Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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"Vivimos a unos tres kilómetros de aquí, cerca de la carretera de Gerona, en un grupo de casas que hay junto al camino del Faro, pero no tenemos que preocuparnos de nada porque cerramos la casa y mis suegros…" No quise saber más. Establecimos las condiciones, las responsabilidades, el sueldo, podía vivir con su familia en la vivienda de los guardas anexa a mi casa, pero dejé bien claro que sólo contrataba sus servicios, no los de su marido.

"Claro que no", dijo, "mi marido tiene ya un trabajo fijo…" Y volvió a clavar sus ojos en los míos casi con impertinencia.

"Entonces, hasta mañana." "Hasta mañana."

Desde la ventana del estudio de la casa, contemplé con melancolía cómo caía la tarde. El sol se había escondido tras la montaña a mi espalda, pero un halo de claridad vicaria aún del día hacía más diáfanos los contornos de los árboles y de los montes de la otra ladera del valle, que oscurecía lentamente en tonos azul y violeta. A través del cristal, el aire transparente me trajo el canto de un gorrión perdido destacándose sobre el ruido de la mobilette que subía a trompicones por el camino y le ganaba a las hojas apelmazadas de humedad cada palmo del ascenso. Sí, miraba el paisaje con esa melancolía que dulcifica el espíritu y se empeña en esconder la inquietud que lo ronda.

Era Adelita la que subía con su mobilette por el camino que serpenteaba en la cañada, dejando a su paso una estela de moscardón.

El casco dominaba la figura que se hundía en el asiento y las piernas cortas y robustas encogidas sobre el vientre daban al conjunto el aspecto de un bulto informe. El pequeño portaequipajes a su espalda estaba atiborrado de paquetes y en torno a él colgaban infinidad de bolsas de plástico llenas, como una coraza posterior que la protegiera por la espalda. Al llegar a la entrada detuvo la moto, saltó hacia un lado y puso el caballete. Abrió la cancela metiendo la mano por entre las rejas. Luego volvió a encaramarse a la moto, dio una sacudida al pedal y, una vez sobrepasada la entrada, se detuvo de nuevo y saltó para cerrarla como es debido.

"Va a disponer de todo lo mío como si fuera yo misma. Va a quedarse en la casa cuando yo no esté.

Va a entrar en mi vida. ¿De qué la conozco?" Alejé ese desasosiego que nunca había sentido antes al contratar ayudas para la casa o guardas o enfermeras para cuidar a mi padre y volví a la figura que componían ella y su mobilette, ese centauro grotesco tal vez, pero de cualquier modo inquietante: "¡Cómo voy a saber si he hecho bien!" No era tranquila la voz de mi conciencia.

Habían pasado tres años y Adelita había cumplido su palabra.

Era una mujer lista y eficaz que tenía un verdadero prurito en hacer las cosas bien hechas. Nada le gustaba más que organizar de improviso un almuerzo para quince personas, que cocinaba y servía sin que yo apenas tuviera que hacerle una leve indicación. Se sentía tan orgullosa de mis invitados como si hubieran sido los suyos, les servía el aperitivo e incluso en un exceso de celo se colgaba una servilleta doblada en el antebrazo, "como en el hotel donde yo iba a ayudar los días que había banquete", decía.

Mantenía las habitaciones en perfecto orden, cuidaba a "su viejo señor inválido", como llamaba a mi padre con cariño, lo lavaba y afeitaba, le daba de comer, lo sacaba todos los días a la solana y lo paseaba con ayuda del jardinero los días que trabajaba en casa, o sola si no había nadie más. Atendía a la enfermera de noche, limpiaba, cosía, cuidaba del perro y del gato, a los que mangoneaba, enjabonaba y fregoteaba, y cuando yo tenía que irme a Madrid para volver a mis clases me hacía las maletas con esmero y atención, y las deshacía a mi vuelta después de haber salido a recibirme; llevaba el equipaje a la habitación y me subía una taza de té que yo le agradecía del mismo modo que lo hacía al ver brillar la madera de los muebles, descubrir flores en los jarrones, encontrar la nevera con todo lo necesario y la mesa bien dispuesta para la próxima comida. Un reconocimiento que le demostraba con breves palabras al comprobar que una vez más no se había excedido del presupuesto que le adjudicaba cada vez que hacíamos la previsión para los meses siguientes. Era, además, pulcra y precisa en la información que, cuando yo estaba en Madrid, prácticamente todos los días me daba por teléfono sobre la salud de mi padre y el funcionamiento de la casa. "Si no puede venir este fin de semana", decía, "no se preocupe, aquí todo funciona perfectamente." Y así era.

