– ¿Eres por casualidad Sissy Hankshaw?
– Sí, lo soy -dijo Sissy Hitche. ¿Quién podría ser si no?
Salió del coche una señora muy elegante de mediana edad.
– Pero por Dios. ¿Cómo no llamaste por teléfono? Habría ido alguien a Mottburg a buscarte. Soy la señorita Adrián, del rancho. La Condesa escribió diciéndome que venías. Sube, ancla. Debes estar agotada. Hoy hace mucho calor… Gloria, ayuda a la señorita Hankshaw con su equipaje.
Gloria saludó con un gesto amistoso a Sissy, pero no hizo el menor ademán de ayudarla. Sissy metió su mochila en el espacioso vehículo. Empezó a seguirla, pero retrocedió lo suficiente para agitar furtivamente un pulgar. (Mejor hacer señas a un coche que ha parado ya que no hacerlas en absoluto.) Luego entró y se sentó junto a la inmaculada y pulcrísima señorita Adrián. Aquella mujer le recordaba el piano blanco de Julián. En su mente, Sissy colocó un jarrón de rosas sobre la señorita Adrián. Quedaba muy bien.
En cuanto Sissy cerró la puerta, la vaquera chófer pisó a fondo el acelerador del Cadillac y éste partió bamboleándose en una monótona película de polvo desenfocado. Las rosas cayeron del piano. El piano enseñó los dientes.
– Idiota -el tono era bajo y profundo: fa agudo do medio.
Luego la señorita Adrián recuperó su compostura.
– ¿Cómo no llamaste por teléfono? Siento mucho que hayas tenido que andar tanto por estas soledades. No intentaste ponerte en contacto conmigo, ¿verdad? Precisamente venimos ahora de Mottburg; fuimos a acompañar a unas clientes al tren de la tarde.
Y dicho esto suspiró. Un suspiro irritado.
– Más clientes que se van antes de terminar el tratamiento. Hoy se fueron tres. Decidieron pasar al Gran Oportunidad de Elizabeth Arden que queda en Phoenix, Arizona. El Elizabeth Arden cuesta mil dólares por semana. El Rosa de Goma setecientos, y aún menos si la estancia es de un mes. ¿Por qué se van entonces nuestras clientes al Elizabeth Arden?
La señorita Adrián hizo una pausa. Presionó un botón, movilizando un cristal de separación que aislaba el compartimento de pasajeros del asiento del conductor, A través del cristal, Sissy pudo ver aunque no oír, reírse a Gloria.
– Te diré por qué -prosiguió la señorita Adrián-. Por esta peste de vaqueras.
»Señorita Hankshaw, no puedo esperar a que venga La Condesa para resolver este lío. No puedes imaginarte, es algo horrible. Al principio, cuando las cosas estaban en su sitio, todo iba bien. He de admitir que hacían las tareas del rancho prácticamente igual que los hombres. Pero poco a poco han ido infiltrándose en todos los sectores de nuestro programa. Esa que se llama Debbíe se considera especialista en ejercicio y dieta. Con permiso de Bonanza Jellybean, y contra mis órdenes explícitas, ha estado obligando a las clientes a hacer algo llamado yoga kundalini. ¿Sabes lo que es? Permíteme que te informe. Es intentar obligar mentalmente a una culebra de fuego a subir por la columna vertebral de una. Señorita Hankshaw, nuestras clientes no pueden entender el yoga kundalini, no digamos ya practicarlo. Y Debbie se ha hecho cargo completo del menú. Nos ha tenido un mes sólo a arroz integral, luego empezó una llamada dieta antimoco y después otra cosa parecida. Ayer, precisamente, pidió un nuevo libro de cocina de un negro tibetano que se titula El tercer ojo en la cocina: comida «soul» himalaya. Sabe Dios lo que será eso. Hasta las otras vaqueras se quejan.
