María no lo supo entonces. Tal vez hubiera recibido la confidencia esa misma noche, bajo la bóveda estrellada, pero el coronel Montoya, fulminado por la fiebre, se estremecía en su lecho.
En el primer momento María se sintió abrumada. El estado del coronel era decididamente grave. Por la madrugada, mientras se revolvía inquieta en su cama improvisada, escuchó los pasos del Siútico y los gemidos del enfermo. Cuando entró, el asistente había encendido un farol y andaba buscando un sitio adecuado para colocarlo.
– ¿Qué le pasa a don Luciano?
El Siútico gruñó una respuesta sin volverse.
– ¿Cómo quiere que lo sepa? Yo no soy médico…; además, nunca lo he visto enfermo.
La frente del coronel ardía. Gruesas gotas de sudor le corrían por la cara barbuda y se perdían en su cuello. Al gemir contraía los labios, mostrando los dientes hasta la encía. María tomó un pañuelo y le secó la frente. El enfermo sintió la mano y entreabrió los ojos con expresión ausente.
– ¿Qué pasa…, qué pasa? -musitó, cayendo de nuevo en un sopor sin fronteras.
– Tráigame agua, ¿quiere? -pidió ella al hombre de pie a su costado.
Sin hacer comentarios el Siútico se volvió hacia la puerta.
María recordó que en su bolso guardaba algunos calmantes que había comprado para ella en Bariloche y fue a buscarlos. Jorgelina también estaba despierta. En la semipenumbra esperaba inquieta.
– Podes vestirte si querés -dijo María-; don Luciano está enfermo y necesito ayuda.
El Siútico regresó con un balde de agua helada. María lavó la cara de Montoya y le aplicó compresas húmedas sobre la frente. El contacto refrescante del paño pareció atenuar la fiebre. Respiraba ahora un poco más rítmicamente.
– ¿Qué le está dando? -quiso saber el Siútico viendo a María romper la envoltura de los sedativos.
– Aspirinas -repuso ella-, es lo único que tengo. Ayúdeme a levantarle la cabeza…, así.
No era fácil hacerle tragar al coronel las pastillas ni el agua, pero al fin lo consiguió.
– Apenas amanezca tendrá que ir al pueblo y traer medicinas… Busque a un médico, si hay, y trate de que venga… El señor está sintiendo la fuerza de los golpes y los enfriamientos…, puede hasta estar lastimado por dentro…, he oído de casos parecidos. Explíquele eso al doctor, pero vuelva pronto…
María dejaba caer las palabras en voz baja, lenta, pero firme. Obligada a tomar decisiones, el instinto la guiaba a través de su ignorancia. Las horas transcurrieron después en silencio, un silencio pesado de tiempo detenido que los quejidos del enfermo puntuaban sordamente.
Afuera amanecía y comenzaba a levantarse una niebla húmeda y fría. El Siútico se desperezó.
– Voy a aprontar la camioneta -advirtió- Necesito dinero…, estas cosas cuestan caro y yo no tengo un peso.
De golpe apreció María la magnitud del problema. Ahora no estaba el coronel Montoya en condiciones de resolver y ordenar. Pensó en el poco dinero sobrante de sus compras y que el coronel se había negado a recibirle.
«Acostúmbrese a manejarlo, es suyo -solía responderle él ante su insistencia-. No hará la felicidad, pero es mejor tenerlo a mano.»
Con aprensión y hasta vergüenza empezó a revisar las ropas del coronel y entre sus escasos efectos. Allí no había nada. Jorgelina seguía sus movimientos con los ojos. Pasó sus manos bajo la almohada. Tampoco. Al inclinarse, Montoya movió la cabeza, pareció mirarla un instante y murmurar algo. María retrocedió.
– Me parece como si lo estuviera robando -dijo para ocultar su turbación.
– No seas tonta -rezongó su hermana-. Sin plata «ese mono» no va a ir a ninguna parte. Don Luciano duerme vestido, fíjate en su ropa…
Venciendo su resistencia interior María levantó las mantas. La gruesa camisa estaba empapada. Al tocar la cintura palpó el cinturón secreto. Lo llevaba pegado al cuerpo y las dos mujeres debieron realizar grandes esfuerzos para mover el pesado cuerpo, desprender las hebillas de metal y deslizar el cinturón por debajo de la cintura.