Al poco tiempo llegué a la conclusión de que había contratado a la persona ideal, una perla, tan responsable que apenas me exigía trato ni convivencia, los mínimos por lo menos para sumirme en una extraña y deliciosa sensación de comodidad. Y cuando al final del segundo año murió mi padre, su comportamiento me reafirmó en esa convicción, porque fue ella la que se ocupó de limpiar el cadáver y amortajarlo, y organizar el entierro, haciendo y deshaciendo y dando órdenes o sustituyendo en su labor a los empleados de la funeraria, que no pusieron objeción ninguna a que alguien les hiciera el trabajo.

Es más, Adelita preparó un somero bufet funerario al estilo de su lejano pueblo de la provincia de Albacete para los pocos amigos que asistieron a las exequias, con un surtido de tortas de pimientos, buñuelos de bacalao, huevos duros y empanadillas de carne picante que, si bien me parecieron un tanto pintorescos para la ocasión, la dejé hacer porque no tenía humor para contradecirla y porque en el fondo me daba igual.

Después llegaron aquellos días vacíos, más vacíos porque no había trajín en la casa, o a mí me lo parecía, o porque la ausencia del padre por dura que haya sido la vida con él deja un agujero negro difícil de aceptar y de soportar.

Y porque sabía, además, que habría de tomar una decisión sobre la casa y no me sentía con capacidad para hacerlo. Todo funcionaba tan bien ahora en comparación con los años anteriores a su llegada que el solo pensamiento de abandonarla me ponía de malhumor, como si fuera una desagradecida que no supiera valorar la dicha que me había caído del cielo, como si no fuera capaz de aprovechar una oportunidad que nunca más se me presentaría.

Mi padre, un neurólogo con cierta fama en Barcelona que siempre había vivido en la ciudad y presumía de ser urbano, había adquirido un buen día esta casa situada en un pequeño valle cerca del mar, en la provincia de Gerona, cuando ya era mayor y estaba un tanto atropellado pero gozaba todavía de buena salud. Y cuando le llegó la jubilación se instaló en ella, decidido a convertirse en un ser rural. Aunque ni él mismo ni nadie habría presagiado un final tan rápido, le quedaban diez años de vida. Sin embargo, él no pensaba en la llegada de la muerte como no la anticipa nadie por temor a enfrentarse a lo inevitable. Así que, para sorpresa de sus amigos y conocidos, se había dedicado a vivir allí solo y enloquecido como siempre había estado, y más aún porque quería suplir con la voluntad la falta de experiencia y su incapacidad para hacerse con la vida en el campo, que nunca le había atraído. Tal vez ésta fuera la razón por la que se peleaba aún más de lo que lo había hecho siempre con sus colaboradores y sirvientas, y a todas horas chillaba y los amenazaba con despedirlos porque los hacía responsables de la encarnizada lucha que le ocupaba todo el día y parte de la noche contra las inclemencias del tiempo, los desastres de su economía y la pretendida persecución de que era objeto por parte de hombres y dioses, en el inalterable afán de convertir aquella finca en una finca agrícola donde pacieran los corderos que se había hecho traer de Inglaterra para cruzarlos con los autóctonos.

Había construido corrales, tenía pastores que andaban por los campos en barbecho o en las lindes de los caminos y los bosques con la radio a todo volumen ahuyentando a los motoristas que cruzaban los prados en busca de peligros, y había logrado perder en los años que duró la aventura buena parte de su patrimonio.

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