Sarah Waters - El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo.
Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí.
Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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Este corredor iba de norte a sur y las habitaciones, en consecuencia, daban al oeste. La tarde era luminosa, la luz entraba como una cuchilla a través de las rendijas de las contraventanas, e incluso mientras ella levantaba el pestillo vi que el espacio donde estábamos era amplio e imponente, con diversos muebles dispersos y envueltos en fundas. Pero cuando empujó los postigos chirriantes y a mi alrededor cobraron vida los detalles, me quedé tan atónito que me eché a reír.

La habitación era un salón octogonal, de unos doce metros de ancho. Un papel de un amarillo vivo cubría las paredes, y había una alfombra con dibujos verdosos; la chimenea era de una blancura inmaculada, y del centro del techo recargado de molduras colgaba una gran araña de cristal y oro.

– Vaya locura, ¿eh? -dijo Caroline, riéndose también.

– ¡Es increíble! -dije-. Nunca se adivinaría esto viendo el resto de la casa, tan relativamente sobria.

– Ah, bueno. Estoy segura de que el arquitecto original habría llorado si hubiera sabido lo que se avecinaba. Fue Ralph Billington Ayres, ¿se acuerda, el dandy de la familia? Añadió esta habitación allá por la década de 1820, cuando todavía conservaba casi todo su dinero. Por lo visto les entusiasmaba el amarillo en aquella época, a saber por qué. El papel es el original, por eso le tenemos apego. Como ve -dijo, señalando diversos puntos donde el viejo empapelado se despegaba de las paredes-, él no parece tan apegado a nosotros. Por desgracia, con el generador apagado, no puedo enseñarle la araña en todo su esplendor; es algo digno de verse cuando está encendida. También es la original, pero mis padres la hicieron modificar para que funcionara con electricidad cuando se casaron. Daban muchas fiestas en aquella época, cuando la casa era todavía lo bastante grandiosa para permitirlo. La alfombra está hecha trizas, por supuesto. Se puede enrollar a un lado para los bailes.

Me mostró algunas piezas más de mobiliario, levantando fundas para descubrir la bella silla baja Regencia, la vitrina o el sofá que había debajo.

– ¿Qué es eso? -pregunté, señalando un objeto de forma irregular-. ¿Un piano?

Destapó una esquina de su cubierta acolchada.

– Un clavicémbalo flamenco más antiguo que la casa. ¿No sabrá tocarlo?

– Cielo santo, no.

– Yo tampoco. Una pena. La verdad es que alguien debería tocarlo, pobrecillo.

Pero lo dijo sin excesiva emoción, pasando la mano con expresión seria sobre la caja decorada del instrumento, y luego volvió a taparlo y se encaminó a la ventana con los postigos abiertos. La seguí hasta allí. La ventana era en realidad un par de puertas largas de cristal que, como las que había en la habitación de Roderick y en la salita, daban a una serie de escalones de piedra que bajaban hasta la terraza. Al acercarme vi que aquellos escalones en particular se habían derrumbado: los de arriba todavía sobresalían del alféizar, pero los demás yacían diseminados sobre la grava, un metro y pico más abajo, oscuros y erosionados como si llevaran allí algún tiempo. Sin inmutarse, Caroline agarró el picaporte de las puertas, las abrió y salimos al pequeño precipicio en el aire suave, caliente y aromático que dominaba el lado oeste del jardín. Pensé que en otra época el césped debió de estar segado e igualado: quizá fuese un campo de croquet. Ahora el terreno era desigual, desnivelado por toperas y cardos, y en algunos lugares la hierba llegaba hasta las rodillas. Más allá de los arbustos dispersos había matas de hayas púrpura, de un hermoso color vivo, pero sin orden ni concierto; y observé que, más lejos, los dos enormes olmos ingleses sin podar debían de proyectar sombras sobre todo el paisaje a la puesta de sol.

Al fondo, a la derecha, había un puñado de edificios anexos, el garaje y los establos en desuso. Sobre la puerta de entrada había un gran reloj blanco.

