Allí sucumbí al pánico y a la confusión porque el sendero estaba cambiado, era raro y erróneo, era increíblemente largo y se internaba, al fondo, en una oscuridad total.
Desperté al amanecer, abatido y acurrucado. Eran las seis pasadas. Las ventanillas del coche estaban empañadas de vaho y yo tenía la cabeza desnuda: mi sombrero se había encajado entre mi hombro y el asiento, y estaba irreparablemente aplastado, y la manta enredada en mi cintura como si hubiese luchado con ella. Abrí la puerta para que entrara el aire fresco y me apeé trabajosamente. A mis pies se escurrió algo; pensé que eran ratas, pero era una pareja de erizos que habían estado olfateando los neumáticos del coche y ahora desaparecían en la hierba alta. Dejaron tras ellos unas huellas oscuras: la hierba estaba blanqueada de rocío. Una tenue neblina cubría el estanque; ahora el agua era gris en lugar de blanca; el paraje había perdido el aire de irrealidad que había tenido en la madrugada. Me sentí un poco como recordaba haberme sentido después de un tremendo ataque aéreo sobre la ciudad: como si saliera parpadeando del refugio y viera las casas dañadas pero todavía en pie, cuando en mitad del intenso bombardeo daba la sensación de que el mundo se estaba haciendo pedazos.
Más que aturdido me sentía algo mucho más sencillo: estaba baldado. La pasión se había desvanecido. Quería tomar un café y afeitarme; y necesitaba urgentemente ir al cuarto de baño.
Me alejé un trecho y aplaqué la urgencia; después me pasé el cepillo por el pelo y alisé como pude mi ropa arrugada. Probé el coche. Estaba húmedo y frío y no arrancó a la primera, pero lo hizo después de levantar el capó y secar las bujías; el ruido del motor quebró el silencio del campo y espantó a los pájaros de los árboles. Volví por el sendero, recorrí un tramo corto de la carretera de Hundreds y doblé hacia Lidcote. No me crucé con nadie en el camino, pero el pueblo empezaba a despertarse, las familias de aparceros ya se estaban preparando, humeaba la chimenea de la panadería. El cielo estaba bajo y las sombras eran alargadas, y todos los pequeños detalles de la iglesia empedrada, las casas y las tiendas de ladrillo rojo, las aceras desiertas y las calzadas sin tráfico, todo poseía un aire fresco, limpio y hermoso.
Mi casa está en lo alto de la calle mayor, y al aproximarme vi a un hombre en la puerta de mi consulta: estaba llamando al timbre de noche y luego ahuecó las manos alrededor de los ojos para atisbar a través del cristal esmerilado contiguo a la puerta. Llevaba un sombrero y el cuello del abrigo levantado, y no le vi la cara; supuse que era un paciente y el corazón me dio un vuelco. Pero al oír mi coche se volvió y entonces reconocí a David Graham. Algo en su porte me hizo presentir que traía malas noticias. Cuando estuve más cerca y vi su expresión supe que la noticia era muy mala. Aparqué, me apeé y él se me acercó cansinamente.
– Te he estado buscando. Oh, Faraday… -Se pasó la mano por los labios. La mañana era tan silenciosa que oí cómo la barbilla le raspaba la palma de la mano.
– ¿Qué ha pasado? -dije-. ¿Es Anne?
Fue lo único que se me ocurrió pensar.
– ¿Anne? -Sus ojos de aspecto cansado pestañearon-. No. Es… Faraday, me temo que es Caroline. Ha habido un accidente en Hundreds. Lo siento muchísimo.
Se había recibido una llamada del Hall, alrededor de las tres de la mañana. Betty me buscaba, hecha un manojo de nervios; yo, por supuesto, no estaba en casa y la centralita había pasado el mensaje a Graham. No le dieron detalles, sólo le dijeron que debía ir a Hundreds lo antes posible. Él se había vestido y había ido derecho, y al llegar descubrió que le cerraban el paso las verjas del parque. Betty se había olvidado del candado. Graham probó una verja y luego dio un rodeo y probó la otra, pero las dos estaban bien aseguradas y eran demasiado altas para intentar escalarlas. Estaba a punto de volver a casa y telefonear a Betty cuando pensó en las nuevas casas municipales y en el boquete en el muro del parque. Las viviendas tenían ahora unos jardines rudimentarios, con alambradas en la parte de atrás; pudo trepar por una de ellas y se dirigió al Hall andando.
