Sarah Waters - El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo.
Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí.
Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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– No lo dudo. Por eso me tomo tantas molestias en calibrar el equilibrio de la señorita Ayres. ¿Tuvo usted alguna vez dudas a este respecto, doctor Faraday? ¿Ninguna en absoluto? Por ejemplo, aquel «cambio de idea» sobre la boda de ustedes. ¿Le pareció propio de ella?

Tras otra vacilación admití que, en efecto, la conducta de Caroline en las últimas semanas de su vida se me había antojado imprevisible.

– ¿Qué entiende usted por «imprevisible»? -dijo.

– Se mostraba distante, no era ella misma. Tenía… ideas extrañas.

– ¿Ideas extrañas?

– Sobre su familia y sobre la casa.

Estas palabras las dije con la voz cascada. Escrutándome de un modo semejante a como había escrutado a Betty, Riddell dijo:

– ¿Alguna vez la señorita Ayres le habló de fantasmas, espectros o cosas semejantes?

No respondí. Él prosiguió:

– Acabamos de oír un testimonio totalmente extraordinario de la sirvienta de la familia sobre la vida en Hundreds Hall; por eso se le pregunto. ¿En algún momento le habló la señorita Ayres de fantasmas o espectros?

– Sí -contesté al final.

Hubo más murmullos. Esta vez Riddell hizo caso omiso. Mirándome fijamente, dijo:

– ¿La señorita Ayres creía seriamente que su casa estaba embrujada?

Dije, de mala gana, que Caroline creía que el Hall estaba sometido a cierto tipo de influencia. Una influencia sobrenatural.

– No creo que creyese en un fantasma real.

– Pero ¿ella creía que había visto indicios de esa… influencia sobrenatural?

– Sí.

– ¿Que forma revestían esos indicios?

Respiré.

– Creía que la influencia había vuelto prácticamente loco a su hermano. Creía que también había afectado a su madre.

– ¿Creía, como la sirvienta, que la influencia era responsable de la muerte de su madre?

– En términos generales, sí.

– ¿Alentó usted esa creencia?

– Claro que no. La desaprobaba. La consideraba morbosa. Hice lo que pude para desalentarla.

– Pero la creencia subsistió.

– Sí.

– ¿Cómo lo explica?

– No puedo -dije, acongojado-. Ojalá pudiera.

– ¿No cree que era una prueba de trastorno mental?

– No lo sé. Caroline me habló de una… tara familiar. Tenía miedo, lo sé. Pero tiene que entender que en la casa sucedían cosas… No lo sé.

Riddell, con aire atribulado, se quitó las gafas para apretarse el puente de la nariz. Y mientras volvía a encajarse las patillas de metal alrededor de las orejas, dijo:

– Tengo que decirle, doctor Faraday, que vi más de una vez a la señorita Ayres; muchas personas en esta sala la conocían mucho mejor que yo. Creo que todos nosotros coincidiremos en que era la joven más equilibrada del mundo. Una cosa es que la sirvienta de Hundreds haya concebido fantasías sobrenaturales. Otra muy distinta es que una chica inteligente, saludable y bien educada como Caroline Ayres llegara a creerse embrujada…, bueno, sin duda debió de sufrir un deterioro grave, ¿no? Este caso es terriblemente triste y comprendo que le resulte difícil admitir que alguien por quien sentía un afecto muy profundo tuviese el ánimo desequilibrado. Pero me parece bastante claro que lo que estamos analizando aquí es un caso de locura familiar hereditaria: una «tara» familiar, en la propia expresión de la señorita Ayres. ¿No podría ser que cuando, en los últimos segundos de su vida, exclamó «¡Tú!», lo hizo poseída por una alucinación? ¿Que la demencia ya se había adueñado de ella? Nunca lo sabremos. Sin embargo, me siento plenamente inclinado a recomendar al jurado que emita un veredicto de «suicidio cometido en un momento de enajenación mental».

»Pero no soy médico -prosiguió-. Usted es el médico de la familia y me gustaría que corroborara este veredicto. Si no se siente en condiciones de corroborarlo, debe decirlo muy claramente; en cuyo caso, mi recomendación al jurado puede que tenga que ser diferente. ¿Corrobora usted este veredicto o no?

