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Ángeles Mastretta: La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad

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Ángeles Mastretta La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad

La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad: краткое содержание, описание и аннотация

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La vida te despeina. Historias de mujeres en busca de la felicidad es la típica antología destinada a un público preponderantemente femenino: relatos de escritoras mujeres sobre temas varios entre los que predominan el amor, la amistad, el largo camino hacia una misma, los modelos femeninos, y la búsqueda de la felicidad, entre otros. En medio de una propuesta previsible, es interesante el acceso a textos de narradoras de primer nivel de América Latina y de Europa. Textos conocidos, otros inéditos, relatos que forman parte de libros ya publicados y exitosos, nuevas tramas preparadas exclusivamente para este libro, forman parte de La vida te despeina. Desde las argentinas María Fasce, Luisa Valenzuela o Ana María Shua, entre otras; hasta la nicaragüense Gioconda Belli o la uruguaya Claudia Amengual; o Rosa Montero y Susanna Tamaro, las únicas no latinoamericanas, hay 15 relatos para hurgar con la levedad del pelo recién lavado y espumoso en cierta literatura hecha por mujeres.

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No podían estar más radiantes que de regreso en Venecia. La Venecia ridícula y divina vista del mar parece un barco de cristal y desde la terraza del Hotel Danielli, vista parece con el ojo de un dios que sólo vive de mirarla, como si fuera el más voraz de los turistas. Porque turismo hacemos todos en Venecia, tal vez incluso las palomas. Por más que las tres damas de nuestra historia se creyeran más arraigadas en el palacio de los Dogos que el dueño de una tienda de Murano diciendo muy solemne: Yo no vengo de una familia con abolengo en el Venetto. Mis antepasados apenas llegaron aquí en el siglo dieciocho.

Semejante comentario sumió a la hermana mayor en un conflicto del cual Clemencia la salvó aventurando una tesis: dado el oscuro contorno de sus ojos, ellas podrían tener en su estirpe un viajero cuya curiosidad lo llevó a México en el siglo dieciséis y cuya familia vivía en el Venetto desde principios del siglo trece.

– Podría ser -dijo la hermana menor. Todo puede ser.

Para entonces Clemencia había olvidado de punta a rabo los sueños del marido y la manía de entregarse a conjeturas sin rumbo. Ya no cobijaba en la mente ni un segundo la imagen de una mujer ridícula bailando en el último piso de un edificio art decó. Ni recordaba cuando en una tienda le preguntaron si le servían las dos computadoras que su marido le había comprado en Navidad. ¿Las dos? Y si a ella le tocó la fija, ¿a quién le habría tocado la portátil? Se olvidó de la tía de la amiga de una diabla que conocía de cerca a una mujer con voz de pito, cintura de rombo y ojos de cangrejo que andaba diciendo que ella andaba, y pruebas tenía mil, con el dueño de la fábrica que, no por casualidad, era la herencia más preciada de un señor cuyos nombres y apellidos resultaron los mismos del famoso cónyuge de Clemencia. Olvidó preguntarse si alguien más tendría atada la luz de su marido con la niebla del recuerdo o el caballo al que le dan sabana. Se olvidó de las facturas de un albergue, más cursi que un postre de quince años, que él dejó una noche sobre el lavabo. Y lo más importante, se olvidó de rumiar: ¿Qué ropa se pondrían aquellas damas? ¿Qué tan damas serían? ¿La del cuerpo flexible habría ido a colegio trilingüe? ¿Con qué se emborrachaban y a dónde las cargaban? ¿Y quién y cuándo y cómo? ¿Y de qué color podrían ser sus pantuflas? ¿De qué genuina densidad sus vellos púbicos? ¿Cuan largos y frecuentes los gritos de un hallazgo? ¿Qué tan fácil o difícil hallarles el hallazgo? Y ¿en dónde exactamente tenía cada una el clítoris? Porque eso sí es dogma de fe: ninguna mujer tiene el clítoris en el mismo lugar, y muchas lo tienen cada vez en un pliegue distinto.

Había dejado de rumiar y toda ella era un lago de paz y desmemoria.

Cuando volvieron a España se enamoró como desde siempre de un tal Felipe al que le gusta el mar y la cocina, de un editor que habla ronco como las olas y de la terca pasión por Argentina que tiene en las mejillas el nuevo habitante de su embajada. Luego, de paso por Jaén y sus aceituneros altivos, tomó litros de aceite de oliva, mordió los duraznos más tersos que había visto y descubrió sin sorpresa, en un encuentro feminista, que las mujeres enamoradas de mujeres se ríen como comadres y por lo mismo se antoja enamorarse de ellas. Lo cual no dice nada más de lo que dice: ni que al congreso en torno a María Zambrano y el exilio interior hayan ido sólo mujeres homosexuales ni que no sea una dicha conocerlas. Ella y las hermanas se enamoraron del congreso, del paisaje y de la atolondrada timidez con que se iba perdiendo, en cada esquina, el taxista que las llevó de vuelta hasta Madrid.

