Entonces oyó algo. Se alzaba muy nítido en medio del silencio: el tamborileo rápido y suave de unos pasos. Y en la pulgada de luz turbia y lechosa que se veía por el ojo de la cerradura vio un movimiento. Dijo que fue como un destello de oscuridad, como de alguien o de algo que pasaba muy velozmente por el pasillo, de izquierda a derecha: en otras palabras, como si atravesara el pasillo de la guardería viniendo de la escalera trasera que había en la esquina noroeste de la casa. Como supuso, razonablemente, que la persona sólo podía ser la señora Bazeley o Betty, su primera reacción fue de alivio. Se puso de pie y golpeó la puerta con los nudillos.
– ¿Quién está ahí? -llamó-. ¿Señora Bazeley? ¿Betty? ¿Eres tú, Betty? ¡Sea quien sea, me ha dejado encerrada con llave, y si no eres tú ha sido alguien! -Sacudió el picaporte-. ¡Hola! ¿Me oyes?
Para su desconcierto, nadie respondió, nadie se acercó; y cesó el sonido de los pasos. La señora Ayres se agachó para mirar por el ojo de la cerradura hasta que al fin -y, nuevamente, con un notable alivio-, el sonido reapareció y se aproximó. «¡Betty!», llamó, porque comprendió que los pasos, tan rápidos y livianos, no podían ser de la señora Bazeley.
– ¡Betty! ¡Sácame de aquí, niña! ¿Me oyes? ¿Ves la llave? Ven a girarla, ¿quieres?
Pero, para su gran perplejidad, sólo hubo otro destello de oscuridad -que esta vez se desplazaba de derecha a izquierda- y, en vez de detenerse en la puerta, los pasos pasaron de largo. «¡Betty!», volvió a gritar, más fuerte. Siguió un momento de silencio y después volvieron los pasos. Y a continuación la veloz figura oscura pasó una y otra vez por delante de la puerta; la veía borrosa según pasaba; se movía como una sombra, sin cara ni rasgos. Lo único que acertó a pensar, con horror creciente, fue que la figura debía de ser en definitiva la de Betty, pero que la chica, por alguna razón, estaba fuera de sí y recorría de un extremo a otro el pasillo de los cuartos de los niños como una lunática.
Sin embargo, cuando pasó otra vez, pareció que la figura rumorosa se acercaba a la puerta y frotaba contra ella un codo o una mano; y a partir de ese momento, al tamborileo de pasos acompañó un chirrido tenue… La señora Ayres comprendió de pronto que, según pasaba, la figura raspaba con las uñas los paneles de madera. Tuvo una clara impresión de una mano pequeña y de uñas afiladas; comprendió que era la mano de un niño; y la idea le causó tal sobresalto que se apartó de la puerta en un acceso de súbito pánico, rasgándose las medias en las rodillas. Se quedó plantada en el centro de la habitación, helada y temblando.
Entonces, cuando más ruidosos eran, los pasos cesaron bruscamente. Sabía ahora que la figura debía de estar inmóvil justo al otro lado de la puerta; incluso vio que el marco se movía un poco, como si lo empujaran, lo apretaran o lo tantearan. Miró la cerradura, esperando oír el giro de la llave y ver cómo giraba el pomo, y se armó de valor para afrontar lo que viese cuando la puerta se abriera. Pero al cabo de un largo rato de suspense la puerta se inmovilizó en sus goznes. Contuvo la respiración hasta que lo único que oyó, como sobre la superficie del silencio, fue la rápida secuencia de los latidos de su corazón.
Por encima del hombro le llegó entonces un súbito y estridente pitido del silbato de la bocina.
Tan distinto fue el susto que se aprestaba a afrontar que se alejó de un salto de la boquilla de marfil, dio un grito y estuvo a punto de trastabillar. La bocina enmudeció y después silbó de nuevo; acto seguido, el silbido empezó a repetirse en una secuencia de pitidos prolongados y estridentes. Dijo que era imposible suponer que el sonido fuera producido por una brisa o un fenómeno acústico: era intencionado, exigente, algo parecido al gemido de una sirena o al llanto de un bebé hambriento. Era una señal tan deliberada, de hecho, que al final se le ocurrió en medio del pánico la idea de que, a fin de cuentas, podría haber una explicación muy sencilla, pues ¿no sería que la señora Bazeley, inquieta por su seguridad pero todavía reacia a subir a buscarla, había vuelto a la cocina y estaba intentando comunicarse con ella? De todos modos, la bocina formaba parte al menos del mundo humano ordinario de Hundreds, no era nada semejante a la inexplicable figura de fuera, en el pasillo. Por tanto, juntando valor de nuevo, la señora Ayres fue a la campana de la chimenea y recogió el estruendoso artefacto. Con dedos torpes y temblorosos extrajo el silbato de marfil y, por supuesto, se restauró el silencio.
