Sarah Waters - El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo.
Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí.
Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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Supuse que esto pondría fin al problema, y durante varios días, creo, hubo calma en la casa. Pero la mañana del sábado siguiente la señora Bazeley entró en la cocina, como de costumbre, y se fijó en que el paño que ella había vuelto a colgar sobre la bocina después de mi visita, de alguna manera se había caído al suelo. Supuso que Betty debía de haberlo tirado sin querer o que lo había desalojado una brisa del pasillo y, con dedos temerosos, lo recogió y lo puso en su sitio. Una hora más tarde advirtió que el paño había vuelto a caerse. Betty ya había bajado de sus quehaceres arriba y estaba con ella: recogió el paño y lo puso sobre la boquilla, teniendo cuidado, me dijo muy seria, de encajarlo muy fuerte en el resquicio entre la pared y el soporte de madera. El paño volvió a soltarse y esta vez la señora Bazeley sí vislumbró su caída. Lo vio con el rabillo del ojo mientras estaba junto a la mesa de la cocina: dijo que no voló, como si lo transportara una brisa, sino que cayó derecho al suelo, como si alguien lo hubiese arrancado de su sitio.

A esas alturas estaba cansada de su propio miedo, y ver aquello la exasperó. Recogió el paño y lo tiró a un lado, y luego se colocó justo delante del tubo taponado y agitó el puño hacia él.

– ¡Adelante, cacharro asqueroso! -gritó-. ¡Nadie te hace caso! ¿Me oyes? -Posó una mano en el hombro de Betty-. No lo mires, Betty. Vete. Si quiere seguir gastando bromas, déjalo. Estoy más que harta de él.

Y, dando media vuelta, emprendió el regreso hacia la mesa.

Sólo había dado dos o tres pasos cuando oyó el sonido de algo que aterrizaba suavemente en el suelo de la cocina. Al volverse vio que el corcho, que una semana antes me había visto enroscar perfectamente en la boquilla de marfil, había sido arrancado o desalojado de su soporte y rodaba alrededor de sus pies.

Después de lo cual abandonó las bravatas. Lanzó un grito y corrió hacia Betty -que también había oído caer el corcho, aunque no lo vio rodar-, y las dos salieron disparadas de la habitación, dando un portazo tras ellas. Se quedaron un momento en el pasillo abovedado del sótano, medio muertas de miedo; después, al oír movimiento en el piso de arriba, subieron a trompicones la escalera. Tenían la esperanza de encontrar a Caroline, y ahora pienso que ojalá la hubieran encontrado; creo que ella las habría sosegado y habría controlado la situación. Caroline, por desgracia, estaba en la obra con Babb. En su lugar dieron con la señora Ayres, que en aquel preciso momento salía de la salita. Había estado leyendo apaciblemente en su butaca y, tomada por sorpresa, dedujo de la actitud atolondrada de las sirvientas que había sucedido alguna otra catástrofe; quizá se hubiera declarado otro incendio. No sabía nada de la bocina silbante, y cuando finalmente asimiló el confuso relato que le hicieron del paño del té que se caía y el corcho que rodaba, se quedó perpleja.

– Pero ¿qué las ha asustado tanto? -preguntó.

No sabían decirlo exactamente. Lo único que logró entender, al final, fue lo conmocionadas que estaban. No le pareció un problema muy serio, pero accedió a echar un vistazo. Era un pequeño fastidio, dijo, pero últimamente la casa no paraba de causarlos.

Siguieron a la señora Ayres hasta el umbral de la cocina, pero no quisieron traspasarlo. Cuando ella entró se quedaron en la puerta, agarradas al marco y observando consternadas cómo la señora examinaba asombrada el paño inerte, el corcho y la bocina; y cuando se echó hacia atrás con delicadeza los rizos de pelo grisáceo, ellas estiraron los brazos y exclamaron:

– ¡Oh, señora, tenga cuidado! ¡Oh, señora, por favor, tenga cuidado!

La señora Ayres titubeó un segundo, sorprendida, quizá, como unos días antes, por el miedo real que delataban sus voces. Después acercó con cuidado la oreja al bocal y escuchó. Cuando se enderezó, su expresión era casi de disculpa.

– Me temo que no sé muy bien lo que debería haber oído. Parece que no se oye nada.

– ¡No se oye nada ahora! -dijo la señora Bazeley-. Pero volverá, señora. ¡Está ahí dentro, esperando!

