Maruja Torres - Fácil De Matar

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La oveja negra de una influyente familia es asesinada en un atentado. Diana Dial, reportera prejubilada metida a investigadora amateur, siente ese pequeño pellizco en el estómago que le indica que algo no encaja en la versión oficial. Dos son los sospechosos: la viuda, exuberante y ambiciosa, y el hermanísimo, heredero del imperio familiar. Con la ayuda de su fiel criada filipina, un singular chófer y un investigador todoterreno, Diana Dial se dejará guiar por su instinto hasta dar con la verdad.
Maruja Torres se estrena en la novela policíaca y lo hace por la puerta grande. Fiel a su inconfundible estilo. Fácil de matar es una adictiva e irónica historia que confirma que las apariencias siempre engañan.

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– Lo verificaré -se apresura a asentir Fattush-. Siempre he sido un inútil con los coches.

Diana se rasca el entrecejo.

– Cora se encierra en la clínica de Haddad, y espera mientras le arreglan lo que sea. Su amante se va a Faraya con el detonador telefónico. Se instala en un lugar desde el que pueda observar el chalet de Asmar, esperar a verle ponerse en marcha… ¡Y boooom! Al mejor estilo libanés.

Fattush le agarra la muñeca de la mano con la que escribe y la aprieta:

– ¡El hotel Grand Liban!

– Tenías a Tariq en tus narices, fingiendo hablar por el teléfono con el que accionó la bomba.

La revelación los deja mudos durante un rato.

– Deberás apretarle las clavijas al gimnasta… -retoma Diana-. Pero aunque confiese, y te ruego que seas muy duro, piensa en Iennku y en Setota, es un don nadie. Ni a los Asmar ni al Anciano ni al Partido de la Patria les interesa que esto salga a la luz, ni que sea para incriminar a la odiada nuera.

– Todo el tiempo estuvo revoloteando a nuestro alrededor -dice Fattush, ensimismado-. Tariq, el hijo de puta. Dedicándose a dar masajes, a entrar y salir de las casas. Invisible. Y ahora se va a repartir veinte millones de pavos con una mujer que es una auténtica belleza. Mucho mejor que trabajar sacándoles la pasta a las ancianas a las que entrena…

A Diana le entra un ataque de tos, cuyo producto líquido lanza sin escrúpulos en dirección a la madre del niño del Red Bull, que está levantándose de la mesa mientras la niñera se hace cargo del crío.

– ¡Cielo santo! -exclama Dial, fijándose en lo que cuelga del cuello de la dama.

Es una cruz de oro de notable volumen y doble travesaño. Eso indica que la mujer es de religión ortodoxa, cosa que a Diana le trae sin cuidado, si no fuera porque le recuerda al pobre Ramiro y su colección de crucifijos. Oh, Dios. Oh, Dios, Dios, Dios.

– ¡No fue un accidente! -exclama-. Ramiro de la Vara no se quedó dormido mientras se daba un baño, no murió a causa de la trompa que sin duda había agarrado.

El inspector se inclina hacia ella.

– ¿Por qué? ¿Cómo lo sabes?

– ¡No lo sé! -prorrumpe Diana, impaciente y de mal humor-. Lo deduzco, como casi todo en este maldito caso.

– Lo deduces, ¿de qué?

– La noche en que cené con él, este último sábado, cómo es posible que hayan ocurrido tantas cosas desde entonces… Bueno, esa noche el embajador me confió que Cora Asmar tenía un amante, y casi me facilitó su identidad. Me lo habría dicho, de no haber estado tan excitado por mis encantos de, ¿cómo me llamaba?, madurita picante.

– No es una mala definición -observa Fattush, y la mujer le fulmina con la mirada.

– Esa noche, De la Vara me contó que Tariq solía regalarle tabaco para su narguile. El chico me ha ofrecido drogas a mí hace un rato. No lo ha dicho así, desde luego. Su oferta ha consistido en «cositas» para alegrarme la vida. Bien pudo realizar una visita a la residencia ayer por la tarde, aprovechando que la legación estaba prácticamente sin vigilancia. Hachís, bebida… El diplomático se dirige tambaleante a su cuarto de baño, Tariq le acompaña con el pretexto de ayudarle. Llena la bañera por él, mientras esperan quizá comparte una copa con el viejo, pues presumió conmigo de beber pese a ser musulmán… Cuando el embajador está dentro de la bañera, medio grogui, le mete la cabeza en el agua y le empuja. Luego dispone la coreografía, el narguile, la botella… Deja el grifo de agua caliente abierto para despistar al forense… Y se larga.

