Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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Ella me vio casi en seguida, mientras hacía cola ante el mostrador. No era difícil que llamara su atención porque yo, que ya no disimulaba, la contemplaba sin recato. El tiempo volvía a ser soleado y Sybil había escogido por primera vez desde que la conocía una falda, lo que me permitía acceder al secreto hasta entonces bien guardado de sus piernas. Otro cambio que suscitaba mi interés era la sustitución de la blusa por un suéter de hechura ajustada que marcaba sus formas sucintas. Mi admiración, descarada y persistente, no parecía ofenderla. Mientras esperaba a que la sirvieran, y después, ya sentada a la mesa, siguió hablando con sus compañeros como si nada la estorbase, aunque tampoco afectó no haberse dado cuenta de que yo estaba allí. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban y Sybil no retiraba la suya inmediatamente, sino cuando la conversación de su mesa la reclamaba de nuevo, sin brusquedad. Pronto comprobé, por cómo se fijaba en la cubierta, que también había averiguado el título del libro que yo leía.

Como el día anterior, era el hombre quien llevaba el peso de la plática, pero en esta ocasión, a diferencia de la víspera, yo podía escucharle.

– Y entonces -relataba, con suficiencia-, pongo en marcha el contestador y allí me aparece otra vez el muy capullo, soltando un discurso interminable sobre lo interesados que están en mí y sobre cómo debo insistirles en mi magnífica cualificación. Tendríais que escucharle, empalmando de cualquier manera conceptos que obviamente ignora y que debe haber oído a sus clientes cuando le explicaron el perfil del puesto.

– Los cazatalentos no saben nada, por definición -apuntó Sybil, con sorna-. Si supieran algo los cazarían a ellos.

– Pero lo mejor viene al final, quiero decir al final de la cinta, porque si no se hubiera terminado no habría parado todavía. Cuando el tipo ve que ya no tiene nada más que decir, empieza a largarme consignas, a cual más delirante. No os imagináis. Ve por ellos, tigre. Y cosas por el estilo.

– Le tienes entusiasmado, muchacho -constató Sybil, zumbona-. El empleo es tuyo.

– No es él quien tiene que entusiasmarse.

– No te preocupes -intervino la iraní, que hablaba un inglés lento y aterciopelado-. Estoy segura de que los otros se entusiasmarán igual cuando te vean. Ya me extrañaría que hubiera otro candidato tan brillante.

– ¿Por qué me suena como si te burlaras? -se revolvió el hombre, súbitamente susceptible.

La iraní le observó con insolencia.

– Tú sabrás -dijo.

– Vamos, Dalia, no le pinches -medió Sybil-. También tú estarías nerviosa si tuvieras una entrevista tan importante esta tarde.

– Estoy nerviosa. Como no ande listo esta tarde, tendremos que seguir soportando nosotras su ilimitado amor a sí mismo.

– ¿A qué viene eso? -se revolvió el hombre, irritado-. No sospechaba que la envidia te pudiera volver tan mezquina.

– Nunca podría tenerte envidia, Pete, ni aunque me esforzara. Aunque no me exhibo tanto como tú, sé hacer todo lo que tú sabes hacer y muchas otras cosas con las que ni siquiera has soñado todavía. Dentro de algunos años comprenderás a qué me refiero, quizá.

– Muchas veces se me ocurre que deberían revisarse profundamente las leyes de inmigración de este país -opinó Pete, con rencor-. Sin ir más lejos, habría sido interesante que no consideraran que tu padre era un perseguido político. Habría podido verse si eras igual de presuntuosa debajo de un velo y haciendo sólo lo que te mandaran.

– Una reflexión inteligente -asintió Dalia-. Propia del americano medio. Quizá por eso vuestras autoridades se preocupan de que entre algún aire fresco de fuera de vez en cuando.

– Ya está bien, ¿no os parece? -se interpuso Sybil, con firmeza. Durante el combate que habían sostenido los otros dos se había quedado en segundo plano, observándome. Habríase dicho que se complacía en poseer la clave de aquella enemistad y en ostentar ese conocimiento ante mí, que carecía de él y asistía a la refriega sin acabar de entender lo que estaba sucediendo. Sus compañeros adquirían así una condición puramente instrumental, como si sólo fueran juguetes cuyo funcionamiento me mostraba para distraerme. Era por dejar bien claro su ascendiente sobre ellos, supuse, por lo que interrumpía ahora la disputa.