»Señorita Hankshaw, estoy orgullosa del Rosa de Goma. Ofrecemos básicamente el mismo programa que el rancho de belleza de Elizabeth Arden: ejercicios de colchoneta, natación, sauna, baño de vapor, baño de cera y parafina, masaje, tratamientos faciales, baño de remolino, tratamiento de cuero cabelludo, formación dietética, manicura, pedicura, peluquería artística, clases de maquillaje. Pero además el ambiente es más divertido. El Gran Oportunidad de Arden es muy fino y elegante. Nosotros ofrecemos una atmósfera de rancho informal, rústica, con cabalgadas, acampadas y demás. Sin embargo, lo que realmente nos diferencia del Gran Oportunidad y de todos los demás de belleza es nuestro programa de acondicionamiento íntimo. Señorita Hankshaw, las dos somos mujeres adultas; podemos hablar con franqueza sobre estas cosas. Cuando una mujer va a un rancho de belleza, es con el fin de hacerse más atractiva sexualmente a los hombres. Ése es en definitiva el asunto. Suele haber otras consideraciones, por supuesto, pero básicamente nuestra cliente es un ave sin pareja que necesita emperejilarse.
La alusión ornitológica hizo pensar a Sissy en antiguos periquitos y futuras grullas chilladoras.
– Otros rancho reconocen esto, pero no van más allá. ¿Qué utilidad tiene atraer a un hombre a la cama, y perdóneme la franqueza, si luego se le ofende o se le desilusiona allí? Por eso, en el Rosa de Goma insistimos en la higiene femenina, en los ejercicios de fortalecimiento de vagina, etc. Pues bien, esta semana, las vaqueras invadieron la sala de recondicionamiento sexual y mi lengua se niega a describir los disparates que propusieron. Algo absolutamente increíble. Esas salvajes están destruyendo todo lo que yo he construido, burlándose de todo lo que significa la empresa. Cuando venga La Condesa… hasta ahora me daba miedo quejarme. Jellybean ladra más que muerde, y la mayoría de las chicas, pese a todas sus malas maneras, no matarían una mosca. Pero hay una nueva, una a la que ellas llaman Del Ruby. Ésa tiene la bondad de un escorpión; ¡oh, si vieras cómo me mira! En fin, he considerado prudente evitar un enfrentamiento que pudiese molestar a las clientes. Pero ahora que casi ha terminado la temporada (trabajamos de abril a septiembre) y que por fin va a venir La Condesa…
Estaban ya en las colinas. El sol se hundía. Llevándose con él su pandereta, el viento se fue a casa a cenar. La hierba perdió el ritmo y se quedó quieta. Una soledad norteamericana, que es una soledad como no hay otra en el mundo, fue extendiéndose alrededor del Cadillac, brotando del suelo que iba ya enfriándose, del aire mismo; con un olor dulzón y colorado como los destrozados pies de un fatigado viajante, con un sabor a sudor y a cerveza y a patatas fritas, hechizada por sueños infantiles y por los espectros de los indios. Era un anochecer solitario que se enroscaba como humeante culebra, salida de la reventada maleta del continente. Y la limosina atravesaba el silencio como torno de dentista.
Dentro del vehículo, la señorita Adrián seguía hablando. Evidentemente, estaba aturdida. Sissy no decía nada. Quizá Sissy no escuchase siquiera. ¿Cómo saberlo? Sissy iba sentada como suele sentarse, sus pulgares posados afectuosamente en las piernas cruzadas… y sonriendo. Con la dulce e invencible sonrisa que algunos asocian a la locura, que… otros atribuyen a profundidad espiritual, y que es sólo en realidad la sonrisa que brota del corazón secreto de la más íntima experiencia,
¡BANG! ¡BANG bang bang! Bang al cuadro y bang al cubo. Bang conjugado y bang cocacolado.
Llegaron al rancho y al tiroteo.
– ¡Ay Dios mío! -gritó la señorita Adrián-. ¡Están asesinando a las clientes!
La casa, el barracón, los establos y los cobertizos estaban desiertos. No había por allí más que dos tipos de casimetas hollywood, haraganeando por el corral. Más tiros.
La señorita Adrián, histérica, corrió a uno de los hombres y le agarró por los hombros.
– ¿Dónde están las clientes? -chilló.
El hombre pareció enfadarse.
– Calma, señorita -dijo-. Se fueron con las vaqueras a cabalgar un poco. Fueron más allá de aquella colina. Usted es la señorita Adrián, ¿verdad? Tenemos que hablar con usted de la película.
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