«¡Come!», le gritaste. «¿Quieres seguir siendo un enano?»
Él, con la mirada baja, movió la cabeza.
Repetiste «come» tres o cuatro veces. A la quinta, te levantaste bruscamente, tu vaso se derramó y el vino tinto cubrió gran parte del dibujo. Con una mano cogiste el tenedor, con la otra le apretaste el cuello. Buscando aire, el niño abrió la boca y tú aprovechaste para meterle los espaguetis en la garganta.
Desde ese día no te esperó más detrás de la puerta. En vez de preguntarme cuándo llegabas, apenas oía tus pasos corría a esconderse. Cuanto más débil lo veías, cuanto más asustado, más crecía en ti el rencor. «Un ectoplasma», gritabas. «Tengo que tener en casa un ectoplasma.» Cuando te lo encontrabas por la casa, le decías: «¿No te da vergüenza? Andas como una hembra.»
Una vez Laura intentó defenderlo: «¿Qué tiene de malo andar como una hembra?»
«No te permito que te metas en esto», le gritaste, pegándole un puñetazo a la puerta.
¡Pobre Laura! No tenía un mundo interior tan grande como el de Michele, pero tenía el mismo tipo de inseguridad. Vacilaba entre una madre incapaz de defenderla y un padre que gritaba casi siempre.
Poco a poco, según crecía, tu actitud se modificaba. Al principio sólo era un estúpido cachorro, luego empezó a transformarse en un objeto de cierto interés. A los once, a los doce años, la elogiabas con frecuencia. No por las notas ni por su carácter, sino por sus piernas o la forma de los glúteos, cada vez más atractiva. Al principio, enrojecía violentamente ante tus observaciones. Se cubría con jerséis inmensos como el superviviente de una catástrofe. Apenas la mirabas con insistencia, se iba de la habitación. Luego, sin embargo, una parte de sí misma probablemente comprendió. Se trataba de vivir con amor -no importa de qué tipo- o sin amor, de estar del lado del más débil o del más fuerte.
Así, a los trece o catorce años, Laura eligió. Eligió ser distinta a mí y a su hermano y complacerte. Eligió maquillarse y ponerse minifaldas, cuando todavía su cara y su cuerpo conservaban vivas las huellas de la infancia. Te hablaba como hablan las mujeres y tú la tratabas como a una mujer. De noche, después de cenar, os sentabais juntos en el salón, tú en el sillón y ella sobre tus rodillas. Hablabais en voz muy baja. De vez en cuando oía vuestras risas. Cuando querías fumar, te encendía un cigarro. Cuando querías beber, te acercaba a los labios el vaso de whisky.
A menudo he visto en la televisión a mujeres que lloran por sus matrimonios infelices y a chicas más jóvenes que comentan con mordacidad su debilidad. «La culpa es suya», decían, «¿por qué no lo deja?». En los momentos de mayor crisis, también yo me decía, ¡basta, me voy, salvo mi vida! Luego, pasada la rabia, pasada la humillación, miraba alrededor y decía, ¿adónde voy? No tenía oficio, ni renta, ni una casa propia a la que mudarme. Mis padres sólo eran pobres campesinos de la montaña y tenía dos hijos que criar. La ley debería haberme protegido, pero yo sabía que la ley, en la mayor parte de los casos, sólo es una apariencia. Habla del más débil y protege al más fuerte, al más astuto, al que tiene dinero para pagar a un abogado mejor.
Para acometer un gesto de esa clase, hubiera hecho falta un coraje superior al mío. Aquellos quince, dieciséis años de matrimonio habían llegado a destrozarme por dentro, a dejarme una fuerza de reacción casi nula. Y además tenía miedo. Sabía que nunca tolerarías la derrota de un abandono, que hubieras sido capaz de cualquier gesto con tal de volver a salir victorioso de nuevo.
Así asistí, casi impotente, a la ruina de mi hija. Sólo una vez le dije: «Laura, me gustaría hablar contigo…» Ella se dio media vuelta inmediatamente. «No tengo nada que decirte», respondió y se alejó de la habitación antes de que yo pudiese añadir otra cosa. Ya había elegido tu mundo y no podía traicionarte. Vivía la fidelidad de la hija predilecta.