– Un caso notable, tu cazatalentos -se dirigió a Pete, reanudando sin más la conversación en el punto donde había quedado antes del incidente-. Siempre me ha llamado la atención que haya personas que dependan tanto de lo que hacen otras personas, como tu amigo, o los representantes, o los entrenadores de gimnastas. Debe ser horrible que tu suerte se juegue siempre con dados que no están tus manos.

– No creo que ellos piensen eso, y en algún caso es posible que no anden descaminados -sugirió Dalia, no sin intención.

– Siempre se acaba perdiendo el control -la rebatió Sybil-. Por eso me resulta incomprensible que algunos pongan tanto interés en las vidas ajenas.

Ni Pete ni Dalia replicaron, pero no era a ellos a quienes Sybil destinaba su juicio. Mientras lo formulaba mantuvo el rostro vuelto hacia donde yo estaba, y en sus facciones no había emoción alguna, sólo una sonrisa quieta y desafiante. Como la víspera, en el vagón de metro detenido en la estación de Times Square, su aplomo me desconcertó. Sin otro recurso, me aferré al libro que alzaba como una barricada entre ambos, olvidando que era por ella por quien las aventuras de Meaulnes ocupaban mis manos y que levantarlas de esa forma podía interpretarse como un signo de flaqueza.

Tal vez por eso aquella misma tarde, cuando salió de la oficina, caí en la ignominia de volver a seguirla como la tarde anterior, clandestinamente. Iba otra vez con Dalia, pero en esta ocasión, en vez de remontar West Broadway, fueron a coger el metro en Wall Street. Desde el vagón contiguo, al que subí para mayor seguridad, las vi abandonar el tren en la estación de Bleecker Street, en el borde occidental del East Village. Aguanté hasta poco antes de que las puertas se cerraran y fui tras ellas hasta lo que resultó ser su destino: el Fez, una especie de cafetín árabe en Lafayette Street. Cuando desaparecieron dentro de él, me detuve un instante a ordenar mis ideas. En realidad, habría preferido que Sybil estuviera sola, pero también había que considerar que un lugar como aquél no dejaba de ofrecer sus ventajas. Entre otras, la oscuridad que preví desde fuera y corroboré al entrar en la especie de trastienda donde se hallaba el cafetín propiamente dicho. No había ventanas, sólo una imitación a base de cortinas, falsos huecos y alféizares fingidos en las paredes. Los clientes se repartían en mesas exiguas, apenas aptas para acoger a un par de personas cada una. Sybil y Dalia habían conseguido una de aquellas mesas y justo cuando yo llegué estaba desocupándose otra. Aproveché para pedir con rapidez una cerveza y preguntarle a la escéptica camarera (las camareras son a menudo escépticas, en Nueva York como en otros lugares):

– ¿Han pagado en aquella mesa?

– Todavía no -dijo la camarera, con tono aburrido.

– Cóbrelo todo de aquí -y le tendí cincuenta dólares.

– Claro -aprobó, sin cambiar de entonación.

Me senté en el sitio que había quedado vacío. Para entonces Sybil ya se había percatado de mi entrada y volvía a haber en su semblante la misma sonrisa impávida del mediodía. Dalia hablaba y ella hacía como si atendiera, aunque resultaba ostensible que su mente no estaba en lo que la otra pudiera decirle. De pronto, el que ella me vigilase como yo la vigilaba a ella me alarmó. Por primera vez se me ocurrió que podía pasar que se cansase o se asustara, reacciones ambas de todo punto justificables ante mi estrafalario comportamiento, y organizara un escándalo o avisara a la policía. Era lo que cualquiera habría debido prever, y sin embargo nada en su actitud auguraba una salida de ese cariz. Más bien se mantenía a la espera, como si me estuviera sometiendo a una especie de prueba que sólo podía reputarse temeraria. Ninguna mujer juiciosa de Nueva York se habría arriesgado a descubrir cuando fuera demasiado tarde lo que podía pretender un desconocido que demostraba una afición tan extraña y pertinaz por su persona y costumbres.

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