Me miré las manos; temblaban ligeramente. En la sala hacía más calor que nunca, y era horriblemente consciente de que los miembros del jurado me miraban. De nuevo tuve la sensación de que allí se estaba juzgando algo en lo que yo estaba involucrado personal y culpablemente.

¿Existía una tara? ¿Era eso lo que había aterrorizado a la familia, día tras día, un mes tras otro, y lo que había acabado destruyéndola? Era lo que obviamente creía Riddell, y en otro momento habría estado de acuerdo con él. Yo habría expuesto las pruebas tal como él lo había hecho, hasta que coincidieran con la historia que yo quería que contasen. Pero mi confianza en esta versión ahora flaqueaba. Me pareció que la calamidad que había sobrevenido sobre Hundreds Hall era una cosa mucho más extraña, no algo que se pudiese decidir hábilmente en la sencilla salita de un juzgado.

Pero, entonces, ¿qué era?

Alcé la mirada hacia un mar de caras atentas. Vi a Graham, a Hepton, a Seeley. Creo que este último asintió levemente, aunque no sé si me estaba incitando a hablar o a guardar silencio. Vi a Betty mirándome con sus ojos claros y desconcertados… A esta imagen se superpuso otra: el rellano de Hundreds, iluminado por la luz de la luna. Y una vez más creí ver a Caroline recorriéndolo con su paso firme. La vi subir dubitativa la escalera, como atraída por una voz conocida; la vi internarse en la oscuridad, no del todo segura de lo que había delante de ella. Entonces vi su cara…, la vi tan nítidamente como todas las caras que me rodeaban. Vi reconocimiento, comprensión, horror en su rostro. Sólo por un momento -como si estuviera allí, en la superficie plateada de su mirada iluminada por la luna-, incluso creí divisar el contorno de una cosa oscura, espantosa…

Aferré la baranda de madera que tenía delante y oí que Riddell decía mi nombre. El oficial se apresuró a traerme más agua; se oyeron más murmullos en la sala. Pero el acceso de vértigo ya había pasado y el fragmento de la pesadilla de Hundreds que yo había vislumbrado se había sumido en la oscuridad. ¿Y qué importaba ahora, al fin y al cabo? Todo había terminado ya; todo se había consumido y esfumado. Me enjugué la cara y, más tranquilo, me levanté y me volví hacia Riddell para decirle que sí, que corroboraba su veredicto. Creía que en las últimas semanas de su vida la mente de Caroline se había nublado y que su muerte había sido un suicidio.

El coroner me dio las gracias, me dijo que podía abandonar el estrado y expuso su recapitulación del caso. El jurado se retiró, pero con una orientación tan clara que había poco que deliberar; volvieron enseguida con el veredicto esperado y, tras las formalidades habituales, se dio carpetazo a la investigación. La gente se levantó, las sillas rasparon y chirriaron. Se alzaron las voces. Le dije a Graham: «Por Dios, vámonos deprisa, ¿vienes?».

El me pasó la mano por debajo del codo y me sacó de la sala.

No leí ninguno de los periódicos que se publicaron en el curso de aquella semana, pero supongo que dieron una gran cobertura a la declaración de Betty asegurando que Hundreds estaba «embrujado». Tengo entendido que incluso algunas personas morbosas contactaron con el agente inmobiliario, haciéndose pasar por compradores potenciales para intentar que les mostrasen el Hall; y en un par de ocasiones en que pasé por la carretera de Hundreds Hall en aquellos días vi coches o bicicletas estacionados delante de las verjas del parque, y a gente fisgando por los barrotes de hierro, como si la casa se hubiese convertido en una atracción para excursionistas, como un castillo o una gran mansión. Por el mismo motivo, el entierro de Caroline atrajo a espectadores, aunque sus tíos cuidaron de que fuera lo más modesto posible, sin tañidos de campana ni profusión de flores ni cortejo. Los asistentes no fueron numerosos, y yo me mantuve bien rezagado detrás de ellos. Llevé conmigo el anillo no estrenado en el bolsillo, y le di vueltas y más vueltas entre los dedos mientras bajaban el féretro.

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