Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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Lloraba mi alma en sus profundidades, mientras mis ojos entornados se aislaban del mundo, conscientes de que ninguna sombra habría de interponerse entre el sol y yo, ninguna imagen se materializaría para suavizar mi congoja, ni para sustituirla por otra congoja menos dolorosa, menos irreversible, menos irremediable. ¿Qué será de mí ahora? No volverá, nunca volverá, nunca ha existido, lo inventé yo.

Nubes de confusión y desconcierto se agolpaban en mi mente agitada.

¿En quién estás pensando, a quién quieres en vano convocar?, decía la voz de la conciencia. ¿Qué será de mí? No tengo nada, nunca he tenido nada, y ahora sólo me queda tiempo, tiempo, tiempo que se extiende infinito ante mí sin paisaje ni figura con qué aderezarlo. Soledad del alma, soledad. De pronto, mi pensamiento dejó de moverse. No había objetivo ninguno que alcanzar, ni esperanza que mantener por estúpida y efímera que fuera, ése era mi tiempo, ése mi futuro.

La cerveza comenzó a trajinar arriba y abajo de mis conductos digestivos, desbancando las lágrimas que de todos modos no habían salido a la luz. Me encontraba mal, estaba mareada. Pagué la cuenta y, tratando de ocultar hasta qué punto me vacilaban las piernas y conteniendo el vómito que, como las lágrimas, pugnaba por salir, llegué al coche y arranqué. A las afueras del pueblo, me detuve y en un recodo, junto al esqueleto de un inmenso tronco de olivo que debía de haber muerto hacía muchos años, vomité, avergonzada, pero durante unos segundos, arrastrada por el bienestar de mi estómago apaciguado, mi alma encontró la paz.

Adelita cuelga de la rama de una higuera, debe de tener el cuello roto porque la cabeza se ha doblado sobre el pecho como si noc tuviera huesos, como un pelele que lo hubieran atado con la cuerda recta como una línea que sale de la copa de hojas verdes. Qué extraño que Adelita haya elegido la rama de una higuera para ahorcarse siendo como es tan endeble y quebradiza su madera. Ella tendría que saberlo, ella es del campo de Albacete, en el sur también habrá higueras.

Veo las viñetas en la página del libro que me regaló mi abuela cuando aprendí a leer, "Lecciones de cosas". Hay un niño que va a subirse a una higuera. Su madre lo previene pero él no le hace caso.

Al final, en la última viñeta, el niño está en el suelo despanzurrado porque la rama se ha roto. Yo nunca me he subido a una higuera porque no las había ni en el patio de la escuela ni en el parque ni en la playa donde íbamos los veranos, pero pienso ahora que Adelita debía de saberlo. Dorotea, así se llama la mujer que cuelga de la rama, sólo puede ahorcarse en esta higuera, precisamente en esta higuera. O tal vez no es cierto que esté colgando de una rama, tal vez lo imagino yo, o invento y sueño su balanceo y por eso no se rompe la rama, porque los sueños pueden ser como queramos. Los sueños los inventamos, los hacemos a medida para que encajen en una realidad que nos hubiera gustado de otro modo. Y si ella quiere ahorcarse en esta rama de esta higuera, poco importa que la rama pueda o no pueda sostener su peso el tiempo suficiente para que la cuerda que da vueltas alrededor del cuello le corte la respiración o le rompa el cogote, que tampoco sé si podría, porque su cuerpo es tan menudo, aunque por lo ancho y lo corpulento de su tórax parece pesado. La veo así porque necesito un final para la historia, y después de tanto buscar me encuentro con que tiene razón la carnicera, o la mujer del almacén, no sé cuál de las dos lo dijo, no puede tener otro final, tarde o temprano tenía que ser así, porque los caminos que nos vamos formando cone los años nos conducen sin remedio hacia un único final predecible y posible ya cuando entramos en la vorágine de la primera obsesión, un final que corrobora la muerte, sin que la muerte sea necesariamente ese final. Así, sea cierto o no que Dorotea o Adelita se ha ahorcado y cuelga de la rama de esta higuera en aquel claro al fondo del valle, sí lo es que éste ha de ser su final, así lo veo yo desde esta ventana cegada también para mí como cegado está para mí el término irreversible al que me aboco. O tal vez sí que lo que quiero con esta última escena no es encontrarle un final a Dorotea, sino a la historia o, mejor aún, lo que estoy haciendo no es otra cosa que contar mi propia historia, dando siempre vueltas a lo mismo con otro aspecto y otro enfoque, y así yo también me voy envolviendo en una soga, convencida de que no es la mía, una soga que me inmoviliza cada vez más, hasta que me convierto en un mero paquete, un bulto, que apenas interviene en su propio devenir.

