Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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John se acercó a la mesa de recepción. La refinada joven que estaba tras ella levantó la vista.

– ¿Puedo ayudarle? -dijo sonriendo sin mostrar los dientes. Tenía la piel perfecta y completamente lisa. John se preguntó si se encontraba ante una demostración de los efectos del Restalyne. Un poquito de relleno para resaltar los pómulos, un pequeño je ne sais quoi en el labio superior.

– Sí. Tengo una cita con Topher McFadden a las diez. -John dejó el café con leche sobre el mostrador mientras la mujer lo seguía con la mirada. Una gota de café resbaló hasta la base. Él lo volvió a levantar, dejando un cerco.

– ¿Su nombre? -John Thigpen.

– ¿Thigpen?

– Sí, Thigpen.

– Lo avisaré -dijo la mujer en un reverente susurro digno de una bibliotecaria-. Por favor, tome asiento.

– Gracias -dijo John, bajando la voz en consonancia con ella.

Dejó el maletín en el suelo y se apoyó, incómodo, sobre una pieza de mobiliario de color rojo. Al cabo de un rato, cogió un pañuelo de papel del bolsillo, lo dobló y lo usó de posavasos para que el café con leche no ensuciara el cristal biselado.

La recepcionista lo miró a los ojos y posó fugazmente los dedos de manicura perfecta sobre su hombro. John frunció el ceño. Ella repitió el gesto. John miró hacia abajo y vio que todavía llevaba la corbata sobre el hombro para no mancharla. Se ruborizó y la alisó sobre la pechera de la camisa.

La recepcionista contestó al teléfono y John se entretuvo mirando hacia la puerta de la calle, a las piernas que desfilaban más allá de las enormes cristaleras. Rayas almidonadas, medias finísimas y tacones de aguja tambaleantes. Botas militares, zapatos granates y zapatillas de deporte. Piernas patosas, piernas altaneras, piernas resueltas. Piernas peludas que se levantaban para dar paso a un torrente de orina que cayó sobre la esquina de piedra antes de que la correa que había sobre otro par de piernas le diera un firme tirón.

A John le palpitaba el corazón a mil por hora.

Sobre la mesa que tenía delante se desplegaba una fantasmagoría de revistas de moda: alborotadas extensiones, vestidos de globo y tacones imposibles con suelas rojas. Entre labios como picos de ornitorrinco asomaban relucientes carillas. Caras mejoradas con cirugía mantenían el equilibrio sobre cuellos tan delgados como tallos.

«¿Dieta o cirugía?», bramaba el titular.

«¡Las disputas empeoran!».

«¡PILLADO!».

«¡Las niñeras de Hollywood lo cuentan todo!».

«¡Implantes de pecho FALLIDOS!».

John miró hacia arriba y vio a la recepcionista flirteando con un empleado del servicio de mensajería Fedex. Cogió una de las revistas.

Una drag queen obesa con un moño rubio cardado llamada Madame Butterfly hacía chistes sobre las peores catástrofes de la semana en la alfombra roja. Diminutas estrellas ocultas tras gafas de sol del tamaño del Sputnik y mujeres delgadas como lápices miraban lúgubremente por encima del hombro a los batallones de cámaras.

John tenía las piernas cruzadas y estaba completamente absorto cuando alguien pronunció su nombre.

* * *

La sala de redacción era enorme y estaba llena de cubículos con paredes que no sobrepasaban la altura de la cintura, con lo cual no permitían tener privacidad pero sí un acceso casi igualitario a la luz natural. Había monitores colgados del techo con los canales de noticias sintonizados y gente joven, delgada y bien peinada corría por los pasillos con montones de papeles, pruebas y fotografías. Cuando John entró en un despacho situado en una esquina con paredes de vidrio del suelo al techo, Topher McFadden se levantó para saludarlo. Vestía ropa cara y colorida: camisa verde manzana y corbata de seda de un tono azul violáceo, una combinación que en teoría no debería funcionar, pero lo hacía. Las gafas y los zapatos que llevaba eran macizos y de líneas cuadradas. Estaba en buena forma y bronceado, tenía una mata de pelo rubio y podría tener cualquier edad entre veinticinco y cuarenta y cinco años. John esperaba que estuviera más cerca de los cuarenta y cinco, dada la obvia diferencia de estatus. Se estrecharon la mano.

