Me pregunto si Adorno sintió jamás el menor placer al escuchar la música de Stravinski. ¿Placer? Según él, la música de Stravinski conoce tan sólo uno: «el perverso placer de la privación»; pues no hace sino «privarse» de todo: de la expresividad; de la sonoridad orquestal; de la técnica de desarrollo; al echar sobre ellas una «perversa mirada», deforma las viejas formas; incapaz de inventar, «hace muecas», tan sólo «ironiza», «hace caricaturas», «parodia»; no es sino la «negación» no sólo de la música del siglo XIX, sino de la música a secas («la música de Stravinski es una música de la que ha sido desterrada la música», dice Adorno).
Es curioso, muy curioso. ¿Y la felicidad que se desprende de esta música?
Recuerdo la exposición de Picasso en Praga a mediados de los sesenta. Un cuadro se me quedó grabado en la memoria. Una mujer y un hombre están comiendo una sandía; la mujer está sentada, el hombre tumbado en el suelo, las piernas levantadas hacia el cielo en un gesto de indecible alegría. Y todo ello pintado con una deleitable despreocupación que me hizo pensar que el pintor, al pintar el cuadro, debió de sentir la misma alegría que el hombre que levanta las piernas.
La felicidad del pintor pintando al hombre que levanta las piernas es una felicidad desdoblada: es la felicidad de contemplar (con una sonrisa) la felicidad. Es esa sonrisa lo que me interesa. El pintor entrevé en la felicidad del hombre que levanta las piernas al cielo un maravilloso destello cómico, y se alegra. Su sonrisa despierta en él una imaginación alegre e irresponsable, tan irresponsable como el gesto del hombre que alza las piernas al cielo. La felicidad de la que hablo lleva, pues, el sello del humor; es lo que la distingue de la felicidad de otras épocas del arte, de la felicidad romántica de un Tristán wagneriano, por ejemplo, o de la felicidad idílica de un Filemón y una Baucis. (¿Será por una fatal carencia de humor por lo que Adorno fue tan insensible a la música de Stravinski?)
Beethoven escribió el Himno a la alegría , pero esa alegría beethoveniana es una ceremonia que obliga a guardar respetuosamente la posición de firmes. Los rondós y los minuetos de las sinfonías clásicas son, si se quiere, una invitación al baile, pero la felicidad de la que hablo y por la que siento afecto no quiere declararse felicidad mediante el gesto colectivo del baile. Por eso ninguna polca me da felicidad, con excepción de la Cirkus Polka de Stravinski, que no está escrita para ser bailada, sino para ser escuchada con las piernas levantadas hacia el cielo.
Ciertas obras del arte moderno han descubierto una inimitable felicidad del ser, una felicidad que se manifiesta mediante la eufórica irresponsabilidad de la imaginación, el placer de inventar, de sorprender, incluso de causar sorpresa o desconcierto gracias a una invención. Se podría hacer toda una lista de obras de arte que están impregnadas de esta felicidad: junto a Stravinski ( Petrushka, Les noces, Renard, Capriccio para piano y orquesta, Concierto para violín, etc.) toda la obra de Miró; los cuadros de Klee; de Dufy; de Dubuffet; algunas prosas de Apollinaire; Janácek en su vejez ( Refranes, Sexteto para instrumentos de viento , la ópera La zorra astuta ); algunas composiciones de Milhaud; y de Poulenc: su ópera bufa Las tetas de Tiresias , inspirada en Apollinaire, escrita durante los últimos días de la guerra, fue condenada por aquellos a quienes les pareció escandaloso celebrar la Liberación con una broma; en efecto, la época de la felicidad (de esta rara felicidad que ilumina el humor) había terminado; después de la segunda guerra mundial, sólo los viejos maestros, Matisse y Picasso, supieron, en contra del espíritu de los tiempos, conservarla todavía en su arte.
