La alegría les salía por los poros. Sabían cuál era la producción diaria de material bélico de los Estados Unidos: diríase que pretendían invadir el planeta Marte. "Creo que voy a pedir la nacionalidad americana -dijo Julio-. No hay ningún pueblo en la tierra que se les pueda comparar. Individualmente, son como cualquiera de los cuatro; pero, considerados en bloque, no tienen rival". La última "buena" noticia que les había llegado era que el conde Ciano había discutido violentamente con el Duce y que éste decidió enviarlo de embajador en la Santa Sede. "Al parecer, Ciano visitó a Hitler intentando convencerle de que abandonara el ataque a Rusia y concentrara todas sus fuerzas en Occidente, en el Mediterráneo; pero Hitler, indignado, lo mandó con la música a otra parte, música que resultó ser la embajada en el Vaticano".
– Sin la imaginación latina, ya me explicaréis -comentó Julio-. Los alemanes, por sí solos, son unos bárbaros.
Discutieron un poco sobre la discriminación racial en los Estados Unidos. "Una cosa es -terció Amparo- defender a distancia, desde Europa, los derechos de los negros, y otra cosa es convivir con ellos, tenerlos al lado, verlos cocinar, comer e ir al lavabo. Apestan, ésta es la palabra. Yo no les podría soportar… Por eso, Julio tuvo la delicadeza de ganar el dinero suficiente para poder estar en un hotel de lujo".
Olga refunfuñó. En nombre del socialismo, no lo veía claro. Pero se calló al oír que Julio decía:
– Amparo tiene razón.
No podía faltar una carta firmada por los cuatro y dirigida a los Alvear. Los cuatro sabían ya que Ignacio ejercía de abogado y que Mateo había regresado de Rusia con una herida "un poco grave". Un poco grave? Qué podía ser? Afectaría a algún órgano vital?
– Claro, claro… -sugirió David-. Una cosa es jugar con yugos y flechas y otra cosa es ponerse a tiro de los tanques soviéticos.
Julio intentó convencer a David para que ingresara en la masonería. "No corres ningún riesgo y las ventajas son innumerables, como personalmente he tenido ocasión de comprobar". David se negó. Quería conservar su independencia. Incluso a veces se arrepentía de haberse casado con Olga, porque ello le restaba un cincuenta por ciento de libertad individual.
– Cometes un error… -le dijo Julio, con un vaso de whisky en la mano-. Sabes quién está llevando las riendas y ganando esta guerra? Los masones. Hay que mirar siempre detrás del telón. No pienses que la ganan los militares, sino, desde un despacho, los masones -marcó una pausa-. De modo que los curas tenían razón…
Los cuatro salieron y se fueron a dar un paseo. Al llegar frente a la Casa Blanca, Julio se quitó el sombrero y murmuró: chapean… David y Olga levantaron el puño izquierdo y dijeron: "Salud".
* * *
José Alvear mantenía otro tipo de diálogo. Había abandonado París, aunque no a su hermosa Nati y se encontraba de nuevo en Perpiñán. En las cercanías de la capital francesa había hecho volar, junto con un grupo de selectos anarquistas, un convoy ferroviario alemán y un par de puentes estratégicos. Las SS no pudieron con él. Se escondía en lugares inverosímiles, como la tortuga Berta de Julio en el piso de éste en Gerona. Ahora preparaba un golpe de mano "en algún lugar del Pirineo español". No se trataba de declarar la guerra a Franco, pero sí de alertarle de que el enemigo no había muerto.
– Nuestro objetivo va a ser doble, y de acuerdo con nuestra psique, palabreja que gracias a Nati tampoco sé lo que significa… Vamos a penetrar en España por la zona de Banyuls-sur-mer y matar en Agullana al cura y a la guarnición de la guardia civil -Desplegó un papel y continuó-: Aquí están todos los detalles del golpe, que sin duda saldrá bien porque el barrigudo Gorki no intervendrá en él para nada…
El golpe salió regular. Doce hombres en total penetraron, en efecto, hasta el pueblo de Agullana y mataron por sorpresa al cura y a tres números de la guardia civil. Pero, como por encanto, en el acto los alrededores del pueblo se poblaron de tricornios y de algunos miembros de la brigadilla Diéguez que se encontraban concentrados en Figueras. También intervino el sustituto del coronel Triguero, es decir, el coronel Bermúdez. Bloquearon casi todos los pasos y sólo pudieron salvarse y regresar a Francia, José Alvear y dos de sus acompañantes. Los demás murieron en la refriega, excepto un tal Melitón, que cayó prisionero. El comisario Diéguez había dado la orden. "A ser posible, un prisionero vivo y coleando".