– Tiene lógica -admite el inspector-. Debo echarle el guante a ese pájaro ahora mismo, antes de que se largue del país con el botín y la fulana.

– Debes hacerlo. -Diana sacude la cabeza-. Pero no dejo de preguntarme cómo supo Diana que el embajador conocía su relación con Tariq.

Piensa, Diana. Piensa.

Y, de repente, lo tiene delante. Salvador Matas. El arabista que ha sido su amigo durante su estancia en Beirut. El hombre sin puertas ni ventanas. Recuerda que él y Cora usaron, por separado, las mismas palabras al referirle que no existía el embarazo: falsa alarma, quitarse un peso de encima. Una tontería. Un detalle sin importancia. Fue durante su última cena en Le Pécheur. La misma en cuyo transcurso Diana le contó que Ramiro de la Vara sabía quién era el amante de Cora, y que pronto iba a revelárselo.

Lo tiene delante de ella. Físicamente. Diana abre y cierra los ojos, piensa que sufre una alucinación. Salva y Cora, cargados de compras, caminan uno junto al otro, uno con el otro, uno en el otro.

– No te vuelvas -ordena Diana, mordiendo las palabras-. Ni se te ocurra moverte. Son ellos.

– ¿Cora y Tariq?

– No. Cora y su verdadero amante. Salvador Matas. O el Mesías, que dirías tú. Qué cretina he sido.

Instintivamente, Diana coge su teléfono y les hace una foto.

– ¿Nos han visto? -pregunta el policía.

– No creo -responde-. No ven a nadie más.

Con todo, Diana se encoge, baja la cabeza. No lo hace sólo para esconderse, sino abrumada bajo el peso de su descubrimiento. Cuando la levanta, al cabo de unos minutos eternos, la pareja ya se ha alejado. Los ve desvanecerse al fondo de un pasillo, tan juntos que forman una sola figura. La periodista siente todas las terminales nerviosas de su organismo conectadas a la glamurosa instantánea que ilumina su móvil. Tan libanesa, la imagen, como una portada o como un anuncio de Mondanité, tan propia de la habilidad nacional para sobreponerse a la desdicha o al bombardeo operándose la nariz o implantándose pechos falsos, o lanzándose a practicar el arte del shopping y de la fantasía de ser otra, como ella misma ha hecho después de pagar por echar un polvo.

Cora y Salva. Su felicidad, sus proyectos, incluso su futuro, se reflejan ahí, en el pequeño rectángulo luminoso, su imagen agrandándose o encogiéndose al tacto de sus dedos. Un pellizco y los dos rostros se amplían en el recuadro, la triunfante mujer de melena rojiza brilla por la devoción que contempla en la mirada del otro… Y el otro, es decir, Salvador Matas, el pulcro, sobrio y siempre algo distante profesor, babea ligeramente al contemplarla, la boca medio abierta y húmeda en las comisuras, como en la fiesta, como cuando admiraba la danza de Ali el efebo. Diana amplía y amplía hasta convertir a ambos en una nube emborronada.

– Vaya, vaya. La vida es una letrina llena de sorpresas -comenta el inspector.

Diana cierra la puerta a su espalda, pero no siente el ánimo ligero. Su casa no es hoy un refugio. Hay luz en el salón. Una lámpara que ella no dejó encendida.

– Eso fue un error. Le advertí a Cora que era una equivocación ir de compras. Pero no me supe negar. Estaba tan ilusionada…

A la periodista no le sorprende encontrar a Salvador Matas sentado en su mecedora, muy cerca de la cuna de Yara que, ahora en su posición original -ella misma la colocó así anoche-, en su resguardado rincón, parece contaminada por la maldad -la indiferente maldad- que emana del hombre. Mejor habría sido que las puertas y ventanas del profesor de español hubieran permanecido selladas para siempre.

– ¿Cómo has conseguido la llave? -pregunta, por decir algo, quieta en el umbral de la sala, temblorosa.

– Confiabas en mí, ¿lo recuerdas? -la alecciona el otro, paciente-. Sé en dónde guardas un juego de llaves, no me costó quitártelo, hacer una copia y devolverlo a su sitio. Fue durante una de aquellas cenas que tanto te gustaban, en las que me aburrías recitándome tu anecdotario completo.

Diana no se molesta en ir al aparador del comedor. Ahí, en un cajón, debajo de varios juegos de manteles y servilletas bordadas en seda de Damasco, supuestamente mantiene a buen recaudo llaves, tarjetas de crédito que no usa a menudo, dinero para la casa. Nunca ha sido partidaria de las cajas de seguridad y, a sus años, menos que nunca. Prefiere el bolsillo de una bata, el interior de un cajón. Vejez.

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