En esta enumeración de las grandes obras de la felicidad, no puedo olvidar la música de jazz. Todo el repertorio de jazz consiste en variaciones a partir de un número relativamente limitado de melodías. Así, en la música de jazz se puede entrever una sonrisa que se ha deslizado entre la melodía original y su elaboración. Al igual que Stravinski, los grandes maestros del jazz amaban el arte de la transcripción lúdica, y compusieron sus propias versiones no sólo de las antiguas songs negras, sino también de Bach, Mozart, Chopin; Ellington hace transcripciones de Chaikovski y de Grieg, y, para su Uwis Suite , compone una variante de polca aldeana que, por su espíritu, recuerda Petrushka . La sonrisa está no sólo presente de una manera invisible en el espacio que separa a Ellington de su «retrato» de Grieg, sino que está del todo visible en los rostros de los músicos del viejo dixieland: cuando llega el momento del solo (que siempre se improvisa en parte, o sea que siempre trae sorpresas), el músico se adelanta un poco para ceder luego su lugar a otro músico y entregarse él mismo al placer de escuchar (al placer de otras sorpresas).
En los conciertos de jazz se aplaude. Aplaudir quiere decir: te he escuchado atentamente y ahora te manifiesto mi estima. La llamada música rock cambia la situación. Hecho importante: en los conciertos de rock no se aplaude. Sería casi un sacrilegio aplaudir y dar así a entender la distancia crítica entre el que toca y el que escucha; en ellos, no se está para juzgar y apreciar, sino para entregarse a la música, para gritar junto con los músicos, para confundirse con ellos; en ellos, se busca la identificación, no el placer; la efusión, no la felicidad. En ellos uno se extasía: el ritmo se marca con fuerza y regularidad, los motivos melódicos son cortos e incesantemente repetidos, no hay contrastes dinámicos, todo es fortissimo, el canto prefiere los registros más agudos y recuerda el grito. Ya no se está en los pequeños dancings en los que la música encierra a las parejas en su intimidad; ahora estamos en grandes salas, en estadios, apretados los unos contra los otros, y, cuando se baila encajonado, no hay pareja: cada uno hace sus movimientos a la vez solo y con todos. La música transforma a los individuos en un único cuerpo colectivo: hablar aquí de individualismo y hedonismo no es sino una de las automistificaciones de nuestra época, que quiere verse (como por otra parte lo quieren todas las épocas) distinta de lo que es.
La escandalosa belleza del mal
Lo que me irrita en Adorno es el método del cortocircuito que vincula con temible facilidad las obras de arte con causas, consecuencias o significaciones políticas (sociológicas); las reflexiones extremadamente matizadas (los conocimientos musicológicos de Adorno son admirables) conducen así a conclusiones extremadamente pobres; en efecto, dado que las tendencias políticas de una época pueden siempre reducirse a dos únicas tendencias opuestas, se termina fatalmente por clasificar una obra de arte o del lado del progreso o del lado de la reacción; y, como la reacción es lo malo, la inquisición puede incoar sus procesos.
La consagración de la primavera : un ballet que termina con el sacrificio de una joven que debe morir para que resucite la primavera. Adorno: Stravinski está del lado de la barbarie; su «música no se identifica con la víctima, sino con la instancia destructora»; (me pregunto: ¿por qué el verbo «identifica»? ¿Cómo sabe Adorno si Stravinski se identifica o no? ¿Por qué no decir «describir», «hacer el retrato», «figuran), «representar»? Respuesta: porque sólo la identificación con el mal es culpable y puede legitimar un proceso).
Desde siempre odio, profunda, violentamente, a aquellos que quieren encontrar en una obra de arte una actitud (política, filosófica, religiosa, etc.), en lugar de encontrar en ella una intención de conocer, de comprender, de captar este o aquel aspecto de la realidad. La música, antes de Stravinski, nunca supo dar una forma grande a los ritos bárbaros. No se sabía imaginarlos musicalmente. Lo cual quiere decir: no se sabía imaginar la belleza de la barbarie. Sin su belleza, esa barbarie seguiría siendo incomprensible. (Señalo: para conocer a fondo este o aquel fenómeno hay que comprender su belleza, real o potencial.) Decir que un rito sangriento posee belleza es un escándalo, insoportable, inaceptable. Sin embargo, sin comprender este escándalo, sin ir hasta el final en este escándalo, poca cosa puede comprenderse del hombre. Stravinski otorga al rito bárbaro una forma musical fuerte, convincente, pero que no miente: escuchemos la última secuencia de la Consagración , la danza del sacrificio: no se escamotea el horror. Está ahí. ¿Que tan sólo se muestra? ¿Que no se denuncia? Pero es que, si se denunciara, es decir si se le privara de su belleza, si se mostrara en su fealdad, sería un engaño, una simplificación, una «propaganda». Es porque es bello por lo que el asesinato de la joven es tan horrible.
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