De la pelea en Coyhayque, de la muerte del camionero y de la de su asesino, no pronunciaban una palabra. Parecían haber decretado sobre el hecho la consigna del silencio. Como siempre, y ello lo sabía muy bien el Siútico, el coronel se hubiera dejado despedazar antes de que le arrancaran una palabra sobre algo que pudiera concernirle. En su reserva residía el meollo de su fuerza, y quizá también su martirio y su fracaso. Agonizaba en un círculo cerrado herméticamente y un ser humano no puede callar eternamente los sentimientos que lo agobian.
…¡Paff!… Con un estallido seco una cubierta de la Dodge, desgarrada por una piedra filosa, comenzó a desintegrarse. El vehículo osciló bruscamente, quedó primero de costado, giró como un trompo espectacular e, incontenible, saltó fuera del camino. Sorprendidos y desconcertados por la inesperada conmoción, los viajeros fueron sacudidos violentamente en el estrecho recinto, convertido de pronto en una peligrosa trampa. El vehículo rodó, todavía oscilando, de izquierda a derecha, saltando por encima de los montículos de mata guanaco, y por fin se clavó de punta en una depresión del terreno.
Afuera, desde la caja, venían hasta ellos los chillidos histéricos de Jorgelina.
Apenas la camioneta se inmovilizó, el Siútico intentó abrir la portezuela de su lado, pero no lo consiguió.
– ¡Se ha trabado!
– Bajen pronto por ésta… -gritó el coronel, haciéndolo por su lado-; no sea que se prenda fuego. Por fortuna no hemos volcado… ¡Pronto! Está visto que este bicho nos quiere descalabrar del todo…
Tomó a María de un brazo, ayudándola a salir. El cuerpo de la muchacha quedó un momento entre sus brazos. Temblaba, y aunque su gesto carecía de todo cálculo, encontró en aquel fugaz contacto una turbadora sensación de seguridad. Montoya le dirigió una de sus rápidas miradas interrogantes y conminatorias y, señalándole el camino, la urgió:
– Por cualquier cosa… ¡corra hacia allá! Vos, Jorgelina, ¡salta!, yo te ayudo.
La jovencita, erguida en la caja y aferrada al costado de la carrocería, sangraba por la boca.
– ¡Vamos, salta, muchacha! -y Montoya alzó los brazos, animándola.
Jorgelina desnudó, al levantar las piernas sobre el borde de hierro, la frescura incitante de sus muslos, y en seguida cayó hacia delante.
Pero la camioneta no se incendió: el coronel, instintivamente, había cerrado el contacto del motor y del recalentado mecanismo se levantaba el vapor producido por el agua hirviendo escapándose del radiador deteriorado. Un pesado silencio remplazaba el trepidar animoso de la máquina.
– ¿Se golpeó, señor? -quiso saber el Siútico.
– Un poco…, o tal vez sean los viejos porrazos -dijo el coronel-. Me sentí aplastado contra la puerta. ¡Uff!…, ahora esto. Vamos a ver cómo ha quedado.
Evidentemente, el tren delantero se había desquiciado.
La cubierta reventada presentaba sus telas abiertas como a cuchillo. El paragolpes estaba enterrado en los bordes de la lomada y el radiador dejaba escapar todavía hilos de agua y vapor. Probaron a empujar el vehículo hacia atrás. Se movió unos centímetros, pero, al disminuir el esfuerzo, volvió a quedar donde estaba.
– Es inútil -murmuró el coronel. Miró su reloj pulsera-. Son las cuatro. Si alguien pasa podremos mandar un aviso al pueblo de Mascardi. Al menos trataremos de volverla a la ruta… Primero descansaremos un rato.
– Sí, señor -dijo el Siútico-. Voy a revisar las cosas y ver cómo están ellas…
– ¡Diablos! Es cierto… La pequeña está sangrando… Llévales la damajuana con agua… y tráeme una botella para mí…, si queda alguna sana…
– «o… llenas…» -murmuró Artemio Suquía, rencorosamente.
Jorgelina se había golpeado levemente. María le restañaba la sangre con un pañuelo, cuando se acercaba Montoya. Le levantó la cara tomándola por la barbilla con sus fuertes dedos. La muchacha lo miró. Su mirada reflejaba más curiosidad que temor.
– ¿Te duele?
– Sí, don Luciano…, creí que nos matábamos…
Montoya se sonrió con sarcasmo.