Pero la higuera, ahora me doy cuenta, no está donde debería estar, no hay paisaje, la higuera nace en mi cama, dentro de mi habitación, que no es la mía, sino la terraza de un bar del mercado, y tal vez la que está en el paisaje, en el lugar donde debería estar la higuera, soy yo, pero no tan lejos que no pueda verle los ojos abiertos y fijos en sus propios pies, pequeños y abultados, que se balancean sobre las almohadas. Quiero acercarme a ella, pero tengo los pies hundidos en un suelo pegajoso del que no puedo desprenderme, y es que el miedo, sí, el miedo me tiene atenazada, y aunque supiera volar, aunque pudiera, que puedo hacerlo ahora que estoy dormida, no me dejaría esa melaza que me aprisiona, pero tengo que llegar como sea a ella, tal vez alargando los brazos sobre los campos y los árboles y amarrándome a las nubes, intento levantarlos mirando al cielo pero no puedo, y cuando vuelvo a mirarg Adelita ya no está, ni la higuera plantada en mi cama, ni la cuerda, ni siquiera la cama, aunque lo que yo quiero ahora es desprenderme del suelo, pero es imposible, cada vez la melaza me cubre más, ahora ya llega a las piernas y me doy cuenta de que llegará a las rodillas.

¿Cómo le voy a dar el dinero ahora? Estará en Francia y no podré dárselo y su marido morirá porque no tiene Seguridad Social ni puede cobrar la pensión porque tiene que atravesar la calle y está llena de guardias civiles con capa y tricornio y guantes blancos que caminan unos tras otros al compás de una música estridente, una marcha militar que me lleva a gritar pidiendo ayuda y un hilo de voz previene de mi presencia al sargento Hidalgo, que dirige el pelotón.

Me hace un gesto, calma, dice, calma, tranquilidad, tenga paciencia, dice, lo veo en el movimiento de los labios porque no lo oigo, no oigo más que la música, tenga paciencia, todo se arreglará, pero no me saca de la charca pegajosa que se espesa cada vez más, y él sigue con el mismo gesto, marcando el paso al son de la fanfarria mientras la melaza avanza y ahora ya me cubre los muslos y el vientre, no puedo mover las piernas, ni los brazos, estoy paralizada y a mi alrededor no hay más que un páramo de cemento que cubre los campos y los montes, una lava que se va acercando a mí. Me convertiré en cemento igual que la melaza y todo lo que me rodea, ni siquiera podrá palpitar mi corazón como ahora ni sentiré el dolor de sus latidos y sus contracciones. Abro la boca para pedir auxilio pero no me responde la voz, tengo la garganta seca y mis esfuerzos por chillar se convierten en sordas carrasperas y gestos mudos. Sé que desfallezco, que el cansancio de tantos inútiles esfuerzos por hablar, por moverme, me han desvencijado. Pero lo intento otra vez y no puedo, y otra vez y otra, pero nadie responde porque nadie me oye, ni siquiera yo oigo mi propia voz.

Me despertó un alarido en la noche más oscura, y tardé en comprender que finalmente me había salido la voz. Pero la vuelta al ámbito conocido de mi habitación, cuando logré encontrar el interruptor de la luz, que parecía haberse extraviado en la pared a mi espalda, no me devolvió la tranquilidad. Es cierto, me dolía el pecho de los golpes del corazón, y tenía la frente chorreando, aunque todo mi cuerpo temblaba. Pero en medio de este desasosiego que se había pegado a mi piel de una forma tan real como real era aún la melaza del sueño, recordé al sargento de la Guardia Civil, el sargento Hidalgo, el único al que no había ido a ver, el único, pensé, capaz de ayudarme, tal vez el único que sabía lo que estaba sucediendo.

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