A Ana María se le encogió el corazón. Había tenido pocas oportunidades de conectar con la miseria. Tal vez fuera bueno que Ignacio empezara por ahí su "reeducación". En el Rastro estaban a la venta los residuos de centenares de familias que en sus tiempos se amaron, se odiaron e hicieron también su viaje de novios. El Rastro era un cementerio mostrado al público antes de que se lo comieran los gusanos. Ignacio dijo que seguir el itinerario de aquellos objetos sería un viaje apasionante. Ellos mismos hubieran comprado muchas cosas, a no ser por el peso y que debían ahorrar. Un pájaro disecado!: Mateo. Dibujos al carbón, caricaturizando a Churchill y a Roosevelt!: ideales para el camarada Montaraz. Había unas pesas para halterofilia. Y un paraguas sin varillas. Y cartas de amor… Un hombre, sentado en un taburete, las escribía para las chachas. Ana María se entusiasmó. Aguardó turno y le dictó al escribiente un "Querido Ignacio", seguido de una retahila de frases cursis. Luego le dijo a Ignacio: "Págala tú, que yo no tengo suelto". Aquella carta Ana María iba a guardarla "hasta que la muerte los separase".
En el Rastro, Ignacio se acordó por primera vez de que su padre era de Madrid. Tal vez fuera cierto que entre los retratos viejos hubiera un Alvear. Vio un juego de dominó y lo compró sin comprobar si faltaba alguna ficha: faltaba la blanca doble, que era la preferida de Matías. Ana María se quedó con una extraña Dolorosa que llevaba una sola espada clavada en el pecho.
– También volveremos por aquí…
– Sí, claro. Imagino que de noche las ratas vienen a celebrar sus grandes festines.
* * *
Todo discurría sin sobresaltos, incluidos El Escorial y el intento frustrado de llegar al Valle de los Caídos. Se necesitaba un permiso especial e Ignacio no quiso acudir a Salazar, como Mateo le había recomendado. "No me gustan los consejeros nacionales". Fue una lástima, porque Ignacio recordó que Alfonso Reyes le había ayudado a él en el Banco Arús al comienzo de la guerra civil.
Fueron a Toledo, y allí tuvieron una suerte inmensa: coincidir con una visita del Caudillo a la ciudad. Apenas si pudieron alcanzar las proximidades de la catedral -Ignacio se sirvió de su carnet de ex combatiente-, pero esperaron de pie en una de las calles por donde Franco tenía que pasar. Se enteraron de las precauciones tomadas. En todas las azoteas, un soldado con un fusil. Y lo mismo en muchos balcones. Previamente habían sido encerrados en prisión los sospechosos. Motoristas por todas partes, guardias civiles. Sonaban las bocinas. Ignacio comentó:
– Debe de ser horrible llevar tanta escolta para salir de casa… Los jefes de Estado y los reyes están hechos de otra pasta.
Por fin pudieron ver a Franco. De pie en un coche negro descapotado, en compañía de su mujer y de Carmencita, su hija. La multitud fue un clamor, que una compañía de legionarios se cuidó de controlar. Querían darle la mano, estrechársela, besársela, pedirle Dios sabe qué. "Franco, danos pan!", se oyó una voz. "Franco, danos agua!", se oyó otra voz. Pan y agua… Los franciscanos. Franco se llamaba Francisco. Era -lo comprobaron Ignacio y Ana María- bajito y tripudo, pero de aspecto sanísimo y autosatisfecho. Saludaba al gentío levantando el brazo un poco menos que el camarada Montaraz. Sonreía, pero se hubiera dicho que se dedicaba la sonrisa a sí mismo. Allí estaba el amo de España, el hombre providencial, "la mejor estilográfica de Dios", según García Sanchiz. Ignacio repasó in mente las loanzas que mejor recordaba y que habían aparecido en Amanecer: "Enviado de Dios hecho Caudillo". "Espada del Altísimo". "El Caudillo es el Sol". "Es el hijo del Padre Todopoderoso". "Semidiós inasequible". Millán Astray había dicho: "Franco es el enviado de Dios" y Pilar Primo de Rivera: "Franco, nuestro Señor en la Tierra ".
