Bach: extraordinaria encrucijada de las tendencias y de los problemas históricos de la música. Unos cien años antes que él, se da otra encrucijada en la obra de Monteverdi: ésta es el lugar de encuentro de dos estéticas opuestas (Monteverdi las llama prima y secunda pratica, la primera fundada sobre la polifonía culta, la segunda, programáticamente expresiva, sobre la monodia) y prefigura así el paso del primero al segundo medio tiempo.
Otra extraordinaria encrucijada de tendencias históricas: la obra de Stravinski. El pasado milenario de la música, que durante todo el siglo XIX estuvo lentamente saliendo de las brumas del olvido, apareció de golpe hacia la mitad de nuestro siglo (doscientos años después de la muerte de Bach), como un paisaje inundado de luz, en toda su extensión; momento único en el que toda la historia de la música está por completo presente, por completo accesible, disponible (gracias a las investigaciones historiográficas, gracias a los medios técnicos, a la radio, a los discos), por completo abierta a las preguntas destinadas a escudriñar su sentido; es en la música de Stravinski donde me parece que ese momento del gran balance ha encontrado su monumento.
El tribunal de los sentimientos
La música es «impotente para expresar lo que sea: un sentimiento, una actitud, un estado psicológico», dice Stravinski en Crónicas de mi vida (1935). Esta afirmación (sin duda exagerada, pues ¿cómo negar que la música puede provocar sentimientos?) se concreta y matiza un poco más adelante: la razón de ser de la música, dice Stravinski, no radica en su facultad de expresar sentimientos. Es curioso comprobar cuánta irritación provocó esta actitud.
La convicción de quienes, contrariamente a Stravinski, veían la razón de ser de la música en la expresión de los sentimientos existió probablemente desde siempre, pero se impuso como dominante, comúnmente aceptada y evidente en el siglo XVIII; Jean-Jacques Rousseau lo formula con brutal simplicidad: la música, como cualquier arte, imita el mundo real, pero de una manera específica: «No representará directamente las cosas, sino que suscitará en el alma los mismos movimientos que se sienten al verlas». Esto exige de la obra musical cierta estructura; Rousseau: «Toda música sólo puede estar formada por tres cosas: melodía o canto, armonía o acompañamiento, movimiento o medida». Yo subrayo: armonía o acompañamiento; lo que quiere decir que todo se subordina a la melodía; ella es lo primordial, la armonía es un simple acompañamiento «que tiene muy poco poder sobre el corazón humano».
La doctrina del realismo socialista que, doscientos años después, sofocará durante más de medio siglo la música en Rusia no afirmaba otra cosa. Se reprochaba a los compositores llamados formalistas el haber desatendido las melodías (el ideólogo en jefe, Zdanov, se indignaba porque su música no podía silbarse a la salida del concierto); se les animaba a expresar «todo el abanico de los sentimientos humanos» (la música moderna, a partir de Debussy, ha sido vilipendiada por su incapacidad para hacerlo); en la facultad de expresar los sentimientos que provoca la realidad en el hombre, se veía (al igual que Rousseau) el «realismo» de la música. (El realismo socialista en música: los principios del segundo medio tiempo transformados en dogmas para detener lo moderno.)
La crítica más severa y más profunda de la obra de Stravinski es sin duda la de Theodor Adorno en su célebre libro Filosofía de la Nueva Música (1949). Adorno describe la situación de la música como si se tratara de un campo de batalla político: Schönberg, héroe positivo, representante del progreso (aunque se trate de un progreso por decirlo así trágico, de una época en la que ya no se puede progresar), y Stravinski, héroe negativo, representante de la restauración. El rechazo stravinskiano a ver la razón de ser de la música en la confesión subjetiva se convierte en uno de los blancos de la crítica adomiana; ese «furor antipsicológico» es, según Adorno, una forma de «la indiferencia para con el mundo»; la voluntad de Stravinski de objetivar la música es una especie de acuerdo tácito con la sociedad capitalista que aplasta la subjetividad humana; ya que «a lo que rinde homenaje la música de Stravinski es a la liquidación del individuo», nada menos.
Emest Ansermet, excelente músico, director de orquesta y uno de los primeros intérpretes de las obras de Stravinski («uno de mis amigos más fieles e incondicionales», dice Stravinski en Crónicas de mi vida), pasó a ser más tarde su crítico más implacable; sus objeciones son radicales, atañen «a la razón de ser de la música». Según Ansermet, es «de la actividad afectiva latente del corazón del hombre […] de donde ha brotado siempre la música»; en la expresión de esa «actividad afectiva» radica «la esencia ética» de la música; en la obra de Stravinski, que «se niega a comprometerse personalmente en el acto de la expresión musical», la música «deja, pues, de ser una expresión estética de la ética humana»; así, por ejemplo, «su Misa no es la expresión, sino el retrato de la misa [que] habría podido escribir un músico irreligioso» y que, por consiguiente, no aporta más que «una religiosidad de confección»; al escamotear así la verdadera razón de ser de la música (al reemplazar la confesión por retratos), Stravinski falta nada menos que a su deber ético.
¿Por qué semejante saña? ¿Es la herencia del siglo pasado, el romanticismo que en nosotros se rebela contra su más consecuente, su más perfecta negación? ¿Habrá ultrajado Stravinski alguna oculta necesidad existencial en cada uno de nosotros? ¿La necesidad de considerar mejores los ojos mojados que los ojos secos, mejor la mano sobre el corazón que la mano en el bolsillo, mejor la creencia que el escepticismo, mejor la pasión que la serenidad, mejor la confesión que el conocimiento?
Ansermet pasa de la crítica de la música a la crítica de su autor: si Stravinski «no ha intentado siquiera convertir su música en un acto de expresión de sí mismo, no ha sido por libre elección, sino por una especie de limitación de su propia naturaleza, por la falta de autonomía de su actividad afectiva (por no decir su pobreza de corazón, que sólo deja de ser pobre cuando tiene algo que amar)».
¡Diablos! ¿Qué sabría Ansermet, el amigo más fiel, de la pobreza del corazón de Stravinski? ¿Qué sabría él, el amigo más incondicional, de su facultad de amar? ¿Y de dónde provenía su certeza de que el corazón es éticamente superior al cerebro? ¿Acaso las bajezas no se cometen tanto con la participación del corazón como sin ella? ¿No pueden los fanáticos, con las manos manchadas de sangre, jactarse de una gran «actividad afectiva»? ¿Acabaremos por fin algún día con esa imbécil inquisición sentimental, con ese Terror del corazón?
¿Qué es superficial y qué es profundo?
Los combatientes partidarios del corazón atacan a Stravinski, o, para salvar su música, intentan separarla de las concepciones «erróneas» de su autor. Esta buena voluntad de «salvar» la música de los compositores que podrían no tener suficiente corazón se manifiesta muchas veces en relación a los músicos del primer medio tiempo, incluido Bach: «Los epígonos del siglo XX que tienen miedo de la evolución del lenguaje musical [esto va contra Stravinski y su rechazo a seguir la escuela dodecafónica, M.K.] y han creído salvar su esterilidad mediante lo que han llamado “retomo a Bach” se han equivocado profundamente sobre la música de éste; han tenido la desfachatez de presentarla como una música “objetiva”, absoluta, sin otra significación que la puramente musical […]. Tan sólo ejecuciones mecánicas pudieron hacer creer, en un determinado momento de cobarde purismo, que la música instrumental de Bach no era subjetiva y expresiva». He puesto yo mismo en cursiva los términos que atestiguan el carácter apasionado de este texto de Antoine Golea escrito en 1963.
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