Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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Era de noche aún y la pesadilla me había desvelado. Con cautela busqué un libro para apartar de mi mente las inquietantes imágenes del sueño, pero ninguno lograba abstraerme y recorría las líneas de una página o de dos sin enterarme de lo que leía, atenta a los crujidos de la madera en la noche, a las burbujas de aire condenadas a deambular por las viejas cañerías de la casa, al ajetreo invisible de insectos, roedores o reptiles en la oscuridad del campo, como si tras ellos se agazaparan, redivivos, los personajes de mi delirio y se confundiera con sus chirridos el motor de la camioneta gris. Había cerrado la ventana del cuarto, acuciada por el oscuro temor que me envolvía aún como una sutil telaraña y, aunque me asfixiaba, soporté con estoicismo y aprensión el inmóvil y enrarecido ambiente del cuarto. La claridad del alba me encontró dormitando entre el terror y la somnolencia y por el peso de tantas horas de angustia debí de caer rendida sin que las defensas contra el miedo tuvieran ya fuerza para resistir los embates del cansancio.

Cuando desperté, eran más de las once de la mañana.

Iré a verlo, decidí mientras me preparaba un café. Sí, iré a verlo, no sé cómo no se me ha ocurrido antes. ¿Será que los sueños nos previenen de lo que nos olvidamos, y nos indican un camino en el que no habíamos pensado? ¿Será que incluso nuestras ensoñaciones recurren a la verdad, a la realidad, y de hecho inventar no inventamos nada? Y más tímidamente aún: ¿Será posible que, incluso inventada, esta agonía que me corroe a todas horas sea amor?

El sargento Hidalgo me recibió con mucha amabilidad. Desde la puerta de su despacho, me miró, inquisitivo.

"¿Ha adelgazado usted? ¿Se encuentra bien?" "Tengo ojeras, ya lo sé, pero estoy bien", mentí, "he dormido mal. Eso debe de ser." "Siéntese, por favor", y él ocupó el sillón de su escritorio.

"¿En qué puedo ayudarla?" "Verá, es que, ¿recuerda aquella guarda que me robó la joya?" "Claro que me acuerdo. Usted se fue a Gerona y ella acabó confesando aquella misma noche. ¿Por qué?" "No, bueno, no sé. Es que tal vez usted no lo sepa, pero yo no la despedí." El asombro lo dejó mudo. Abrió mucho los ojos y con un gesto de la mano, sin que desapareciera aquella expresión que había aumentado el tamaño de sus ojos, me indicó que siguiera.

"No la despedí. Me pareció que tenía que darle una oportunidad.

Pero las cosas se fueron complicando. Desaparecía, volvía muy tarde por la noche…" "¿Le robó algo más?" "No, que yo sepa no robó nada más, aunque es difícil saberlo,c porque tengo que reconocer que no he examinado lo que hay y lo que no hay. De hecho, serviría de muy poco. La casa fue de mi padre y lo que hay en ella lo compró él o lo trajo él de nuestra casa. Así que, aunque se supone que yo tendría que tener el control de los objetos, no lo tengo, pero esto no importa ahora para lo que le voy a contar." Me miraba, intrigado, pero yo continué: "El día que yo me fui, después de las vacaciones de Pascua, o sea, tres meses después del robo, cuando ya estaba en el taxi para ir a la estación, Adelita me dijo que por falta de datos y de pruebas, el caso se había sobreseído y que por lo tanto no se había celebrado el juicio." "¡Pero si teníamos la confesión y la denuncia de usted! ¡No es posible!" El sargento no salía de su asombro.

"Sí, ya lo sé, pero al parecer la denuncia no se tuvo en cuenta, tal vez desapareció, no lo sé. En el juzgado, donde estuve hace unos días, dicen que no tenían constancia de esa denuncia, y que, al alegar Adelita que se había declarado culpable bajo presión, se había sobreseído el caso." "Quien tiene que ir al juzgado a enterarse de lo que ha pasado es un abogado, no usted. A usted no le dirán nada." Y añadió como para provocarme: "Y menos siendo mujer." "Tenga en cuenta que los abogados no quieren hacerse cargo del caso y acaban desentendiéndose", respondí, ignorando su comentario.

