Y así fue. Astuko escribió la historia de cómo Kokoro, ahora adolescente, tras leer el libro había cambiado su actitud ante la vida y se mostraba con más fuerza interior para afrontar el desafío de vivir a pesar de su enfermedad.
Recuerdo que cuando vi a Kokoro con su familia sentía que aquella niña era, literalmente, un ángel. Un ser sumamente especial, lleno de luz y de amor. No por casualidad Kokoro, en japonés, se puede traducir como «corazón» o «alma». Ese nombre reflejaba con claridad a aquella joven de mirada serena y profunda.
El destino nos había reunido y la generosidad de Kokoro, de su hermana Sara y de sus padres se había traducido en un pequeño osito de ropa cosido con retales de los vestidos que la pequeña Kokoro había llevado en sus primeros días de vida. Todo gracias a la generosidad de un médico que quiso dar esperanza, mediante el color en el vestido de su bebé, a unos padres ante una situación de enorme dolor e incertidumbre.
Cada un da lo que recibe.
Luego recibe lo que da.
Nada es más simple.
No hay otra norma.
Nada se pierde.
Todo se transforma.
Así reza el maestro Jorge Drexler en Todo se transforma , una de las canciones más bellas que jamás he escuchado. Este libro sigue el aforismo de Jorge. Decidimos escribirlo un día que conté esta historia a Francesc Miralles, amigo del alma y coautor del libro que tienes en las manos. Le dije: «Quisiera contar una historia que navegue por las principales dimensiones del amor, Francesc. Una historia hecha de retales de amor para la esperanza, la belleza y la generosidad, un libro para las buenas personas. Un relato inspirado en una historia de amor que nace en Japón y acaba en España».
Tras cinco años aquí tienes el libro ya en tus manos.
Un corazón lleno de estrellas es un homenaje a tantas personas que a partir de entonces me han enseñado a amar, entre las que aquí quiero destacar:
A la familia Suzuki, por su ejemplo y su generosidad.
A la editorial Poplar y a todos sus extraordinarios profesionales, Sakaisan, Nomurasan y Saitosan, entre muchos, por toda la energía, la fuerza y el talento que han puesto en cada uno de los libros que ha publicado en mi querido Japón.
Pero, por encima de todo, a la buena gente que se entrega a los demás, que da lo mejor de sí misma a pesar del dolor, la adversidad, el sufrimiento y la crisis. A esas personas que son luces, estrellas en el camino de nuestra vida.
A las personas que llenan nuestro corazón de luz, de estrellas.
No quisiera acabar esta introducción sin mencionar algo importante, algo que me llamó poderosamente la atención mientras estaba en la UCI, un día que nuestra hija había tenido una crisis cardiaca tras tres días después de nacer.
Un médico entró en la sala y se acercó a un bebé, quizá el ser más delicado de todos los que había allí. Recuerdo que era un niño prematuro, muy pequeñito, extraordinariamente frágil. Estaba dentro de una incubadora e infinidad de catéteres y cables llegaban y partían de su cuerpo. El médico siguió todo el protocolo de supervisión de las máquinas que lo asistían para asegurarse de que todo iba bien.
Cuando acabó, se arremangó y se sentó en una silla al lado de la incubadora. Introdujo los brazos con suma delicadeza y comenzó a acariciar la sien de bebé mientras entonaba una nana, una canción de cuna son su suma ternura…
Pocas veces he creído tanto en el ser humano como entonces.
Ese gesto de afecto ante la vida que lucha por salir adelante. Esa canción tierna cantada por un hombre mayor. Aquel médico de gran prestigio con el pelo cano que se olvidó de su rol de «doctor» para ser profundamente humano y dar amor. Todo eso era la mejor medicina para aquel pequeño ser y me conmovió como pocas cosas lo han hecho en esta vida.
También a él, cuyo nombre ignoro, y al testimonio de humanidad, ternura y cariño que manifestó con ese gesto, va dedicado este libro.
Y a ti, amiga y amigo lector, porque si estás leyendo esto no es por casualidad. Dedico este relato a tu corazón, que a buen seguro está también lleno de estrellas.
Con cariño, domo arigaro gozaimás . [1]
El niño de las tijeras
1946 tenía que ser un gran año. Sin embargo, el invierno se resistía a partir. Entrado marzo, las calles e Selonsville seguían cubiertas de nieve. Los que habían sobrevivido a la guerra, la ocupación y la pobreza temblaban de frío a la espera de una primavera que no acaba de llegar. Era como si la estación de la esperanza recelara de aquella ciudad francesa donde desde hacía cinco años sólo había florecido el sufrimiento.
Con los Alpes helados al fondo, mujeres, ancianos y tullidos se afanaban por las calles en busca de algún alimento con el que calentar el cuerpo. Sólo los niños parecían ajenos a todo, y al salir de la escuela se arrojaban unos a otros bolas de nieve en batallas sin cuartel.
Los habitantes de Selonsville tenían poco más que hacer. Además de procurarse sustento y carbón para la cocina, se hablaba de lo perdido en la Segunda Gran Guerra, de jóvenes que habían salido de la ciudad para luchar con la Resistencia y nunca había regresado. Algunos habían muerto en el campo de batalla. Otros habían sido deportados a campos de concentración y no se había vuelto a saber de ellos. Por último estaban los desaparecidos sin más: tras despegarse de los brazos de sus padres, esposas o hijos habían partido hacia un destino incierto y su rastro se había perdido en las brumas de la guerra.
Las familias contemplaban con ansiedad sus retratos, que ocupaban un lugar de honor en cada hogar, mientras soñaban con su milagroso retorno. Algunas mujeres encendían cada noche una vela al pie de las fotografías, como un faro para iluminar el regreso a casa entre los restos de la catástrofe.
Así era la vida en la pequeña ciudad y no se hablaba de otra cosa. Hasta que una curiosa noticia local empezó a dar otro tema de conversación. Pues, desde hacia un tiempo, alguien se dedicaba a mutilar la ropa de los ya sufridos ciudadanos.
Primero había sido un empleado de correos, que había llegado a casa con un notorio agujero en la parte trasera de su abrigo. Alguien había recortado una estrella de cuatro puntas del tamaño de una mano. ¿Cómo había sucedido sin que se hubiera dado cuenta? ¿Para qué querría alguien aquel caprichoso retal?
La segunda víctima había sido un contable retirado, que había descubierto en su mejor jersey un agujero que lo dejaba inservible. Faltaba una estrella de la misma forma y del mismo tamaño que la del empleado de correos.
Todo un misterio.
Y los ataques no se habían detenido aquí. Por alguna extraña razón una mano invisible tenía en el punto de mira a los habitantes de Selonsville, que temían por las pocas prendas de ropa que los protegían de frío. Cada día había un nuevo caso y la inquietud crecía al mismo tiempo que la irritación.
Corrían rumores sobre quién podía estar detrás de aquellas gamberradas. Algunos aseguraban incluso haberlo visto. Describían a un niño de unos 9 años con un raído abrigo gris que le llegaba a los pies -probablemente heredado de un familiar mayor- y unas tijeras en la mano.
Nadie sabía quién era, aunque medio Selonsville buscaba ya al «niño de las tijeras» para darle su merecido.
Pero aquellas estrellas de ropa tenían un sentido. Eran el firmamento que iluminaba la noche de alguien muy triste. Alguien que había cerrado los ojos a la vida y se resistía a abrirlos de nuevo.
Todo había empezado una semana antes, en la mañana más fría de aquel invierno sin final…
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