Se trataba de una prenda confeccionada especialmente. El cuero fino pero fuerte, escondía una serie de bolsillos cerrados. Al abrir el primero, María tuvo entre sus manos más dinero del que había contemplado en su vida. Jorgelina suspiró admirada. Junto con el cinturón, al costado de su cuerpo, Montoya ocultaba una pistola pavonada metida en una pistolera del mismo material que la faja.
María contó rápidamente algunos billetes de cien pesos y volvió a guardar aquel ignorado tesoro en su sitio. Después introdujo la cartuchera y el cinturón bajo la almohada. Apenas había concluido cuando entró el Siútico.
– Estoy listo… ¿Tiene la plata?
– Tome -dijo María, alargándole cinco billetes de cien-, creo que alcanzarán.
– ¿De dónde los sacó? -preguntó el hombre, mirando intrigado alternativamente a los billetes y a María.
– Me los dio el señor -musitó María, mintiendo sin comprender muy claramente por qué lo hacía-. No ahora sino antes…, por si pasaba algo. Ya ve, llegó la ocasión de usarlos.
El Siútico sonrió ponzoñosamente.
– Será así…, si usted lo dice. Bueno, me voy al pueblo. El viaje es largo, no espere que vuelva en seguida. Necesito nafta, además…
– Bien -urgió María-; apúrese, por favor…
Algunos minutos después escucharon el ronquido del motor. El sonido llenó la mañana, se coló en los oídos de María como un eco esperanzado y resonaba todavía cuando ya el vehículo se encontraba demasiado lejos para ser oído.
«Estoy aquí, señora, todavía estoy aquí; ¿comprende? El está enfermo… lo muerde la fiebre como miles de hormigas, atormentándolo. Pero todo comienza de nuevo. Estoy cansado. Ahora quiere volver a ser… Lo adivino, ¿ser qué?, ¡oh, luto infernal, si pudiera comprender! Veo nacer en él una nueva voluntad. Ya no está solo. Porque yo soy una sombra. Yo no cuento para nada. Me deslizo a su lado…, observo, callo… ¡Ah, señora, qué tarea ha caído sobre mis hombros! No tengo valor para pensar en la otra presencia, me parece que usted, desde allá arriba, recibirá mi pensamiento y su grito quebrará la tierra como un rayo…»
Las ruedas de la camioneta giran… giran hacia el pueblo de San Martín de los Andes por un camino de tierra. Detrás del vehículo se levanta una nube de polvo sutil como un gas grisáceo. Desde una altura del terreno se divisa un pedregal abrupto soslayado por un arroyuelo trivial y melancólico. Lagartijas verdosas se deslizan entre los intersticios de las piedras huyendo del fragor insólito. En el volante se crispa, se encoge y estremece Artemio Suquía, sosteniendo aquel soliloquio que no puede ser diálogo con una imagen ausente. Las ruedas giran sobre la tierra despareja. Los pensamientos del Siútico giran, saltan, retroceden y se enroscan en su cerebro, como monstruosas larvas de locura.
Del diario La Prensa del 29 de abril de 1945:
«Roma. Benito Mussolini habría caído en poder de las milicias populares italianas cuando intentaba huir a Suiza. Se cree que fue ajusticiado en la noche del 28.»
«Buenos Aires. La esposa de un militar, fallecida en circunstancias extrañas, parece haberse eliminado voluntariamente. Tal conclusión se desprende de la declaración de un sirviente, A. Suquía, quien presenció el suceso. Su declaración es terminante. La referida señora se encontraba sumamente deprimida a causa de otro trágico accidente, que provocara la muerte de su hijo, hace apenas seis meses.»
Después el silencio… La guerra… El vértigo de la victoria… Influencias familiares… silencio… reserva… olvido… Proceso del coronel Montoya…
El médico de San Martín de los Andes estaba ausente. No era fácil explicarle al farmacéutico del pueblo la enfermedad del desconocido. “¿Inyecciones? Bueno… ¿sabría colocarlas esa mujer que, según usted, lo acompaña? No; de aquí no puedo mandarle a nadie… Dele esto… y esto también… ¿Cuándo vuelve el médico?… ¡Vaya uno a saber! Espere un momento, están llegando noticias de Buenos Aires… Por la radio…, hombre.»
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