No tomé nota de aquel sueño, si finalmente se trató de eso, de un sueño, en la casa del editor, pero cada vez que lo evoco regresa a mi memoria con la minuciosidad con la que lo he descrito. Y no ha perdido, como sucede habitualmente con los sueños, intensidad alguna, no ha perdido brío, ni violencia, no ha perdido textura ni sabor. Está ahí siempre, en medio de mi vida, como una novela que espera ser escrita. Una vez, por cierto, se me apareció una novela. Digo que se me apareció una novela porque tuvo los ingredientes de una experiencia mística. Fue a las pocas horas de la incineración del cuerpo de mi madre.
Al regresar a casa, y como no pudiera dormir pese al cansancio, me senté en una butaca a meditar y entré al poco en un estado de vigilia atenuada, de ensueño, en medio del cual se manifestó una novela entera, desde la primera hasta la última línea. Y se trataba de una obra maestra a la que sólo tendría que dedicar, si decidiera escribirla, trabajo, pues el talento, la intensidad, el vigor, todo eso, lo ponía ella, la novela. Al salir del ensueño, me senté a la mesa, dispuesto a comenzarla, pero había perdido toda su sustancia. Me he culpado a menudo de esa pérdida, como si se hubiera producido por algo que hice mal. Pero ignoro qué pudo ser.
TERCERA PARTE . TÚ NO ERES INTERESANTE PARA MÍ
Y si el adulto soñaba con que se le aparecieran novelas, el niño soñaba con que se le apareciera Dios, lo que en principio no era tan difícil. Vivíamos en un mundo en el que Dios existía hora a hora, minuto a minuto. Rezábamos al comenzar las clases, al terminarlas; nos santiguábamos al atravesar la calle; besábamos las manos de los sacerdotes; orábamos al acostarnos, al levantarnos; al sentarnos a la mesa; al levantarnos de ella… Cada acto de nuestra vida era un sacrificio hecho a Dios, bien fuera para complacerle, bien para provocar su ira.
El infierno quedaba a la vuelta de la esquina, se podía ir dando un paseo, a veces bastaba tropezar en una piedra para caer en él. Si esa noche te habías masturbado y morías, ibas al infierno. Si habías chupado un caramelo antes de comulgar y morías, ibas al infierno. Si te atacaba en medio de la clase de Lengua un pensamiento impuro y morías, ibas al infierno… Era más fácil terminar en el infierno que en la prisión, pese al premonitorio «acabarás en la cárcel» de las madres de la época. Afortunadamente la confesión ponía el contador a cero.
La idea de la salvación (y la condena) contaminaría en el futuro cualquier actividad. Es probable que los conceptos de éxito y fracaso, entre nosotros, procedan aún de ese binomio. Dios era el dueño de nuestros días, de ahí que el año se ordenara de acuerdo a los sucesos más importantes de la vida de su hijo, que nacía durante las vacaciones de Navidad y fallecía en las de Semana Santa.
Los meses funcionaban, pues, a modo de capítulos de un relato cuyo argumento principal era la vida de Cristo. Si quitabas a Dios de la existencia, las vidas de los hombres se desagregaban como las cuentas de un collar desprovisto de su médula (en torno a lo irreal se articulaba lo real; siempre ha sido así). A mí me gustaban las Navidades, como a todos los niños, pero me interesaba la Cuaresma, ese tiempo litúrgico que iba desde el Miércoles de Ceniza hasta la Pascua de Resurrección, caracterizado por ser un período de penitencia durante el que reproducíamos el ayuno que observó Cristo en el desierto antes de dar comienzo a su ministerio. Curiosamente, yo sólo doy valor a lo que escribo en ayunas. Me levanto pronto, sobre las seis de la mañana, y me siento a la mesa de trabajo sin tomar nada hasta las nueve. Considero como mío, y para mí, lo que escribo durante ese tiempo. Lo que escribo después del desayuno está contaminado por las miserias laborales, por el imperativo de ganarse la vida. Mis novelas, así como los trabajos periodísticos que más aprecio, están escritos entre las seis y las nueve de la mañana. El ayuno.
