Michel
El orfanato municipal de Selonsville ocupaba dos pabellones unidos en forma de L de una antigua caserna militar. Bajo la estricta supervisión de Monsieur Lafitte medio centenar de niños salían cada mañana a un jardín desolado donde la helada ennegrecía los hierbajos.
Separado del mundo exterior por altas vallas, aquel lugar no era tan distinto de los campos de concentración en los que habían perecido los padres de muchos internos.
En sus sueños, todos los niños albergaban la esperanza de encontrar una familia de adopción, lejos de las monjas hurañas que servían cada día el mismo rancho y vigilaban que en los dormitorios nadie rechistara a partir de las nueve.
Todos excepto Michel.
Nadie, ni siquiera Monsieur Lafitte, entendía cómo podía ser tan feliz. A diferencia de los demás niños, que andaban todo el día cabizbajo o buscando pelea sin motivo, Michel no parecía tener queja de su vida en el orfanato. Tal vez porque había sido abandonado poco después de nacer y no conocía a sus padres, para él todo el mundo se hallaba en el perímetro de aquel lugar frío y austero. Su familia era los demás niños y las monjas del centro. Incluso el señor director era para él una especie de abuelo cascarrabias.
Aunque no era el más fuerte del orfanato, ejercía una extraña autoridad sobre sus compañeros. No sólo se libraba de los tortazos que se repartían a diario entre las diferentes bandas, sino que a menudo unos y otros recurrían a él para resolver entuertos. Así, antes de que un conflicto llegara a oídos de Monsieur Lafitte, las diferentes partes acudían a Michel para que ejerciera de juez de paz.
Con sentido común y unas cuantas bromas lograba casi siempre que los contendientes se dieran la mano y la cosa no fuera a mayores.
Muchos se preguntaban de dónde sacaba Michel aquella alegría de vivir que contagiaba a su alrededor. A fin de cuentas los niños del orfanato no tenían juguetes, ni familiares que los visitaran, ni siquiera ropa decente para pasear los domingos. Los días transcurrían monótonos, entre el grasiento comedor que apestaba a refrito y el pabellón habilitado como escuela, donde la monja maestra los torturaba, un día tras otro, con interminables dictados.
«En el futuro necesitaréis buena ortografía, aunque sólo sea para solicitar un puesto de basurero en el ayuntamiento», les advertía.
Ése era uno de los mejores destinos que aguardaban a los «liberados», como se denominaba a los internos al cumplir los 14 años. La mayoría entonces eran contratados como aprendices de cualquier oficio a cambio de un plato caliente y un techo, con una pequeña asignación mensual que apenas llegaba para una entrada de cine.
Tal vez era esa perspectiva, además del hacinamiento en habitaciones con una docena de literas, la que hacía que los niños y las niñas del orfanato fueran tan apáticos y malhumorados.
Michel no era así y sólo él sabía por qué. Él tenía algo de lo que carecían los demás. Un auténtico tesoro. Estaba enamorado de una niña del centro aunque ella ni siquiera lo sospechaba. Se llamaba Eri, un nombre que en japonés significaba «luz de luna». Al parecer, era hija de un marinero francés que había concebido en el país del sol naciente y, al morir la madre, no se había podido ocupar de ella.
Amigos inseparables, a Michel y a Eri se les veía juntos desde que habían empezado a caminar, lo que al principio les había valido muchas bromas pesadas. Con el paso de los años, sin embargo los internos se habían acostumbrado tanto a aquella pareja que sólo se sorprendían cuando aparecían por separado.
Lo normal era verlos charlando por el jardín pelado, leyendo juntos en la húmeda biblioteca, sentados en el comedor frente a frente…
Cada noche, antes de que sonara el timbre para acostarse, se citaban en el tejado de la antigua caserna para reconocer las estrellas y las constelaciones.
Luego se despedían con una sonrisa hasta la mañana siguiente.
Pero la noche más fría de aquel invierno iba a ser distinta a todas, pues al retirarse al dormitorio de las niñas Eri se durmió para ya no despertar.
Luz de luna
Todas su compañeras estaban ya vestidas y aseadas, pero Eri no despertaba. Para evitarle el castigo de Monsieur Lafitte una de ellas empezó a zarandearla. No obstante, la niña parecía hacer caído en un extraño y profundo sueño que no lograban traspasar las voces de sus amigas.
Asustadas, dieron el aviso a la monja enfermera, que tampoco logró devolverla a la vigilia. Ni siquiera una cucharada de agua del Carmen, un fuerte licor que resucitaría a un muerto, sacó de Eri de aquel insólito desmayo.
Michel vio con el corazón en un puño cómo se llevaban a su Luz de luna en camilla. Cuando la vieja ambulancia cerró el portón trasero, salió corriendo tras ella con lágrimas en los ojos.
No paró de correr hasta llegar, exhausto, al gris edificio que se erigía en las afueras de Selonsville. El hospital de la ciudad era un lugar lúgubre donde muchos combatientes habían llegado para exhalar el último suspiro ante sus familiares.
Además de sus compañeros de orfanato, aquella niña era la única familia que tenía en el mundo, así que Michel sintió que las piernas le temblaban mientras subía las escaleras. Iba a recibir un buen castigo por haber salido del centro fuera de horas, pero no era ése el motivo por el que el frío se había instalado en lo más profundo de su ser.
Cuando llegó a la segunda planta, una apática enfermera le señaló el final de pasillo. Frente a la última puerta dos médicos charlaban entre susurros con expresión grave.
Michel corrió hacia ellos temiendo lo peor. Uno de los médicos le bloqueó la entrada a la habitación cuando ya estaba a punto de colarse dentro.
– No se admiten visitas -dijo con voz grave.
– Necesito saber cómo está Eri -imploró Michel.
– viva.
El segundo médico se apartó para que su compañero pudiera hablar a solas con la única persona que se había interesado por la joven paciente. Michel se tranquilizó un poco al ver que su amiga reposaba en la cama con la cabeza hundida en la almohada.
Sin embargo, la expresión de la niña no era de plácido sueño. La vida misma parecía haber huido de aquel cuerpo frágil y delicado. Varios cables la conectaban a una máquina que palpitaba con un lento zumbido.
– ¿Qué le pasa? -preguntó el niño muy preocupado-. ¿Cuándo se pondrá bien?
– No lo sabemos. De momento las pruebas no permiten…
– Cuando despierte, le pueden preguntar qué le hace daño para poder curarla -lo interrumpió Michel.
El médico apoyó la manaza en el hombro del chico antes de bajar la voz para comunicarle:
– Ése es el problema, que no sabemos si va a despertar. Tenemos pocas esperanzas -Michel sintió cómo algo dentro de él se desmoronaba mientras el hombre acababa de emitir su diagnóstico-. Tu amiga ha entrado en como por causas desconocidas. La hemos examinado a fondo y no ha recibido ningún golpe que explique su estado. Mi compañero opina que puede deberse a una enfermedad del corazón que no le había sido detectada hasta ahora.
– ¿Quiere decir, entonces, que Eri no despertará? -preguntó Michel con lágrimas en los ojos-. ¿Se va… a morir?
La expresión del médico se ensombreció mientras se encogía de hombros.
Odiaba reconocer que no tenía respuesta.
Herminia
Michel deambuló perdido por las calles nevadas sin importarle que el orfanato ya se hubiera dado la voz de alarma ante su ausencia.
Consumidas todas las lágrimas, buscaba desesperadamente a alguien que pudiera darle un consejo para ayudar a Eri.
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