– Siéntese -dijo Topher McFadden, señalando el sofá. Él se replegó tras la mesa.

John tomó asiento y se hundió en una piel suave como la mantequilla. Intentó echarse hacia delante, algo nada fácil dado que tenía que sujetar con una mano una bebida caliente. Al final, la labor implicó un buen número de deslizamientos y un desafortunado pedo por parte de la silla. Mantuvo cuidadosamente el equilibrio en el borde. La diferencia de altura de los muebles hacía que estuviera al menos medio metro más bajo que el entrevistador.

– Ah, aquí tiene -dijo John, estirándose hacia delante para dejar el café «no sé qué» encima de la mesa.

Topher McFadden cogió el café. Buscó el agujero del vaso y le dio un trago largo.

– Bueno, al grano -dijo, cogiendo el curriculum de John-. Veo que fue becario de Ken Faulks. ¿Se llevaban bien?

– Está hablando de Ken Faulks -dijo John, aunque la simple mención de aquel nombre lo animó.

– Ya -dijo McFadden. Puso los pies sobre la mesa y juntó ambas manos en forma de casita-. ¿Ha visto su nuevo proyecto? Lo de los monos en la casa de Nuevo México. Es realmente ambicioso, algo sin precedentes. Y va a ir a más. Quiero a alguien allí, a alguien atrevido.

A John le dio un vuelco el corazón y se quedó sin respiración. Intentó contenerse, pero, antes de que se diera cuenta, ya se le había soltado la lengua:

– Yo cubría esa noticia en el Inky. No solo porque estuviera de becario para Faulks en el Gazette, cosa que por supuesto hice, sino también porque estuve con los primates. Estuve en el Laboratorio de Lenguaje literalmente unas horas antes de que lo volaran por los aires.

– ¿En serio? -preguntó McFadden. Su actitud se transformó ligeramente, cambió la cabeza de ángulo y examinó a John más a conciencia.

– Sí. Conozco la historia de esos simios. Sé cómo se llaman. Sé el trabajo que estaban haciendo. Diablos, hasta hablé con ellos. Mantuve con ellos una conversación bilateral. También conozco a la científica que resultó herida. Y he trabajado para Faulks. Soy bueno y estoy deseando hacer esto. Quiero recuperar mi historia y soy la mejor persona para hacerlo. Haré lo que sea para que me contrate. No se arrepentirá.

Topher McFadden miró a John con gravedad durante un buen rato. Empezó a ondular de nuevo los dedos como si fueran los tentáculos de una medusa.

– Entonces ¿por qué dejó el Inquirer?

John se quedó mirándolo e intentó no apretar los dientes.

– Digamos que una compañera me puso la zancadilla y yo tenía razones de peso para venirme aquí.

– ¿Su esposa?

– Sí, mi esposa.

McFadden sonrió y bajó los pies de la mesa.

– Muy bien. Parece que salimos ganando con la pérdida del Inky. ¿Cuándo puede partir para Lizard?

* * *

El teléfono de John sonó cuando estaba saliendo del aparcamiento. Era Amanda.

– ¿Te han dado el trabajo? -preguntó.

– ¡Eres una diosa! ¡Un genio! -respondió él, sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro para poder pagar al empleado.

– ¿Ah, sí?

– ¡Sí! Vuelvo a La casa de los primates.

Ella gritó tan fuerte que a punto estuvo de dejar caer el teléfono.

– ¡Dios mío, cielo! ¡Me alegro mucho por ti!

– ¿Te han hecho lo de la cara?

– Sí, pero eso no importa. Cuéntame lo de los primates.

– Pues me tengo que ir a Nuevo México casi inmediatamente, pero…

– Mierda -interrumpió Amanda-. Me está llamando Sean. Lo siento, cariño, tengo que contestar. Eso me recuerda que esta noche vamos a una fiesta. Ahora nos vemos. ¡Compra champán!

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