuviera tan poco de qué vivir, y aunque me resultaba difícil aceptar que Adelita pudiera haber sido víctima de una maquinación que le impidiera hablar y contar lo que sabía, más bien me inclinaba a creer que había sido ella la que había elegido su propia muerte.
Aunque, conociéndola como la conocía, tal vez habría estado más en consonancia con su personalidad, siempre deseosa de dramatizar y de impresionar, que se hubiera tomado una dosis de unas pastillas obtenidas de la farmacia gracias al médico de las recetas o que se hubiera colgado de la rama de un árbol como en mi sueño. ¿Por qué no? La versión de la horca casera sostenida por la rama de una higuera o una catalpa, balanceándose su sombra por el suelo al que ya no le llegaban los pies, trágica muerte de héroes desesperados, péndulo macabro marcando un ritmo que ella ya no podría oír. Sin embargo, nada le habría gustado más que ser admirada, fría y blanca ya, en la cama, o tumbada en un catafalco que ella misma habría arreglado, vestida con una túnica de seda para aparecer más bella en la sobriedad de una muerte sin dolor y mostrar al mundo la plenitud de su inocencia.
Eran muertes adecuadas, decidí dejando vagar mis pensamientos para acallar un atisbo de remordimiento que se empeñaba en aparecer, muertes menos traumáticas, más limpias que la sangre y los huesos y la carne salpicando la carretera, y la mobilette a diez metros de distancia convertida en un amasijo deg hierros, una imagen que había quedado grabada en mi conciencia con la misma contundencia que si el accidente hubiera ocurrido ante mis ojos horrorizados. Muerte provocada tal vez para callar sus mentiras o sus confesiones. Podía ser. En los entresijos de su devenir, de todo lo que había organizado, de lo que ocultaba y de lo que se vanagloriaba, bien cabía la figura de un desalmado que, cumpliendo órdenes de un poder superior, la embistiera a ella y a su mobilette y la dejara destrozada en la carretera para que no hubiera ni una sola probabilidad de que se descubrieran una serie de orgías que podrían oscurecer su imagen pública. Bien podía ser, tal como había insinuado el sargento.
Al cerrar las puertas de la casa, ya de noche, el temblor de la mano al dar la vuelta a la llave, me di cuenta, como en una reacción tardía, de que el temor no había desaparecido. No por Adelita ni su trágico fin, sino porque de pronto me encontraba en el punto de mira de ese hombre desalmado que me iba cercando, armado con una segunda orden que cumplir. El miedo es libre y no necesita motivos ni realidades para manifestarse. No se sostenía en nada, pero allí estaba, al alcance de la mano.
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