Antes de que don Eusebio Ferrándiz, el solitario jefe de policía que tantos escrúpulos sentía en el ejercicio de su profesión, se enterara con exactitud de lo que había sucedido, el comisario Diéguez había obrado ya por su cuenta. Sometió a Melitón a un despiadado interrogatorio en la comisaría de Figueras, pegándole con una porra de goma. Melitón, bajito y fibroso como un insecto, se mantenía en sus trece: fue un golpe de mano aislado, concebido por un piquete autónomo, cuyo cabecilla se llamaba José Alvear. Todos eran anarquistas, es decir, contrarios a cualquier régimen establecido. José Alvear les hablaba siempre de la "revolución universal" y debía de ser conocido en Gerona, donde tenía familia y donde estuvo poco antes de la guerra civil.
Melitón, exhausto y con los labios ensangrentados, no pudo pronunciar una palabra más. Se desmayó, se cayó redondo al suelo. Al verlo, el comisario Diéguez se sacó la pistola y la hizo voltear entre sus dedos. Su intención hubiera sido rematar al detenido, sin más. Pero acto seguido tuvo presente que aquello no era de su incumbencia. Sería un delito grave, de consecuencias imprevisibles para él. Decidió poner todo aquello en conocimiento de don Eusebio Ferrándiz, jefe de policía y del camarada Montaraz, quienes se personaron sin tardanza en Figueras para hacerse cargo de la situación.
Ambos felicitaron al comisario, que por una vez no llevaba el clavel blanco en la solapa. "Misión cumplida", dijo él, saludando. Se acordó dar sepultura en la propia Agullana al cura y a los tres guardia civiles, ya que trasladarlos a sus puestos de origen hubiese provocado demasiado revuelo entre la población. Los cuerpos de los ocho anarquistas muertos fueron enterrados en una fosa anexa al cementerio, previo registro que resultó inútil, puesto que no encontraron en ellos ningún papel, a no ser un retrato de mujer en el bolsillo del más joven. Se levantó acta de todo lo acontecido. Y en cuanto a Melitón, el detenido, fue trasladado a la cárcel de Gerona, a la enfermería, con la intención de sonsacarle algo más de lo que entonces había declarado.
El camarada Montaraz presidió los dos entierros y se sorprendió a sí mismo al no experimentar ninguna emoción especial. Por lo visto en la guerra y en la inmediata posguerra se había familiarizado con la muerte. En cambio, don Eusebio Ferrándiz, ante aquellos cuerpos yertos -de un lado y del otro-, no pudo menos que recordar el cadáver de su hija y preguntarse por qué en el mundo las cosas ocurrían así y no de otro modo.
De regreso a Gerona, con Melitón, maltrecho, en una furgoneta, contemplaron el precioso paisaje del Alto Ampurdán. La gran llanura entre el Pirineo y la Costa Brava. Mes de marzo. El cielo estaba despejado. El viento soplaba fuerte e inclinaba los cañaverales. Era el atardecer. Se veían campesinos volviendo a sus masías y pueblos, con aspecto relajado. Una vez más el camarada Montaraz lamentó no tener tiempo para salir de caza por ahí, por los montes, a través de los cuales se había infiltrado el comando anarquista.
En Gerona el detenido fue alojado en la enfermería de la cárcel, ante la curiosidad de los demás detenidos. Había conservado la boina! Debía de ser un amuleto para él. Fue llamado un capitán médico para que hiciera su diagnóstico. Magulladuras, ninguna grave. Entonces el camarada Montaraz dejó pasar veinticuatro horas, dándole a Mateo la orden de no publicar nada en Amanecer. Se alertó al general, quien encendió su cachimba y contempló el mapa de la provincia. "Agullana…", murmuró, y clavó una banderita. "A qué viene esto?", le preguntó doña Cecilia… "No me lo preguntes. Ojalá sea la última banderita que tenga que clavar".
Читать дальше