– Las nueve menos veinte -dije sonriendo, mirando las agujas decorativas, que estaban encoladas.

Caroline asintió.

– Roddie y yo las pegamos cuando se rompió. -Y, al ver mi expresión perpleja, añadió-: Las nueve menos veinte es la hora en que se paran los relojes de la señorita Havisham en Grandes esperanzas. Entonces nos pareció divertidísimo. Reconozco que ahora ya no es tan gracioso… Detrás de los establos estaban los jardines antiguos…, los huertos y demás.

Yo sólo veía el muro. Era del mismo ladrillo rojo, disparejo y tenue; una abertura en forma de arco permitía vislumbrar unos senderos de toba y arriates devorados por malezas, y lo que pensé que sería un membrillo o un níspero y, como me encantan los jardines tapiados, dije sin pensarlo que me gustaría echarles un vistazo.

Caroline consultó su reloj y dijo, animosamente:

– Todavía tenemos casi diez minutos. Por aquí se va más rápido.

– ¿Por aquí?

Se apoyó en el quicio de la puerta, se inclinó hacia delante y flexionó las piernas.

– O sea, saltando.

La contuve.

– Oh, no. Ya no tengo edad para estas cosas. Iremos otro día, ¿de acuerdo?

– ¿Seguro?

– Totalmente.

– Bueno, está bien.

Pareció apenada. Creo que el recorrido la había agitado; o bien simplemente mostraba su juventud. Se quedó a mi lado unos minutos, pero después deambuló de nuevo por la habitación para asegurarse de que los muebles estaban bien cubiertos, y levantó un par de esquinas de la alfombra para ver si había polillas y lepismas.

– Adiós, pobre salón abandonado -dijo, después de cerrar la ventana y pasar el cerrojo del postigo, y volvimos atrás, medio a ciegas, hasta salir al pasillo. Y como ella lo había dicho como suspirando, mientras giraba la llave de la habitación dije:

– Me alegro mucho de haber visto la casa. Es preciosa.

– ¿Le parece?

– ¿A usted no?

– Oh, supongo que no está tan mal, la vieja mole.

Por una vez, me crispó su actitud de colegiala jovial.

– Vamos, Caroline, más formalidad -dije.

Era la primera vez que yo usaba su nombre de pila, y quizá esto, combinado con mi tono de ligera reprensión, la cohibió. Se ruborizó de aquel modo tan poco favorecedor, y su jovialidad desapareció. Al topar con mi mirada dijo, como si capitulara:

– Tiene razón. Hundreds es precioso. ¡Pero es una especie de preciosidad monstrua! Hay que alimentarlo continuamente, con dinero y trabajo. Y cuando sientes encima del hombro que te miran -señaló la hilera de sombríos retratos-, puede empezar a parecerte una carga pesadísima… Es peor para Rod, porque además tiene la responsabilidad de ser el amo. Ya ve, no quiere defraudar a la gente.

Advertí que tenía una habilidad especial para desviar de ella la conversación.

– Estoy seguro de que su hermano hace todo lo que puede. Y usted también.

Pero amortiguaron mis palabras las rápidas, sonoras campanadas de las cuatro que dio uno de los relojes de la casa, y Caroline me tocó el brazo y se le despejó el semblante.

– Vamos. Mi madre nos espera. La visita de seis peniques incluye refrigerios, ¡no se olvide!

Así que recorrimos el pasillo hasta donde comenzaba el siguiente, y entramos en la salita.

Encontramos a la señora Ayres sentada ante su escritorio, encolando un papelito. Casi dio muestras de culpabilidad al vernos, aunque no se me ocurrió por qué; después vi que el papel era en realidad un sello sin franquear que evidentemente ya había pasado por la oficina de correos.

– La verdad, me temo que esto no es del todo legal -dijo, mientras pegaba el sello en un sobre-. Pero Dios sabe que vivimos en una época muy anárquica. No me denunciará, ¿verdad, doctor Faraday?

– No sólo no lo haré, sino que con mucho gusto seré cómplice del delito -dije-. Si quiere, echaré la carta al correo en Lidcote.

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