– ¿Esperando? ¿Qué quiere decir? ¡Habla como si hubiera una especie de genio! ¿Cómo podría haber algo ahí dentro? El tubo va directo hasta los cuartos de los niños…

Y entonces, me dijo después la señora Bazeley, la señora Ayres dio un traspié y le cambió el semblante. Dijo, más despacio:

– Esas habitaciones están cerradas. Han estado cerradas desde que los soldados se fueron.

Ahora habló Betty con un tono horrorizado.

– Oh, señora, no supondrá…, ¿no supondrá que algo ha subido y está allí ahora?

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó la señora Bazeley-. La chica tiene razón. Con todas esas habitaciones cerradas y oscuras, ¿cómo sabemos lo que pasa dentro? ¡Podría haber sucedido cualquier cosa! Oh, ¿por qué no llama al doctor Faraday y le pide que suba a echar un vistazo? O que Betty vaya corriendo a buscar a Makins o al señor Babb.

– ¿Makins o Babb? -dijo la señora Ayres, reponiéndose-. No, desde luego que no. Caroline volverá enseguida y no sé cómo se explicará esto. Si entretanto reanudan sus ocupaciones…

– ¡No podemos concentrarnos en las tareas de casa, señora, con esa asquerosidad que nos vigila!

– ¿Que las vigila? ¡Hace un minuto sólo tenía oídos!

– Bueno, tenga lo que tenga, no es normal. No es agradable. Oh, por lo menos deje que la señorita Caroline suba a ver cuando vuelva. La señorita no consiente tonterías.

Pero del mismo modo que Caroline, una semana antes, había intentado evitar que su madre se viera involucrada en el asunto, ahora a la señora Ayres se le ocurrió que muy bien podría resolver la papeleta antes de que su hija volviera. No sé si la impulsaría otro motivo. Creo probable que así fuese, que tras haber vislumbrado el primer y débil atisbo de una idea concreta, se sintió casi obligada a seguirlo. De todas formas, para gran horror de Betty y de la señora Bazeley, declaró que pondría fin a todo aquel embrollo subiendo a inspeccionar ella misma las habitaciones.

Por tanto, las dos sirvientas la siguieron de nuevo, esta vez a lo largo de pasillo del lado norte que llevaba al vestíbulo; y así como no habían cruzado el umbral de la cocina, ahora también se detuvieron asustadas al pie de la escalera, y vieron cómo subía la señora agarrada a la barandilla en forma de serpiente. Ella subió con brío y sin apenas hacer ruido con sus zapatillas de casa, y en cuanto dobló el primer rellano lo único que las criadas pudieron hacer fue inclinar hacia atrás la cabeza y ver desde el hueco de la escalera cómo seguía subiendo la señora Ayres. Vieron el destello de sus medias entre los gráciles balaustres erguidos, y cómo sus dedos ensortijados asían y se deslizaban por el pasamanos de caoba. La vieron arriba, en el segundo piso, hacer una pausa y lanzarles una simple mirada; y después siguió adelante, sobre unos tablones que crujían. Los crujidos siguieron resonando después de que se apagaran las pisadas, pero finalmente también ellos se extinguieron. La señora Bazeley venció su miedo hasta aventurarse un poco más arriba; no obstante, nada la incitó a ir más allá del primer rellano. Aguzó el oído, agarrada con fuerza a la barandilla: intentaba percibir sonidos en el silencio de Hundreds, «como si tratara de divisar figuras en una niebla».

También la señora Ayres, al dejar atrás el hueco de la escalera, percibió el creciente silencio. No se asustó, me dijo más tarde, pero Betty y la señora Bazeley debieron de contagiarle algo de su suspense, aunque sólo fuera muy ligeramente, porque había acometido la escalera con bastante audacia, pero cayó en la cuenta de que ahora se movía con más precaución. Aquel piso tenía una distribución diferente de los dos de debajo, con pasillos más estrechos y techos visiblemente más bajos. La bóveda de cristal del techo iluminaba la escalera con una luz fría y lechosa pero, al igual que en el vestíbulo de abajo, llenaba de sombras los espacios laterales. Casi todas las habitaciones por las que la señora Ayres tuvo que pasar en su trayecto a los cuartos de los niños eran trasteros o dormitorios del servicio y llevaban largo tiempo vacíos. Las puertas estaban cerradas para evitar corrientes, y en los quicios de algunas habían amarrado rollos de papel o astillas de madera. Esto ensombrecía aún más el pasillo, y como el generador estaba apagado, los interruptores eléctricos no funcionaban.

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