Boris Vian - Las Hormigas

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Cuando llega el otoño las hormigas cautivan nuevamente mi atención y mi intelecto. Estos días se fundarán nuevos hormigueros, tras una cópula exquisita en las alturas de un vuelo nupcial entre reinas y machos alados que caerán muertos y triunfantes al suelo. Las calles o campos, recipientes de este sacrificio evolutivo, ofrecerán sus cavidades subterráneas para que este insecto social pueda seguir actuando impostergablemente como un supraorganismo de conciencia colectiva. Es un momento para el tránsito. Y para celebrarlo, como todos los años releo gustoso La vida social de las hormigas de Wilhelm Goetsch y me arrojo a una literatura que incluya al género formicidae.
De esta manera, entre librería y librería se me apareció Boris Vian como un coloso entre los libros de bolsillo portando mi título deseado. Once relatos encabezados por el más sullivaniano, Las hormigas. Todos fueron escritos entre 1944 y 1947, tras la Gran Guerra, por uno de los autores más polifacéticos de la literatura, escritor, poeta, músico de jazz, ingeniero y traductor, que se codeó con la crème de la crème del jazz como Duke Ellington, Miles Davis o Charlie Parker, y con el proteccionismo existencialista de Jean Paul Sartre y Albert Camus. Me quedan en activo los efectos de Escupiré sobre vuestra tumba y sus Escritos pornográficos. Su literatura es desgarradora, aunque tal vez con esta obra se aleja un tanto del estilo detallista que usaba con el pseudónimo de Vernon Sullivan. Anoto aquí la temática de cada uno, pero destaco sobre todo, Las hormigas y Blues por un gato negro. Tienen fuerza.
Las hormigas. Entramos en la Gran Guerra. Los soldados muertos son tratados como trozos de carne molestos. Estallan las bombas, todo se llena de granadas y metralla. Avanza a cubierto por detrás de los tanques mientras escucha el desagradable ruido de los cadáveres que son chafados. Su cuaderno de notas quedará inmortalizado.
Discípulos aplicados. Dos psicópatas son instruidos en la Escuela de Polis y ellos juegan al «corta-furcias-en-rodajas».
El viaje a Khonostrov. Entramos en el departamento de un vagón de tren. Hay cinco personas muy dicharacheras, excepto una: Saturne Lamiel. Y eso le va a costar caro.
El cangrejo. Jacques Théjardin. Toca el flautín agreste en una orquesta de música de cámara y un día expuesto a una perniciosa corriente enferma de peste de cangrejos. Su estado le lleva a la desesperación y al surrealismo.
El fontanero. Una profesión muy peculiar, teniendo en cuenta que en un cuarto de baño siempre hay trabajo para un fontanero.
El camino desierto. Fidèle estudia para ser marmolista funerario. Lleva una vida metódica y tiene un amor, Noémi, con la que desea casarse en breve si todo sale bien.
Los peces muertos. Aquí se ocupa de esos crueles patrones que tratan como despojos a sus empleados.
Blues por un gato negro. Peter Gna y su hermana salen del cine y en las calles se encuentran a un gato y un gallo peleándose y soltándose improperios. En la pelea el gato negro termina cayendo a una alcantarilla y se monta todo un rescate en la calle para salvar al gato sarcástico y mordaz.
La neblina. André, un pensionista, sale del asilo completamente curado para regresar de nuevo a su casa y a su barrio con sus vecinos. La neblina de la ciudad, los sonidos de la Defensa Antiaerea y la crispación de la guerra dificultan una vida sencilla.
El ganso azul. Faetón Sol va a ciento veinte por la carretera y se detiene para recoger a Anaïs, un cuerpo prometedor, que saca el pulgar de autoestopista. Dentro del coche lleva al mayor, un perro y dos maletas. Ella se sube. Los hechos irán descubriendo la verdad.
El extra. En los Estudios Cinestropicio necesitan siempre actores y ellos esperan y esperan hasta que les toca su turno para demostrar que lo suyo no es una profesión vocacional.

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III

– Es un gato -dijo Peter Gna.