Ana María se contagió del ambiente y gritó también: "Franco, Franco, Franco!". Ignacio se dio cuenta, pero se calló. También él había combatido por aquel hombre, a las órdenes de aquel hombre que ahora consideraba que España era su feudo personal. Así que, mutis y aguantarse. Lo que ocurría era que al verlo físicamente, tan pequeñito -sería verdad que de niño le llamaban Ceríllita?-, Ignacio no acertaba a comprender que tantos millones de súbditos le pertenecieran. A su ver, cada día que pasaba era un milagro. "Bastaría dispararle con un revólver un tiro en la sien!". Y Franco, al Rastro definitivo, que no al Rastro de mentirijillas. Qué estaba haciendo José Alvear, por las cercanías de la frontera y matando guardia civiles? Qué hacían Cosme Vila y la Pasionaria en una emisora? Y Julio? Y David y Olga? Qué poca cosa, qué cosa más endeble era una vida humana. Acaso fuera verdad que el Caudillo era un semidiós inasequible.
Aquello duró cinco minutos, nada más. Se fueron los motoristas, se fueron los legionarios, los automóviles negros. Ana María agarró del brazo a Ignacio. "Ignacio… me he emocionado! He recordado que este hombre nos salvó cuando la guerra civil". Ignacio le acarició la cabeza. "Es verdad, Ana María… Es verdad". "Qué suerte hemos tenido!". "Sí, es cierto, este número no figuraba en el programa… Habíamos venido a Toledo para visitar la casa del Greco".
– Podríamos ir ahora…
– No me apetece. Estoy sudando a mares. Y la barriga me duele desde que, en el tren Barcelona-Madrid, fui al retrete porque tenía ganas de orinar…
* * *
Regresaron a Madrid y permanecieron cuarenta y ocho horas en el hotel Bristol. Acudió el médico, le recetó a Ignacio unas grageas y le ordenó que bebiera grandes cantidades de agua. "Una diarrea estival… Sin importancia. No coma nada hasta pasado mañana".
Ignacio tuvo uno de sus raptos de cólera. Se hubiera dado de cabeza contra la pared. Luna de miel, y diarrea estival… "Franco, danos grandes cantidades de agua!". Ana María le cuidó como si fuera un crío, como si fuera su primer hijo. Ni siquiera quiso ir al teatro o al cine. Le trajo periódicos y revistas. Los periódicos decían, en grandes titulares: "Franco en Toledo. Las campanas voltearon en su honor". Ignacio no oyó las campanas. Sería que ya le dolía la barriga… Ana María le trajo ' La Codorniz' y aquello -sobre todo, don Venerando- fue un bálsamo tan milagroso como el fungus.
* * *
Una vez repuesto se fueron a la Ciudad Universitaria, donde más o menos Ignacio calculaba que, de la mano de José Alvear, se había pasado a la "España Nacional". No dio con el lugar. Todo había cambiado. Ya no había trincheras, ni túneles, ni morteros. La Ciudad Universitaria empezaba a florecer. "Vámonos… Pero aquí me jugué el pellejo".
Visitaron también Segovia y Ávila y se volvieron a Gerona. El calor les había aplastado, aparte de que Ignacio notaba la resaca y que se había acabado el presupuesto. Les sobró para hacer el viaje de retorno en avión. Ninguno de los dos había volado jamás. Recordaron el comentario de Eloy: "Ahí va! España es un desierto…" Efectivamente, lo era. Harían falta muchos embalses para reverdecer aquello, para que la tierra diera sus frutos como en tiempo de los árabes. "Lo que ocurre es que, según Jaime, construyen embalses donde no llueve nunca". "Eso es una bobada", replicó Ana María.
En Gerona fueron recibidos como reyes, sin que nadie se enterara de la diarrea estival. La ratita articulada se paseó por el comedor del piso de la Rambla, ante el entusiasmo de Eloy y las carcajadas de Matías. Entretanto, Carmen Elgazu miraba fijamente a Ana María y pensaba para sí: "Sí, no hay duda. Ana María es ya una mujer".
LLEGARON DÍAS ACIAGOS para el general Sánchez Bravo, quien ante el mapamundi debía cambiar constantemente de sitio sus banderitas. Nebulosa le observaba en silencio y doña Cecilia, viendo tan serio su semblante, le preguntaba: "Ocurre algo malo?". Ocurría que en aquel verano de 1943 los generales alemanes se quedaron estupefactos al evaluar las fuerzas rusas, que calculaban en 513 divisiones de infantería, 41 divisiones de caballería, 209 brigadas mecanizadas o blindadas. Rusia se había desangrado terriblemente, y de ahí que Hitler considerara que estaba agotada; pero su capacidad de reacción era fabulosa. El propio Goebbels le confesó a Guderian que había que considerar que los rusos podían llegar a Berlín. "Nosotros debemos pensar en envenenar a nuestras mujeres y a nuestros hijos".
Читать дальше