Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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Pero contaba a gritos a todo el que quisiera oírlo, incluso a los hombres del bar del pueblo con los que iba a jugar al dominó los domingos por la tarde, y también a mí cuando le acometía uno de sus ataques de violencia verbal, que "poco le importaba perder o ganar, que el dinero era suyo y que a su hija Aurelia", ésa era yo, "ya le había dado la posibilidad de cantar su canción en esta vida. Cada uno tiene que cantar su canción"; repetía a gritos una metáfora que yo le había oído desde que era niña: "y no tengo que reprocharme de habérselo impedido. La he enviado a estudiar por el ancho mundo, la he mantenido y subvencionado durante largos años de investigación y estudio, la he convertido en una doctora en Virología o en Biología Molecular, algo así", dudaba siempre quitándole importancia, "que ahora, si no gana tanto dinero como el que ganaba yo a su edad, se basta a sí misma y además tiene cierto prestigio, y como vive la mayor parte del tiempo en Madrid, donde se casó y encontró trabajo, apenas nos vemos y por supuesto ya no nos necesitamos. En cuanto a mi yerno", en un imparable aumento de la irritación, "ya he perdido la cuenta de cuándo murió, sólo recuerdo que era un enloquecido artista de izquierdas", decía con desprecio, "que no merecía cobrar un duro porque había perdido hacía años la capacidad, no ya de ganar dinero, sino siquiera de conservarlo." Les tocaba después el turno a los nietos que no tenía ni parecía que fuera a tener, decía, como no tenía sobrinos, ni ahijados, ni familiares de ningún otro tipo. Así que nada lo obligaba con nadie. Estaba convencido de que conseguiría enderezar el negocio de los corderos pero en caso de que así no fuere -en este punto del discurso ya había levantado el brazo que movía como si blandiera una espada-, poco importaba, porque tenía la experiencia y la inteligencia suficientes para que ni la mala suerte ni los reveses lograran acabar con su fortuna por mal que le fueran las cosas y por años que le quedaran de vida. El discurso podía ser interminable, pero siempre acababa con las mismas palabras: "Y si al morir dejo la hacienda mermada, no por esto voy a sentir el menor remordimiento, también yo tengo derecho a cantar mi propia canción." Cuando la compró, la casa se llamaba "El Viejo Molino", por un molino desvencijado de grandes aspas situado en la entrada de la finca a media altura de la ladera donde estaba situada, que recogía como en un corredor todas las corrientes de los vientos de los que era tan pródiga aquella tierra. No tenía armadura metálica, sino que se levantaba sobre una torre de ladrillos y piedras, cuyo revocado se habían llevado en buena parte los años, las tormentas y la desidia de antiguos propietarios. Él lo había hecho remozar y aunque seguían las aspas por enderezar y completar, había hecho pintar de verde oscuro los hierros que habían resistido el tiempo y había aceitado la maquinaria hasta tal punto que, cuando la tramontana era muy feroz, el viejo molino se desperezaba, chirriando los goznes de pura pereza y comenzaba por dar lentas vueltas empujado por las ráfagas mientras las bielas subían y bajaban con la lentitud de la inanidad: el pozo se había secado hacía años y no quedaba de él más que un brocal de belén cubierto de hiedra como un elemento decorativo del paisaje. El molino servía de muy poco pero fue él el que dio el nombre definitivo a la casa. "Se llamará "El Molino", ordenó, "ni nuevo ni viejo, "El Molino" a secas." Mandó imprimir unas tarjetas con aquel nombre tras el suyo y clavó una placa de metal en un poste a la entrada del camino.

Entre adecentar la casa, comprar ganado, construir corrales y apriscos, y pelearse con los pastores, habían pasado ocho largos años, hasta que un día de pronto, sin ningún síntoma, ningún signo que anticipara la tragedia, llegó el ataque, la hospitalización y la sentencia que lo dejó postrado en una silla como un bulto inerte y mudo, y quién sabe si sordo y desprovisto de entendimiento, convertido en un tierno y sosegado vegetal. Éste fue el único acontecimiento de su vida que logró cambiar la mía y, lo que son las cosas, el único no decretado por su voluntad.