Aun así, el aparato que tenía en la mano no estaba completamente mudo. Al acercar al oído el bocal de la bocina oyó en su interior un susurro débil y húmedo, como si lenta y vacilantemente estuviesen extrayendo del conducto una seda mojada o algo similar. Comprendió sobresaltada que el sonido era el de una respiración trabajosa, que se atascaba y borboteaba en una garganta estrecha y obstruida. Al instante se vio transportada al lecho de enferma de su primera hija, veintiocho años atrás. Susurró su nombre -«¿Susan?»- y la respiración se aceleró y se tornó más líquida. Una voz empezó a emerger del confuso borboteo: la tomó por una voz infantil, aguda y lastimera, que con un inmenso esfuerzo intentaba formar palabras.
Y la señora Ayres dejó caer la bocina, absolutamente horrorizada. Corrió a la puerta. No le importaba ahora lo que pudiese haber al otro lado: aporreó la madera, llamando frenéticamente a la señora Bazeley, y al no obtener respuesta se precipitó con paso inseguro a una de las ventanas con barrotes y tiró del pestillo. Para entonces las lágrimas de terror casi empezaban a cegarla. Estas, y su pánico, debieron de privarla de fuerza y de sensatez, porque el pestillo era simple y estaba muy flojo, pero le estaba haciendo cortes en los dedos y no cedía.
Allí abajo, sin embargo, estaba Caroline, que subía por el césped con paso ligero hacia la esquina suroeste de la terraza; y al ver a su hija la señora Ayres abandonó el pestillo y se puso a dar golpes contra la ventana. Vio que Caroline se detenía y levantaba la cabeza, mirando alrededor, y que oía el sonido pero no conseguía situarlo; un segundo después, para indecible alivio de la señora Ayres, vio que su hija alzaba una mano en un gesto de reconocimiento. Pero entonces captó más claramente hacia dónde miraba Caroline. Comprendió que no miraba a la ventana de la guardería, sino justo enfrente, hacia la terraza. Apretándose más contra el cristal, divisó a una robusta figura femenina que corría por la grava y reconoció a la señora Bazeley. Vio que se reunía con Caroline en lo alto de los escalones de la terraza y que empezaba a hacer rápidos gestos asustados señalando al Hall. Al cabo de un momento se les unió Betty, quien también atravesó corriendo la terraza, haciéndoles señas agitadas… Durante todo este tiempo, la boquilla destapada había estado emitiendo su susurro lastimero. Al ver abajo a las tres mujeres, la señora Ayres comprendió que estaba sola en la vasta casa con la presencia tenue y ruidosa en el otro extremo de la bocina.
Fue en ese momento cuando el pánico desembocó en histeria. Levantó los puños y los estampó contra la ventana, y dos de los finos cristales viejos cedieron bajo sus manos. Al oír el ruido de cristales rotos, Caroline, la señora Bazeley y Betty miraron hacia arriba, asombradas. Vieron a la señora Ayres chillando entre los barrotes de un cuarto de la guardería -chillando como un niño, dijo la señora Bazeley- y golpeando con las manos los bordes de la ventana rota.
Nadie supo decir posteriormente lo que le sucedió en el lapso que tardaron las mujeres en subir a trompicones y despavoridas a los cuartos de los niños. Encontraron entornada la puerta de la habitación y la bocina callada, con el silbato de marfil perfectamente encajado en su soporte. La señora Ayres se había quedado rígida en un rincón y, de hecho, se había desmayado. Sangraba profusamente de los cortes en las manos y los brazos, y las tres mujeres hicieron lo que pudieron para vendarle las heridas, desgarrando uno de los pañuelos que llevaba para utilizarlos como vendas. La levantaron y, mitad caminando, mitad en volandas, la bajaron a su dormitorio, donde le dieron brandy e intentaron hacerla entrar en calor, encendiendo un fuego en la chimenea y envolviéndola en una serie de mantas, porque con la conmoción había empezado a estremecerse.
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