Luis Gasulla - Culminacion De Montoya

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Culminacion De Montoya: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 1974
"Culminación de Montoya", Premio Eugenio Nadal 1974, posee -dentro de una concepción clásica-un valor universal y permanente por el drama humano en que se inspira y una visión trágica de la existencia, presidida por la más inexorable fatalidad. El héroe mítico -héroe al revés, al decir del autor- es el coronel Montoya, aristócrata de raza y militar profesional, descendiente de una vieja estirpe de conquistadores, quien al no encontrar una empresa heroica en la que volcar su coraje, ha consagrado todas sus energías en su propia destrucción, hasta ser degradado y expulsado del ejército. Su voluntaria condena le lleva a un confinamiento en los remotos bosques del Sur en busca de un infierno donde purgar la muerte de su hijo y el suicidio de su mujer, de los que se cree responsable. Torturado por el venenoso resentimiento de un viejo asistente, simbólica encarnación de sus demonios familiares, arrastrado por el instinto de autodestrucción, Montoya encuentra en el generoso sacrificio de su vida una posible redención. La atención del lector se mantiene en suspenso dentro de un ambiente fascinante y angustioso.

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– No, coronel; no es un tigre sino su alma, a la que usted se empeña en ignorar-dijo el doctor suavemente-. Como médico debiera preferentemente ocuparme de los males del cuerpo, pero he aprendido, y en ello consiste quizá toda mi escasa sabiduría, que únicamente la salud del alma y la grandeza del espíritu, o su conflicto, justifican nuestro paso por la vida… Inquiera en su alma, Montoya, y tendrá, tarde o temprano, la respuesta que necesita… Casi nunca acertamos con los fríos ojos de la razón, sino con los velados del alma. No importa que lo que realice sea grande o pequeño; al fin hará lo debido, estoy seguro, y entonces terminará su peregrinaje.

– No fui preparado sino para lo concreto y visible, doctor.

– Se equivoca; un día se encontrará a sí mismo.

– Doctor: ¿me cree usted responsable de la muerte de mi hijo?

– Sí, lamento decírselo.

– ¿Ve usted? ¿Con qué dialéctica destruyo ese hecho? ¿Cómo razonar entonces?

Se despidieron poco después y Montoya, ajeno y desatendido del laborioso quehacer de los pobladores de la colonia, que reflejaba en el lago adusto y salobre la llamarada verde de los álamos, tuvo tiempo para pensar en su vago proyecto de viaje. En realidad no recordaba exactamente el momento ni el motivo de su decisión. Mientras escuchaba el veredicto de su proceso sólo sentía curiosidad; después nació en él la necesidad de partir… ¡irse! Pero, ¿adonde?

Buscaba una respuesta adecuada cuando golpearon a su puerta. Olvidando su prevención fue a abrir. Antes de que pudiera reaccionar el Agrónomo estaba dentro. Resultaba difícil eludir a esta figura resbaladiza. No mal parecido, rubión, ojos de pez, cabellos lacios e impregnados de una permanente humedad, labios gruesos y un cuerpo grande, cubierto con un traje arrugado, la camisa sucia y la corbata corrida. Se adivinaba la carne fofa, los músculos blandos. Montoya, infatigable consumidor de whisky, recibía el alcohol como el roble recibe la savia; el Agrónomo, árbol decrépito, con mucho menos se pudría de pie.

– ¿Qué se le ofrece? -preguntó Montoya, ignorando la mano extendida del otro.

– ¡Coronel!…, ¿no me reconoce? El año pasado anduve en comisión con usted por el Oeste, por la frontera… -parecía asombrado del olvido.

– Ya lo sé -dijo el coronel-. Pero supongo que no habrá venido solamente para recordarme eso.

El Agrónomo comenzó a afirmarse. Sus ojillos enrojecidos dejaron de girar atemorizados.

– Claro que no, coronel… Otra cosa me trae, esta mañana supe de su llegada y en seguida me dije: “¿Por qué no verlo a él?»

– Bueno, ¿por qué? -quiso saber Montoya, impacientándose.

El Agrónomo se armó de coraje.

– Coronel -dijo, aspirando rápidamente-: ¿ha visto a mi mujer en Comodoro?

El coronel Montoya se había sentado en la cama; al oír la pregunta lo miró adustamente. «¿Qué pretendía aquel individuo? ¿Ignoraba acaso que el nombre de Elisa, asociado al de cualquier hombre, incluía un cuarto para dos, o menos todavía?» Sin embargo, no dudó demasiado.

– Sí, la he visto; si le parece mejor, ella me descubrió primero…, se acostó conmigo.

El Agrónomo dejó caer la cara y se pasó una mano sudorosa por la frente.