Porque desorientada ante este golpe e incapaz de hacerle frente alejándome o ignorándolo como había hecho siempre desde aquella primera vez, cuando me casé y dejé Barcelona para irme a vivir a Madrid aprendiendo a huir de su custodia y del terror que me provocaba su inapelable autoridad, invertí el orden de mis estancias y pasé a tener el centro de operaciones, por decirlo así, en la casa del molino donde decidí que él permaneciera ya que éste había sido su refugio más querido, y en cambio el domicilio de Madrid, el pisito donde habíamos vivido mi marido y yo, pasó a ser un apartamento de escueto mobiliario y estantes con lo imprescindible en el que vivía durante los meses lectivos, casi como una estudiante. No puedo negar que también me movió el miedo y la angustia a no poder soportar el remordimiento que me corroería si lo abandonaba a su suerte, y sobre todo el rechazo que me provocaba verme viviendo con él, más que inválido inerte, en Madrid. Llevé, pues, todas mis cosas a la casa del molino con el talante de quien sacrifica una buena parte de su vida y de su tiempo por un padre que, si bien había sido autoritario y al que nadie, y menos aún yo, le había conocido una sonrisa o una palabra amable, nunca me había prestado la menor atención y se había dejado llevar permanentemente por un espantoso mal genio; en el fondo era una buena persona, me dije, y en cualquier caso se trataba de mi propio padre. Ésos fueron los motivos de mi restringido traslado, pero justo es reconocerlo, lo hice también por el recóndito anhelo de hacer de aquella casa, mi casa.

Fueron dos años duros, porque no lograba reconocer en ella mi hogar aunque yendo y viniendo tenía siempre el aliciente del cambio.

Me gustaba llegar tras uno o dos meses de ausencia y sobre todo me gustaba irme cuando, cansada ya de la inactividad, de la visión escalofriante de mi padre catatónico, harta del campo y de la vida del campo que, sin embargo, tanto echaba de menos cuando estaba lejos, emprendía viaje otra vez para un nuevo semestre o para iniciar un nuevo curso.

Porque aquellas tardes lluviosas junto a la televisión, que según Adelita distraían tanto a mi padre, aquella obligación de quedarme junto a él, por lo menos esas horas antes de la cena que tomaba, o mejor dicho, que le daba ella a las siete y media con una puntualidad conventual, se convertían en torturas cada vez más insoportables y los deseos de huir crecían en mi alma hasta tal punto que a veces apenas podía respirar. En cuanto me hubiera ido, bien lo sabía, desaparecían la repulsión y los remordimientos por mi desapego y sólo me quedaría una vaga ternura al pensar en el hombre silencioso e inmóvil, mi propio padre, cuyo recuerdo era incluso capaz de disfrutar.

Pero ahora que había muerto ya comprendía que no tenía demasiado sentido permanecer en una casa que seguía sin ser mi casa. Y sin embargo, me había hecho a sus muros y a la penumbra de sus estancias de tal modo que la sola idea de abandonarla me daba escalofríos. Tal vez en esta nueva situación con la definitiva ausencia de mi padre lograría poner el pie en ella, y el alma si hacía falta, y me ayudaría el hecho de que, por lo menos en lo relativo a la propiedad, podía considerarla mía a todos los efectos.

Y puesto que estaba bien dirigida y no me exigía atención ni trabajo porque había vendido los corderos, arrendado los campos a mi vecino y dejado la administración de la vivienda y del jardín a cargo de Adelita, decidí quedarme, al menos provisionalmente. Ella, Adelita, consciente de su nueva responsabilidad, acrecentó sus dotes de fiscalización y de atención e incluso cambió las batas que yo le había comprado por unos vestidos de seda negra que aderezaba con blanquísimos y amplios delantales y una gargantilla de puntillas que le rodeaba el frondoso cuello como un volante, para encontrarse más en su nuevo papel de ama de llaves, como pasó a denominarse a sí misma, según probablemente habría visto en alguna película. Había adquirido también más seguridad y tal vez porque no tenía que cuidar del enfermo, había dejado de ser la paciente y sufrida sirvienta que tiene cabeza, manos y voluntad para todo. Hablaba más y con mayor soltura, sobre todo de sí misma.

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