Betty le abrió la puerta, con un quinqué tembloroso en la mano. Graham dijo que estaba «más allá de la histeria», casi muda de conmoción y miedo, y en cuanto ella le hizo pasar dentro comprendió por qué. Detrás de Betty, a la luz de la luna, sobre el mármol rosa y rojo oscuro del vestíbulo, yacía Caroline. Estaba en camisón, con el dobladillo levantado y retorcido. Tenía las piernas desnudas, el pelo parecía esparcido como un halo alrededor de la cabeza y, por un segundo, en las sombras tan espesas, Graham pensó que quizá estuviese allí tendida a causa de algún ataque o desmayo. Después tomó el quinqué de Betty, se agachó y, con horror, vio que lo que había tomado por el cabello esparcido de Caroline era en realidad sangre que ya se estaba oscureciendo; comprendió que debió de caerse desde uno de los rellanos de arriba. Automáticamente miró a la escalera, como buscando una barandilla rota; no había ningún desperfecto. Encendió otro par de lámparas y examinó brevemente el cuerpo, pero era evidente que ya no se podía hacer nada. Pensó que Caroline debía de haber muerto en el momento en que se golpeó la cabeza contra el mármol. Cogió una manta y cubrió el cadáver, y luego llevó a Betty a la cocina y preparó té.
Esperaba un relato de lo que había ocurrido. Pero Betty le decepcionó, porque no tenía gran cosa que contarle. En mitad de la noche había oído los pasos de Caroline en el rellano. Al salir de su habitación para ver de qué se trataba, vio en realidad el cuerpo de Caroline cayendo y después oyó el horrible impacto y el estruendo del golpe al estrellarse en el mármol de abajo. Fue más o menos lo único que podía explicar. No «soportaba pensarlo». La imagen de Caroline precipitándose al vacío a la luz de la luna era la más atroz que había visto en su vida. La seguía viendo cuando cerraba los ojos. Creía que «nunca llegaría a recuperarse».
Graham le dio un sedante y luego, exactamente como yo había hecho poco tiempo antes, cogió el teléfono anticuado de Hundreds y llamó a la policía y a la furgoneta del depósito. También me llamó a mí para comunicarme lo que había sucedido; de nuevo, por supuesto, no hubo respuesta. Pensó en los vehículos que no tardarían en llegar y se acordó de las verjas cerradas con un candado; pidió a Betty la llave y atravesó el parque iluminado por la luna hasta llegar a su coche. Dijo que se alegró de salir de la casa y que no tenía ganas de volver a entrar en ella. Tuvo la sensación irracional de que el lugar padecía una enfermedad, de que una especie de infección persistente impregnaba sus suelos y paredes. Pero asistió a todas las diligencias posteriores: la llegada del sargento y el traslado a la furgoneta del cuerpo de Caroline. A las cinco de la mañana todo había terminado; sólo faltaba ocuparse de Betty. Tenía un aspecto tan trastornado y lastimoso que pensó en llevársela a su casa, pero de nuevo sintió una extraña renuencia a prolongar su contacto con el Hall. Aun así, quedaba totalmente descartada la posibilidad de dejarla sola en aquella casa horrible, y aguardó a que ella recogiera sus cosas y la llevó a la casa de sus padres, a unos quince kilómetros de Hundreds; dijo que ella no paró de estremecerse durante todo el viaje. A continuación Graham regresó a Lidcote para contarle a Anne lo que había ocurrido; y después salió a buscarme.
– No habrías podido hacer nada, Faraday -dijo-. Y, para serte sincero, creo que ha sido una bendición que me avisaran a mí. No fue una muerte dolorosa, te lo prometo. Pero las heridas de Caroline…, bueno, casi todas eran en la cabeza. Es mejor que no las hayas visto. Pero no quería que te enterases por alguna otra persona. Supongo que estabas atendiendo a un paciente.
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