– No es tan sencillo como te imaginas… Tenemos el cuero demasiado duro. Y usted, ¿cómo se siente? La sacudida fue violenta.
Un tábano comenzó a zumbar en círculos sobre sus cabezas. Montoya lo ahuyentó fastidiado.
María lo observaba interesada. Sentía el dolor de los golpes, pero también el secreto placer del abrazo.
– Como usted dice, señor…, tenemos el cuero demasiado duro para morirnos así no más. Tuve miedo, pero ya pasó.
– Bueno… si pueden, y de paso olvidan el accidente más pronto, ayúdenlo a mi compañero a preparar algo de comer. Vamos a descansar y luego resolveremos…
Pero llegó la noche y ningún otro vehículo pasó por la carretera. El paisaje comenzaba a desangrarse con el crepúsculo hasta convertirse en pinceladas de diferentes tonalidades oscuras. Desde el Oriente, donde algunas nubes solitarias recogían los desfallecientes reflejos del sol, titilaron indecisas y plurales las primeras estrellas. Todavía por las noches se sucedían ráfagas de viento frío y desde las altas montañas del Oeste, cubiertas con un manto nevado, llegaba hasta los viajeros una sensación fresca y tonificante. Las dos mujeres aproximaron a la incipiente hoguera los escasos elementos que podían constituir una comida. Una luz a sus espaldas los tocó un instante y desapareció.
– Parece que se acerca alguien -dijo Montoya, corriendo hacia la ruta con presteza-. Viene por los recodos del cañadón.
Tardó un rato en comprobarlo. Por fin las luces de dos faros barrieron en abanico el camino y recortaron la silueta del coronel con los brazos en alto. Con un chirrido de frenos aplicados bruscamente, el gran camión de transporte quedó detenido a cierta distancia. Sin titubear y sin abandonar el centro de la ruta, Montoya avanzó. Descontaba que si se hacía a un lado, el camionero no perdería un momento en marcharse. El paraje era propicio para un atraco. Lo primero que vio fue la boca de un revólver. Detrás estaba la figura recelosa del acompañante.
– ¿Qué le pasa? -preguntó el hombre.
– Cálmese, amigo -respondió el coronel-. Solamente quería pedirle que avise en Mascardi para que nos manden cuanto antes un mecánico. Desbarranqué la camioneta allá y estoy con dos mujeres y otro compañero. Hay rotura de punta de eje y otras cositas menores… ¡ah!, necesito también un radiador… El resto lo arreglaremos.
– ¿Sí? -comentó el hombre, todavía dudando, tratando de ver más allá de las sombras-. ¿Y creen que van a auxiliarlos con la noche encima?… Lo dudo. ¿Hay heridos? ¿De dónde venían ustedes?
– Mire, amigo; cuando desee un interrogatorio en regla, pediré un policía. Por ahora todo lo que pretendo es un mecánico. Se trata de una Dodge rural. ¿Va a pasar el aviso?… No, no hay heridos…
– ¡Está bien vamos, che!
Y sin más comentarios el conductor aceleró el vehículo que mantenía con el motor en marcha. El enorme furgón se desplazó hacia delante y en pocos minutos desapareció en otro recodo del camino.
– ¡Qué tipo desconfiado!… -rezongó Montoya, contemplando las luces rojas traseras, que parecían huir en la noche.
– Hay que andar prevenido -le explicaba el camionero a su ayudante-. Uno nunca sabe…
El coronel regresó al lugar del accidente caminando con lentitud. De nuevo se sentía dolorido y agotado. Le costaba reponerse del riguroso castigo recibido en Coyhayque y el sacudón provocado por el accidente contribuía a reavivar el dolor.
«Debo tener alguna lesión interna», pensó. Se encogió de hombros en la oscuridad. «¡Y bien…, da lo mismo!»
Por primera vez reflexionó en su decisión de ir al Norte. Al comienzo había sido un mero impulso, un pretexto invocando la posible intervención de las autoridades… Pero, volvió a pensar: “¿Para qué buscarme?… No les conviene… Se me ocurre que Pitaut me tomó por un espía o algo semejante… ¿No le oí, acaso, gritar mi grado militar? Sí, ahora lo recuerdo. Si pretendió descubrir mis intenciones, puesto que conocía mi filiación, se llevó un chasco… ¿Para qué, entonces, le serviría denunciarme aquí? No es hombre de mostrar todas sus cartas de un golpe… Habrá inventado alguna historia convincente para justificarse».
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