El último día fueron de compras al Corte Inglés: Clemencia se compró ahí dos pañuelos italianos y las hermanas se compraron trescientos. Porque con eso de la Europa unida eran ahí más baratos que en Venecia y aunque nadie lo crea eran más bonitos.

Siempre se vuelve uno mejor cuando anda fuera. Hasta siendo pañuelo de cachemira, pensó Clemencia cuando iban en el aire de regreso a la patria y a su marido y a los amores de las dos hermanas.

Eran en México las once de la noche y en Europa el fin de la madrugada. Clemencia entró a su casa como en sueños, sin más aviso que el ruido de su paso en desorden por las piedras del patio.

– Por fin regresas, dijo su marido. Desde que te fuiste no he dormido bien un sólo día.

– Voy a irme más seguido -dijo Clemencia metiéndose a la cama sin más conjetura que una camisa de algodón y el clítoris en suspenso. Porque la vida devuelve y todo puede ser.

Claudia Amengual

La rosa de Jericó

(fragmento)

CLAUDIA AMENGUAL nació en Montevideo, Uruguay, en 1969. Es escritora, traductora pública e investigadora. Es autora de las siguientes novelas: La rosa de Jericó, El vendedor de escobas y Desde las cenizas. El relato que se transcribe es un fragmento de su novela La rosa de Jericó (2000).

***

Mira alrededor y la oficina le parece una cueva. Las computadoras son luces al final de un túnel, luces muy difusas, y el sonido de la impresora se asemeja a un grito prolongado que le eriza la piel. Ya no ve hacia afuera por la única ventana, sólo hay paredes negras, muy negras, y se le están viniendo encima, y nadie se da cuenta, nadie se da cuenta, siguen en lo suyo como si nada pasara; pero las paredes se vienen encima, cada vez hay menos aire, el pecho se cierra, cuesta respirar. Por ahí se mueven sombras, se arrastran; no son sombras, son seres espeluznantes, informes, oscuros. Parece que están cómodos en ese mundo de horror, se desplazan lentos y no se han dado cuenta de que las paredes siguen cerrándose; cada vez hay menos espacio, más oscuridad. Ella no puede moverse, tampoco le salen palabras, está paralizada, con los ojos abiertos y la mirada perdida y el grito aquel que hace rato terminó; y la impresora que le hace señas que ella no ve, como tampoco ve que una de las sombras está justo detrás de su espalda.

– ¡Pero, caramba! Hoy no pegás una, Elena. Primero llegás tarde, te venís hecha una mascarita, me distraés a los compañeros y ahora, lo que faltaba, ¡en la mismísima luna! Con todo el trabajo que hay atrasado. No digo yo, que en algo raro andás. ¡No puede ser!

– Me distraje un segundo, ya sigo.

– ¿Vos creés que yo me chupo el dedo? A mí no me engatusás con ese cuentito del doctor, ¿estamos? Te pesqué en el aire en cuanto te vi llegar. Estás en la luna porque andarás en cosas raras. A mí me importan tres pitos tus asuntos, si te vas por ahí con uno o con cien, eso es cosa tuya, pero aquí, mientras estés aquí quiero que rindas. ¡Que rindas! ¿Me estás oyendo?

Elena se ha puesto de pie, con la mirada algo desencajada pero con la voz firme, mucho más firme que las piernas temblando al compás del corazón que siente latir como si fuera a saltársele por la boca. Le pone la cara bien cerca de la de él y le dice con los dientes apretados:

– Vá-ya-se-a-la-mier-da.

El hombre apenas ha podido recuperarse de la sorpresa y ella ya está cerca de la puerta. La abre y, antes de salir, estira la mano hasta el reloj, toma su tarjeta y la rompe en tantos pedazos como puede, los tira al aire por detrás del hombro y simplemente se va como había anunciado, antes de hora.

* * *

Apenas traspasa el umbral del edificio, siente como si se le hubieran recargado las energías. Ya está y no fue tan difícil. Había que ver la cara del jefe y las expresiones de sus compañeros. Si faltó que aplaudieran. Y ese detalle final, ese gesto dramático de romper la tarjeta, ¡qué maravilla! Distraída busca con la mirada, busca pero no encuentra lo que quiere. Si volviera a toparse con el taximetrista le aceptaría un café, es más, ella misma lo invitaría. Un café, nada más que eso y solamente porque la desborda una extraña alegría. ¿Y luego? Nada. No pasaría de una charla para poder contarle a alguien lo que acaba de hacer. ¡Ella! ¡Elena! Qué a gusto se siente, qué liberada. No tiene idea de lo que hará en el futuro, pero no quiere pensar en eso. Ahora es momento de disfrutar este desquite que se permitió. Pero ¿por qué no lo hizo antes? No fue tan terrible, después de todo. Imagina el alboroto que habrá en la oficina; el jefe informando del desacato a “los de arriba”, dorando la cuestión para no salir mal parado, por supuesto, hablando pestes de ella, de cómo hacía tiempo que tenía ganas de sacársela de encima. Mientras tanto, los compañeros festejarán que alguien, por fin, haya puesto las cosas en su lugar y le haya cantado a la alimaña las cuatro frescas que todos tienen pendientes. Está tan excitada que le parece que la gente puede leerle el pensamiento.

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