También Michele crecía, y crecía cada vez más solitario, más pensativo. Iba bien en el colegio pero no tenía ningún amigo, pasaba las tardes enteras sin salir de la habitación. Le gustaba leer, le gustaba dibujar. Soportaba tus brutalidades como si fueran una cosa natural, sin rebelarse nunca, sin levantar jamás la cabeza.
A las madres les gusta hacerse ilusiones, así que yo alimentaba ciertas formas de esperanza sobre él. Está tan ensimismado en sus pensamientos, me decía, que no se da cuenta de cómo lo trataba su padre. Ni siquiera conmigo se abría mucho, pero era siempre amable y cariñoso. Algunas veces, cuando estábamos solos en casa, me sentaba en su cama y le preguntaba: «¿En qué piensas?»
Invariablemente, me respondía: «En nada especial.»
«¿En nada?»
«En nada. En la vida. En la muerte.»
En sus dibujos, había pasado fases de intensa pasión. En los primeros años le gustaba mucho pintar el cielo o el mar, cogía el pincel y pintaba todo el folio de azul y luego añadía manchas de color. Cada vez que yo intentaba adivinar, él tenía un gesto de impaciencia: «No lo ves, ¡son estrellas!» O: «¡Fíjate bien! Sólo son peces.»
Al período de los elementos, siguió el de los animales. No pintaba gorriones ni ardillas sino sólo animales feroces. Grandes felinos, jaguares, tigres, leopardos. Los sorprendía siempre en el instante que precede al asalto de la presa. Había concentración en aquellos ojos verde-amarillos, en aquellos cuerpos agazapados, una concentración que en un instante estallaría con fuerza inaudita. Parecía imposible que fueran dibujos de un chico de apenas diez años.
Una vez le pregunté si podía enmarcar uno y colgarlo en el salón, pero reaccionó con terror: «¡No! ¡No!», respondió con una insólita determinación, guardando los folios en una carpeta.
Luego, la fase de los felinos fue sustituida por la de las cruces. Las hacía pequeñas y grandes, distribuidas desordenadamente o repetidas geométricamente. Pero todas negras. Pocas veces aparecía algún elemento del paisaje. Un árbol sin hojas, una casa abandonada en medio del campo.
Un día, mientras estaba en el colegio, cogí todos sus dibujos y se los llevé a una psicóloga. Los examinó con detenimiento. Tenía una mano en la barbilla y, de vez en cuando, me hacía alguna pregunta. Me importaban poco los felinos y el mar, pero me preocupaban las cruces. ¿Qué querían decir? ¿Era normal que las dibujara un chico saludable de doce años?
La psicóloga imputó todo al sufrimiento al nacer. Esos instantes transcurridos entre la vida y la muerte debían de haber dejado un signo indeleble en su personalidad. Probablemente el niño no se daba cuenta, repetía acríticamente módulos religiosos aprendidos en la familia. Objeté que ninguno de nosotros era creyente y que, al margen del bautismo, mis hijos no habían tenido ningún tipo de formación religiosa. Pareció dudar. Volvió a observar rápidamente los dibujos y dejó caer: «Quizá sea esto lo que quiere decirle. Que le falta algo…»
Algunos meses más tarde, por primera vez, Michele reaccionó ante una de tus broncas. Lo hizo a su manera, naturalmente. Conocíamos ya toda la escala de tu rabia, preveíamos cada una de sus etapas. Así, un momento antes de la escena final -los platos rotos y las patadas en las piernas-, Michele dobló la servilleta, murmuró: «Perdonad», se levantó y se fue. Te quedaste de piedra por el estupor. Luego me miraste y corriste a buscarlo.
No estaba en su cuarto ni en ninguna otra habitación. Se había ido solo. ¿Dónde podía estar? Para no darte una satisfacción, fingí una tranquilidad que no sentía, pero en cuanto te fuiste a la oficina, me precipité a buscarlo. Di vueltas por el barrio toda la tarde. Cuanto más lo buscaba, me venían a la cabeza ideas más negras. Pensaba en su ingenuidad, en su dolor, en todos los peligros que podía encontrar.
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