Y bien, Dios estaba ahí todo el tiempo para lo bueno y para lo malo, generalmente para lo malo, porque se trataba de un Dios colérico, violento, castigador, fanático. Dios era un fanático de sí porque vivía entregado a su causa de un modo desmedido, como si en lo más íntimo desconfiara de la legitimidad de sus planes o de sus posibilidades de éxito. Podríamos decir que era un nacionalista de sí mismo. Tenía otras caras, pero ésta dominaba sobre las demás. Lo raro para un pensamiento ingenuo como el nuestro era que lograba estar sin estar, pues se manifestaba a través de su ausencia, que lo llenaba todo. Por eso soñábamos con que se nos apareciera, con que se hiciera evidente, palpable. Soñábamos con un milagro.
El curso siguiente al fallecimiento del Vitaminas, por alguna razón que no recuerdo, fuimos mi madre y yo solos a que nos pusieran la ceniza. El Miércoles de Ceniza era un día normal, lectivo, por lo que lo único que se me ocurre es que yo estuviera lo suficientemente enfermo como para no ir a clase, aunque no tanto como para no ir a la iglesia. Salimos de casa a primera hora de la mañana. Yo iba de la mano de ella, de la mano de mi madre, que envolvía la mía con la sutileza con la que un papel de regalo envuelve un obsequio (¿era yo su obsequio?). Mi madre era alta y tenía el cuerpo lleno de formas, creo que era muy guapa, muy llamativa. Llevaba un chaquetón negro que debió de durarle muchos años, pues se lo he visto en fotografías de distintas épocas. En la parroquia, situada a dos o tres calles de la nuestra, había más gente que había acudido a recibir las cenizas, de modo que tuvimos que hacer cola. Cuando llegó mi turno, que aguardé temblando de emoción, el cura, más que ponerme las cenizas, me las imprimió: tal fue la violencia con la que dibujó la cruz sobre mi frente. De vuelta a mi banco, no me atrevía a mover la cabeza por miedo a que se me cayeran, pues mi idea era conservarlas al menos hasta que mis hermanos regresaran del colegio, para presumir de ellas. Y no es que a ellos no se las hubieran puesto, sino que en mí, eso creía yo, poseían un significado especial, como la cicatriz en un héroe. Recuerda, hombre, que eres polvo y que en polvo te has de convertir. Constituía un alivio saber que la vida no era más que un paréntesis. Un alivio terrorífico.
Cenizas.
Ya he dicho que detrás de mi escritorio, en un pequeño armario donde guardo las agendas y los cuadernos usados, se encuentran también desde hace algún tiempo las cenizas de mi madre. Y las de mi padre. Las recuperé con el objetivo de llevarlas a Valencia y arrojarlas al mar, tal como deseaban, de modo que hace un par de semanas, coincidiendo casualmente (¿casualmente?) con los primeros días de la Cuaresma, acepté dar una conferencia en un centro cultural valenciano que venía pidiéndomelo desde hacía un par de temporadas. Aprovecharía el viaje para desprenderme de las cenizas cuya posesión comenzaba a pesarme.
Para este tipo de desplazamientos de un día o dos suelo llevar una maleta pequeña, de las que no hay que facturar, en la que caben el ordenador, una muda y poco más. Pensé ocupar el sitio del «poco más» con las cenizas de mis padres. Pero las urnas abultaban demasiado, de modo que el día anterior a mi partida, en un momento en el que me encontraba solo en casa, las abrí muerto de miedo, sin saber con qué tropezaría allí dentro después de tantos años. Comprobé con alivio que las cenizas se encontraban a su vez dentro de una bolsa de plástico que me dispuse a extraer de las vasijas.
Empecé con las de mi madre, pero la boca de la urna era más estrecha que el cuerpo de la bolsa, por lo que se resistía a salir. La vasija tenía además un borde afilado que acabó haciendo un corte en el plástico. Parte de las cenizas se derramaron sobre la mesa, junto al ordenador. Traté de imaginar, sudando de angustia, qué les diría a mi mujer o a mis hijos si en ese momento aparecieran.
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