– Me lo suponía, coronel… Usted u otro -murmuró mientras se sentaba en la única silla de la pieza. La incipiente embriaguez lo disgregaba-. Ella, Elisa, no siempre fue así; pero en cambio siempre fue muy linda -parecía rememorar, apresar un recuerdo algo impreciso-. Sabe usted lo linda que es, ¿verdad? Ese cuerpo suyo, sus caderas arqueadas, sus senos redondos, sus labios, ¡cómo besan sus labios, Dios mío!

– ¡No sea asqueroso! -estalló el coronel y se detuvo con lástima.

– Asqueroso… ¿por qué? ¿Encuentra asqueroso acostarse con ella acaso?

El individuo temblaba. Un curioso temblor que lo recorría enteramente. Parecía encontrarse al borde de una crisis nerviosa, mientras allí, sentado, se miraba las manos que acompasaban el temblor general de su cuerpo. Las observaba, las recorría con una sonrisa extraña, como si se burlara de sí mismo, de lo que había dicho o de los pensamientos por estallar. Luego, sin dejar de mirarse las manos, igual que si hablara para ellas, continuó con voz suave:

– No me insulte, coronel; no hace falta. A pesar de todo, de todas las porquerías que ella consuma con usted o con cualquiera, es a mí a quien quiere y yo le correspondo. Es difícil que lo entienda. Casi en seguida de estar casados, comprendí que eso iba a ocurrir una y otra vez. La cuestión a resolver era, ¿cuántas veces?… ¿cuánto tiempo? Su furor se ha ido agravando, pero vuelve siempre a mí y entonces se muestra dulce, paciente, y pronto, desconociendo la injuria, se une a mí como jamás podrá hacerlo con nadie. Ocurre siempre así, hasta que de nuevo todo recomienza. Sé que no debiera alejarme de su lado, pero el trabajo me lleva de una a otra parte. Además, físicamente termino agotado, mientras los lobos se deslizan alrededor esperando su turno. ¿Comprende?… Despedaza con ellos su cuerpo, pero sólo yo soy el dueño de su alma, sólo en mí confía y yo no tengo miedo ni vergüenza de reclamarla de nuevo. También es verdad que ahora necesito su ayuda. Elisa pretende olvidar los buenos momentos, quiere hundirse en lo que no dura; usted es fuerte y a usted habrá de obedecerle. Tráigamela, coronel, por favor. Nos iremos a Esquel, no me verá más. A usted le satisface una hora; para mí es un seguro en la eternidad.

El coronel escuchaba pero no oía: vagamente percibía el rostro demudado y los labios a los que el bigote escaso desdibujaban, moviéndose imperceptiblemente. La voz parecía venir de otra parte, no de aquellos labios sin color. Creíase ubicado en otra dimensión, donde no lo alcanzaban el dolor, ni el bochorno, ni las carcajadas. Como si las palabras del otro, el espectáculo que ofrecía, provocaran en él la catarsis que su profesor de griego se complacía en desmenuzar. Hasta que su propia situación sin salida, ni siquiera por el camino de la confesión, concluyó por arrastrarlo a una cólera sorda y creciente.

– ¿Por qué me elige precisamente a mí? -replicó airado-. Me pide ayuda: ¿qué ayuda?… Me pregunta si encuentro asqueroso acostarme con su mujer; claro que sí. Usted, ella y todos los débiles de su calaña me asquean. Viven pidiendo ayuda, aferrándose a los demás; enfréntese usted con su problema; ¡mátela o mátese usted si es preciso!…

– ¿Y el amor, coronel?…, ¿usted nunca ha querido a nadie? -el Agrónomo hizo la pregunta sin dejar de recorrerse las manos con sus ojos turbios.

De dónde sacaba fuerzas para continuar era imposible conjeturarlo, pero su sonrisa desvaída resultaba casi triunfal. No suponía cuán duramente había tocado la herida secreta del coronel Montoya.

– El amor…, imbécil; usted no sabe siquiera qué cosa es el amor del que habla. Usted, y todos los bichos como usted, piden, piden siempre; a la mujer amor, a los otros compasión, ayuda, solidaridad. ¿Le gusta arrastrarse?, ¡pues hágalo y déjeme a mí en paz! ¿Le pido acaso a usted ayuda? No…

– Tal vez la necesite, coronel. Acaso necesite también un poco de amor. No importa -dijo el Agrónomo, levantándose pesadamente-, buscaré a Elisa sin su ayuda; ella tiene corazón y volverá conmigo. Ahora veo claro en usted; cada cual que lleve su carga, ¿verdad?; y todo lo demás, la cruz para unos pocos -de pronto el individuo pareció revestirse de una vaga dignidad-. Gracias lo mismo, amigo…

El coronel abrió la puerta y empujó a través de ella al Agrónomo. El hombre trastabilló, se adosó a la pared del pasillo y apretó los puños.

– Nunca he sido su amigo… ¡Váyase antes que le estropee esa cara de idiota!

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