Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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Bajé del taxi transformado y recorrí mi calle, desde el principio al fin, en estado de trance. Ya no era la misma, desde luego. Todas las casas bajas de mi infancia habían sido sustituidas por edificios de seis y siete pisos. Pero yo era capaz de ver los fantasmas de las viviendas antiguas y de sus moradores dibujados sobre aquellas fachadas. Vi a mi padre, en el taller, inclinado sobre un filete de vaca en el que hacía cortes con su bisturí eléctrico; vi a Luz con los ojos tapados por una venda negra practicando el método ciego (¡el método ciego!) frente a la máquina de escribir, en la academia; vi a mi madre desenroscando con avaricia el tapón de un frasco de ansiolíticos; vi al Vitaminas, con su bicicleta al lado, fabricando un nuevo ojo de Dios, una nueva mirada con la que contemplarse a sí mismo; vi a su hermana flotando entre los edificios, dentro de su falda de tablas, como una aparición; vi las tardes muertas de mi adolescencia, las tardes muertas, nunca se ha dicho eso de las mañanas, ni de las noches, pues sólo la tarde, de entre todos los momentos del día, es mortal: al caer la tarde, se dice, al morir el día, que es la muerte también de la tarde. Las tardes muertas, con la perspectiva que da el tiempo, resultaron ser las más vivas de mi existencia. Ellas, para bien o para mal, me hicieron; de aquellas tardes por las que deambulé ocioso, como un fantasma, nací. Y pensé, en fin, en el Barrio de los Muertos que demostraba que la muerte no era más que un desplazamiento dentro de la vida… Pero lo que vi, sobre todo, fueron las conexiones invisibles que unían todo aquello, y eran tan sólidas, las conexiones, que en la realidad profunda todo era una manifestación de lo mismo. Aquella variedad, paradójicamente, estaba al servicio de la unidad, pues sólo había una cosa, mi calle, es decir, la Calle, o sea, el mundo, el mundo, del que Luz y yo éramos meros desplazamientos, meros lugares. Luz y yo y la hermana del Vitaminas y el Vitaminas muerto éramos lo mismo.

La revelación me convirtió durante unos instantes en el tipo más religioso del mundo (religión, como se ha dicho tantas veces, viene de religare, que significa unir). Pero de repente apareció en el cuerpo de la euforia, de la fiebre, una grieta, es decir, una pregunta: ¿Y si lo veía todo así porque había salido a la realidad por una puerta falsa (la de los vecinos de mi anfitrión), en vez de por la verdadera? Era lo que me había ocurrido cuando salí a la calle por el respiradero del sótano del Vitaminas. De hecho, la visión desapareció cuando regresé a él por el mismo lugar. ¿Sucedería lo mismo si deshiciera ahora lo andado, si entrara en la casa de los vecinos del editor y desde ella alcanzara la terraza y desde la terraza la vivienda de mi anfitrión para regresar a la calle por el lugar correcto? ¿Desaparecerían la fiebre, el aura, la relevancia de las cosas? ¿El mundo regresaría a la opacidad propia de las tardes de los domingos?

Decidido a comprobar la resistencia de aquellos materiales, tomé otro taxi para desandar lo andado y regresar a la realidad por la puerta verdadera. No sabía de qué modo lograría entrar de nuevo en la vivienda de los vecinos del editor y saltar otra vez de una terraza a otra, pero supuse que una vez allí se me ocurriría algo.

Con esta confianza entré en el edificio y me introduje en el ascensor de madera y cristal que me condujo al sexto piso. He aquí que al abandonar el ascensor observé que la puerta de los vecinos se encontraba entreabierta. Asomé la cabeza y vi el salón y el pasillo llenos de gente, formando corros en los que se debatía, con seriedad, algún asunto grave. Como mi presencia no resultaba extraña, entré, me confundí con uno de los grupos y comprendí en seguida que había muerto alguien. Por el flujo de las personas, deduje que la capilla ardiente se encontraba al final del pasillo, a la derecha, en la habitación que yo había tomado por un cuarto de estar en mi primer asalto y que resultó ser un dormitorio muy amplio, casi un estudio, en cuya cama descansaba un joven con bigote frente a cuyo cuerpo fingí meditar unos instantes. Si el bigote me llamó la atención, fue porque parecía postizo, aunque entonces no pensé en ello. Di un par de veces el pésame y luego regresé al pasillo, desde donde me incorporé al salón. En la terraza había gente también, pero deduje, dado el estado de recogimiento general, que no me sería difícil buscar el momento adecuado para saltar a la casa de al lado.