Resultaba poco probable que otro animal llevara su perfidia hasta el punto de imitar la voz del gato, llamada habitualmente maullido, por onomatopación.

– ¿Cómo habrá caído ahí?

– Ese cerdo del gallo -dijo el gato- y una bicicleta subsiguiente.

– ¿Fuiste tú quien empezó? -preguntó la hermana de Peter Gna.

– No -dijo el gato-. Me provocaba gritando sin parar. Y sabe que eso me horroriza.

– No se le debe guardar rencor -dijo Peter Gna-. Van a cortarle el cuello muy pronto.

– Y harán bien -dijo el gato con una sonrisa de satisfacción.

– Está muy mal -dijo Peter Gna- que te alegres de la desgracia ajena.

– No -dijo el gato-, puesto que yo mismo me encuentro en un apuro.

Y se puso a llorar con amargura.

– Un poco más de valor -dijo severamente la hermana de Peter Gna-. No eres el primer gato que se cae en una alcantarilla.

– Pero los demás me importan un comino -refunfuñó el gato, y a continuación añadió-: ¿No querrían intentar sacarme de aquí?

– Claro que sí -dijo la hermana de Peter Gna-, Pero si vas a volver a empezar a pelearte con el gallo, no merece la pena.

– ¡Oh…! Dejaré al gallo tranquilo -dijo el gato con tono de desinterés-. Ya le he dado su merecido.

Desde el interior de la portería, el gallo emitió un cloqueo de regocijo. Felizmente, el gato no le oyó.

Peter Gna se quitó el fular y se echó cuerpo a tierra en la calle.

Todo aquel bullicio había atraído la atención de los transeúntes… y un nutrido grupo se fue formando alrededor de la boca de la alcantarilla. En él se encontraba una peripatética con abrigo de piel y con un vestido rosa tableado asomando por el escote. Olía furciamente bien. Con ella estaban dos soldados americanos, uno a cada lado. Al de la derecha no se le veía la mano izquierda, y al de la izquierda tampoco, pero es que éste era zurdo. También estaban la portera de la casa de enfrente, la fámula del cafetín de enfrente, dos rufianes con sombrero flexible, otra portera y una abuela chiflada por los gatos.

– ¡Es espantoso! -dijo la puta-. ¡Pobre animal! No puedo ver estas cosas.

Se ocultó el rostro detrás de las manos. Uno de los rufianes le alargó con galantería un periódico en el que podía leerse: «Dresde reducido a añicos; por lo menos ciento veinte mil muertos».

– Los hombres -dijo la anciana chiflada por los gatos al leer el titular- no importan, no me importan nada. Pero no puedo ver sufrir a un animal.

– ¡Un animal! -protestó el gato-. ¡Lo dirá por usted…!

Pero por el momento sólo Peter Gna, su hermana y los americanos podían entenderle, pues hacía gala de un fuerte acento inglés que tenía asqueados a los americanos.

– The shit with this limey cat! -dijo el más grande de los dos-. What about a drink somewhere…?

– Sí, querido mío -dijo la puta-, Claro que vamos a sacarlo de ahí.

– Me parece que no -dijo Peter Gna volviendo a ponerse de pie-. Mi fular es demasiado corto y no puede agarrarse a él.

– ¡Es espantoso! -gimió el concierto de voces apiadadas.

– ¡Cierren el pico! -masculló el gato-. Déjenle que piense.

– ¿Nadie tiene un bramante? -preguntó la hermana de Peter Gna.

Encontraron un bramante, pero, a todas luces, el gato no podía agarrarse a él.

– No funciona -dijo el gato-. Se me escurre entre las garras, lo que resulta muy desagradable. Si estuviera aquí el cerdo del gallo, le restregaría las napias por esta guarrería. Este agujero huele a ratas de una manera asquerosa.

– Pobre pequeñín -dijo la fámula de enfrente-. Maúlla de una forma que me desgarra el alma. Estas cosas me conmueven.

– Conmueven más que un bebé -observó la puta-. Es demasiado atroz. Me voy.

– To hell with that cat -dijo el segundo americano-. Where can we sip some cognac?