"He consultado con tres: uno desapareció, el otro dijo que no le interesaba y el tercero no ha hecho más que entretenerme y hacerme perder el tiempo, una manera como otra de desentenderse." "Ya comprendo", fue la respuesta.

Ahora llegaba lo más difícil.

Tenía que hablarle de la otra profesión de Adelita y de su nombre de guerra y de las bacanales que había organizado en mi casa. Teníae que decirle todo lo que sabía y cómo lo había sabido. Hice un esfuerzo por resumir, pero procuré no ocultarle nada. Y cuando me tocó hablar del hombre del sombrero, me entretuve en los detalles de su aspecto y de su cara, y de sus ropas y de sus gestos, saboreando esta primera vez que podía hablar de él, y alargando la explicación con el pretexto de que lo que le contaba era información necesaria para describir al hombre que tenía, dije, el amor de Adelita, sin especificar, como me habría gustado, que la hacía trabajar en esos menesteres, precisamente para él.

Conté casi todos los pormenores, por supuesto, excepto los que se referían a mis obsesiones, le conté con todo detalle la primera vez que los había encontrado en la plaza del mercado y le expliqué que durante un tiempo lo veía desde la ventana de mi casa en la ladera de enfrente porque había alquilado un chamizo a nuestros vecinos. Hablé de los timos que había cometido con la venta de las máquinas de coser y de los fraudes a la empresa La Puntual.

"Sí, eso lo sé", me interrumpió, "porque nos ha llegado de Barcelona una denuncia contra él que la empresa interpuso hace unos meses, pero como está en paradero desconocido, poco podemos hacer.

Pero siga, por favor." Me di cuenta entonces de que ya no quería continuar, ya lo había dicho todo, y cediendo a la tentación de hablar de él, lo estaba acusando. El sargento todavía retuvo en la cara durante unos instantes los jirones de aquel estupor primero por el sobreseimiento del caso. Miraba en otra dirección, como si buscara en la memoria o en algún otro oculto lugar de su inteligencia un indicio, una señal que se relacionara con aquella trama delictiva que yo le acababa de descubrir. Después, no encontrando al parecer nada, me hizo una serie de preguntas para acabar de aclarar ciertos puntos y, finalmente, se levantó: "Bueno, señora, gracias, tal vez podamos aún hacer algo." Yo le dije: "Una última cosa, sargento, ¿sabía usted que Adelita ha muerto?" "Claro que lo sé", dijo. "¡Claro que lo sé!" "Y, ¿es cierto que se ha suicidado?" "Pues…", dudó. "Nadie puede saberlo, aunque todo parece indicar que fue ella la que se echó bajo las ruedas del coche que venía de frente. Que fue ella la que, según las huellas, se echó hacia la izquierda sin dejar tiempo al conductor del coche más que a frenar de forma brusca, pero el golpe que recibió fue mortal, y el espectáculo de su cuerpo destrozado, dantesco. Es cierto que también las huellas de las ruedas del coche giran levemente hacia su izquierda, pero mucho menos. Claro que como todo ocurrió en una curva muy cerrada que Adelita tenía a su derecha, también podemos suponer que se desvió para tomarla más abierta y que no vio el coche que venía o que los faros la deslumbraron. También podemos deducir que el coche que venía la embistió sin más. Todo puede suponerse. ¿Me sigue?" "Sí", dije.

"Así que es difícil saber exactamente lo que ocurrió." "Los del otro coche, ¿qué dicen?" "Bueno, poco pueden decirme, al menos a mí, porque el conductor y los ocupantes, si es que los había, se dieron a la fuga. Por las huellas de los neumáticos y por la pintura, sabemos que podría ser un Mercedes negro. Aunque bien podría ser que llevaran ruedas de segunda mano y eso haría más difícil la investigación." Sonrió.

"De hecho, ya hemos preguntado a la gente que podría habernos dado una pista, y apenas han querido hablar. Ya sabe cómo son, basta que venga la Guardia Civil para que todos a una se callen. Es loi que han hecho. El único que nos falta por interrogar es el marido que, según dice la familia, fue a Francia a llevar a sus hijos, pero no confío demasiado en su declaración. Lo conozco porque lo he tenido aquí muchas veces, y nunca hay forma de saber lo que quiere decir.

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