Inclinado sobre la barandilla, junto al muro que separaba las dos viviendas, y fingiendo que contemplaba la calle, me asomé a la casa del editor y comprobé que aunque había gente en el salón, los invitados no habían empezado a ocupar aún la terraza. Debido a una rareza inexplicable, parecía que la fiesta acabara de empezar, como si se me estuviera concediendo una segunda oportunidad para afrontarla. Pasar de un lado a otro no era más que un problema de oportunidad y decisión. Pensé en mí en términos de insecto. Imaginé que era una mosca. ¿Quién, en un velatorio o una fiesta, presta atención a una mosca? Entonces, con movimientos animales, tras comprobar que nadie me miraba por este lado ni por el otro, salté. Resultó asombrosamente fácil, pero todo era así de fácil con aquellas décimas de fiebre o de euforia en las que vivía instalado.

A los dos o tres segundos de encontrarme en el territorio del editor, salió a la terraza un grupo de cuatro o cinco personas a las que saludé, pues conocía a todas, aunque no tenía confianza con ninguna. Discutían con pasión acerca de una película que uno calificaba de obra maestra y los demás de basura. En un momento determinado me pasaron un porro al que di una calada. No era hachís, sino marihuana, y muy buena, porque bastó esa calada para hacerme flotar. Me pareció que nadie se daba cuenta de que me había levantado unos centímetros del suelo, lo que me hizo gracia y me reí. Todos me miraron, creo que con gesto de censura, pero yo puse una expresión como de qué queréis que os diga y continuaron con lo suyo.

La segunda calada reforzó la sensación de estar levitando. Entonces, un sexto sentido me advirtió de que debía retirarme de aquel grupo en el que no había caído bien. Comencé a caminar en dirección al salón con alguna dificultad, habida cuenta de que no tocaba el suelo. Por mucha voluntad que pusiera, mis pies se quedaban siempre a tres o cuatro centímetros del piso, como si hubiera un colchón invisible entre éste y aquéllos, lo que me obligaba a caminar haciendo un poco de equilibrio. Me iba riendo solo por la situación, pensando en el muerto con bigote de la casa de al lado… Nunca había visto un muerto con bigote. Fue entonces cuando me vino a la cabeza la idea de que quizá el bigote fuera falso. Y comprendí también que la incomodidad que había sentido frente al cadáver procedía del sentimiento, que verbalicé con retraso, de que el muerto era en realidad una mujer, una mujer a la que habían travestido con aquel postizo.

Rumiando la sorpresa, me senté en una especie de taburete que había frente al sofá, fingiendo que me incorporaba a una conversación cuya voz cantante llevaba el editor, que al reparar en mí dijo que no me había visto llegar.

– Es que he entrado por la terraza -respondí con naturalidad y todos se rieron.

Comprendí en seguida que hablaban de un jamón excelente que había en la cocina y del que uno se podía servir a su gusto. Nuestro anfitrión estaba explicando que lo había comprado por correo. En realidad, había comprado el cerdo entero, pero se lo enviaban por partes que describía con una minuciosidad un poco agobiante:

– Entre junio y julio -decía- me envían cuatro piezas de chorizo, cuatro de salchichón, un lomito, una panceta, una morcilla grande y una sobrasada. En octubre, dos chorizos culares curados en tripa natural, dos salchichones culares curados en tripa natural también, y un primer lomo. En diciembre, un segundo lomo, otro chorizo cular curado en tripa natural, un salchichón cular curado en tripa natural, un segundo lomito y un morcón extra en ciego natural…

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