– ¡Ya has bebido demasiado coñac! -tronó la chica-. Vosotros también sois terribles… Vamos, no quiero oír a ese gato…

– ¡Oh…! -protestó la criada-. ¡Bien podría ayudar un poco al señor y la señora…!

– ¡Ese sería mi mayor deseo! -dijo la puta deshaciéndose en lágrimas.

– ¿Por qué no cierran el pico de una vez ahí arriba? -repitió el gato-. Y, además, dense prisa… Me estoy constipando…

Un hombre cruzó la calle. Iba con la cabeza descubierta, sin corbata y en zapatillas. Estaba fumando un cigarro antes de acostarse.

– ¿Qué ocurre, señora Choriza? -le preguntó a la que tenía aspecto de portera.

– Un pobre gato al que algún gamberro ha debido meter en la alcantarilla -interfirió la anciana de los gatos-. ¡Hay tanto gamberro…! Los debían tener metidos a todos en correccionales hasta que cumplieran los veintiún años.

– A los gallos es a quienes deberían meter -sugirió el gato-. Los gamberros se pasan el día entero chillando so pretexto de que probablemente el sol va a levantarse…

– Volveré a subir a mi casa -dijo el hombre-. Tengo algo que servirá para sacarlo de ahí. Esperen un minuto.

– Espero que no sea una broma -dijo el gato-. Empiezo a darme cuenta de por qué el agua no vuelve a salir nunca de las alcantarillas. Es fácil entrar, pero la maniobra inversa resulta un tanto delicada.

– No veo qué se pueda hacer -dijo Peter Gna-. Está muy mal situado, es casi inaccesible.

– De sobra lo sé -dijo el gato-. Si no fuera así, saldría por mis propios medios.

Otro americano se aproximó. Este caminaba derecho. Peter Gna le explicó la cosa.

– Can I help you? -dijo el americano.

– Lend me your flash-light, please -dijo Peter Gna.

– Oh! Yeah! -dijo el americano, y le pasó una linterna.

Peter Gna volvió a ponerse cuerpo a tierra y esta vez consiguió entrever un poco al gato. Este exclamó:

– ¡Hágame llegar ese aparatito! Parece que funciona. Es de un yanqui, ¿verdad?

– Sí -dijo Peter Gna-, Mira, voy a utilizar mi chaquetón canadiense. Intenta agarrarte a él.

Se quitó el chaquetón y lo pasó por la boca de la alcantarilla sujetándolo por una manga. Los reunidos empezaban a entender al gato. Se iban haciendo a su acento.

– Un poquito más -dijo el gato.

Y a continuación saltó para aferrarse a la prenda. Pudo oírse, en idioma gatuno esta vez, un espantoso taco. El chaquetón se le escapó a Peter Gna y desapareció por la alcantarilla.

– ¿Todo bien? -preguntó Peter Gna inquieto.

– ¡Por todos los demonios! -dijo el gato-. Acabo de golpearme el cráneo contra algo que no había visto. ¡Leñe…! ¡Siento como punzadas!

– ¿Y mi chaquetón? -dijo Peter.

– I'll give you my pants -dijo el americano, y comenzó a despelotarse para colaborar en el salvamento.

La hermana de Peter Gna le detuvo.

– It's impossible with the coat -dijo-. Won't be better with your pants.

– Oh! Yeah! -dijo el americano, y empezó a abrocharse los pantalones otra vez.

– ¿Qué hace? -dijo la puta-. ¡Es negro…! No le dejen despelotarse en la calle. ¡Qué cochino!

Imprecisas individualidades continuaban uniéndose al pequeño grupo. La boca de la alcantarilla adquiría, bajo el resplandor de la linterna, un aspecto muy extraño. El gato despotricaba y el eco de sus imprecaciones llegaba curiosamente amplificado a los oídos de los recién llegados.

– Me gustaría recuperar mi chaquetón -dijo Peter Gna.

El hombre en zapatillas se sirvió de los codos para abrirse paso. Llevaba un largo mango de escoba.

– ¡Ah! -dijo Peter Gna-, Tal vez eso funcione.

Pero al verse ante la entrada de la alcantarilla, el palo se puso tieso, y el saliente formado por la bóveda impidió su introducción.

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