La verdadera casa de los primates no se parecía en nada a la de los dibujos animados. Era un edificio de un solo piso, con el tejado plano y sin ventanas, como una versión en miniatura de la Fundación Corston. Tenía las paredes de hormigón y nada las interrumpía salvo la puerta principal, que era lo suficientemente ancha como para que un vehículo pequeño pudiera pasar por ella, un pensamiento que Isabel corroboró tres veces en cercana sucesión: todo lo que los bonobos encargaban era entregado en cajas que llegaban encaramadas en la horquilla de una carretilla elevadora. La multitud siempre se volvía como si fuera una sola persona para ponerse de puntillas e intentar ver a los primates, pero nunca lo conseguían. La carretilla descargaba los artículos en una antesala, que cerraban antes de que los primates accedieran a ella por medio de una puerta interior. Las especulaciones sobre qué contendrían las cajas solían amansar a la multitud temporalmente y casi todos se reían cuando aparecía una piscina infantil. Pero cuando la puerta delantera se cerraba y la carretilla elevadora se retiraba, la lucha por llamar la atención y conseguir salir en antena se reanudaba.
* * *
Isabel estaba a punto de volver al hotel cuando comenzó el zumbido. Al principio creyó que lo tenía en la cabeza, ya que se sentía abrumada por la multitud y tenía náuseas como si hubiera tomado demasiado el sol. Pero cuando oirás personas empezaron a volver la cabeza y las bocas que se abrían y se cerraban perdían el hilo a medio sermón, se dio cuenta de que el ruido procedía del exterior. El zumbido pronto se convirtió en un golpeteo y en una vibración tan fuerte que Isabel la sintió por todo el cuerpo. Los guardas de seguridad vestidos de negro, que llevaban cascos para amortiguar el ruido, echaron a la multitud hacia atrás como si fuera ganado y levantaron barreras hechas con caballetes a lo largo de parte de la pared. Un helicóptero apareció y colgado de él un enorme y desproporcionado objeto que giraba desde los extremos de los cables. Isabel levantó la vista hacia él, entornando los ojos por el cegador brillo del cielo de Nuevo México. Aquella cosa estaba hecha de madera, cuerdas y tuberías amarillas de plástico y todo ello giraba y se balanceaba. El helicóptero se sostuvo en el aire justo encima de la casa de los primates y fue bajando lentamente la estructura de juego dentro de las paredes. A continuación la soltaron y recogieron los cables, y el helicóptero se alejó en vertical.
La multitud, la mayoría de la cual se había agachado y se había tapado los oídos, se quedó momentáneamente en silencio. Se fueron levantando uno por uno, protegiéndose los ojos con las manos. Cuando el helicóptero desapareció de la vista, los reporteros empezaron una vez más a dirigirse muy serios a los cámaras, y los manifestantes, como si se acabaran de despertar, volvieron a agitar las pancartas y las banderas en el aire. Unas cuantas personas se reunían alrededor de ordenadores y BlackBerries intentando enterarse por medio de Internet de qué era lo que acababan de ver.
Isabel llegó a la conclusión de que tenían razón: se enteraría de muchas más cosas viendo lo que retransmitían del interior de la casa de los primates que quedándose allí fuera.
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El bar del hotel estaba abarrotado y el restaurante vacío, lo que Isabel atribuyó al hecho de que en el primero tenían puesto La casa de los primates en las televisiones que había en lo alto de las paredes y en el segundo no.
Divisó el último taburete disponible entre dos corpulentos hombres y se deslizó entre ellos. Ambos tenían en la mano sendas cervezas mientras mantenían la vista clavada en la televisión, donde los primates retozaban en la nueva estructura de juego que les habían instalado en el jardín. Mbongo se retiró con una erección y dos naranjas. Bonzi se acercó, frotó las caderas contra él y se fue con ambas piezas de fruta.
– Yo los metí ahí dentro -dijo el hombre que estaba a la derecha de Isabel.
No sabía con quién estaba hablando, porque seguía mirando hacia delante. Tenía las mejillas coloradas hasta tal punto que tenía manchas y la base de la nariz rodeada de venas de color ciruela.
Cuando vio que nadie respondía, Isabel preguntó:
– ¿A quiénes? ¿A los primates?
– Sí -respondió él. A continuación se miró los dedos, que parecían morcillas-. Yo mismo los metí ahí dentro con mi carretilla elevadora. ¡La que liaron!. El trabajo de las entregas también podía haber sido mío, pero a mi mujer, que es la hermana de Ray, no le hacía ni pizca de gracia. No quiere que lo ponga en la tele en casa, así que tengo que venir aquí a verlo.
– ¿De verdad? -dijo Isabel-. ¿No lo aprueba?
– Es por culpa de las otras cosas en las que Ray está metido. -Echó un vistazo rápido a su alrededor y su cara de patata adquirió un aspecto inusitadamente infantil y tímido. Bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro-: Porno. Trabaja en películas con Ken Faulks. Él no hace eso, ya sabe, pero ayuda en los rodajes. Se ocupa de los efectos especiales: nieve carbónica, pirotecnia y esas cosas.
Isabel se inclinó para acercarse más, sintiéndose inmensamente agradecida por haberse puesto un gorro aquella mañana. Sonrió con la boca púdicamente cerrada porque, si bien era cierto que llevaba los dientes, era solo gracias a que se había quedado dormida sin darse cuenta con ellos puestos.
El día de la entrevista de trabajo, John ya se había afeitado, se había duchado y se estaba tomando el café en la encimera de la cocina con la corbata sobre el hombro.
Amanda apareció con un albornoz y una toalla a modo de turbante. Se acercó y se sirvió una taza de café con un aura sombría.
John soltó el café para abrazarla.
– Eh -le dijo, frotándole la parte baja de la espalda-, ¿estás bien?
Ella asintió.
– Sí. -Luego puso la taza sobre la encimera y se encogió de hombros-. La verdad es que no. Estoy muerta de miedo. No soporto la idea de que me claven agujas en la cara. ¿Y si me muevo y falla?
– Pues no lo hagas. No lo necesitas. Ese tío es un idiota redomado.
– Aunque lo sea, también es el director ejecutivo. -Inspiró profundamente-. No, todo irá bien. Todo el mundo dice que no es tan terrible. -Le dio un beso rápido distraídamente y cogió el café-. Buena suerte con la entrevista.
– Gracias -respondió él mientras observaba impotente cómo desaparecía en el pasillo.
* * *
John empujó la puerta del edificio con la cadera para abrirla mientras se aferraba al envase de cartón ondulado del café largo grande con leche desnatada. Al entrar en el vestíbulo, todas sus ideas preconcebidas se hicieron añicos y tuvo que pararse a asimilarlo. Al parecer, alguien había comprado el Weekly Times. Muchos alguienes.
La recepción era espaciosa, tenía el techo alto y estaba decorada con sofás modulares colocados en semicírculos. Había mesas de madera de cerezo con la superficie de cristal en las que se exhibían en perfectos abanicos los números más recientes del Weekly Times. Había velas cuadradas en recipientes de cristal mate brillando en cada uno de los extremos de la mesa de recepción, que tenía la superficie de cristal, y una ancha cascada de pizarra borboteaba plácidamente sobre la pared del fondo. Sobre ella había un logotipo gigante de la revista.
John aspiró profundamente el aire perfumado intentando cambiar de actitud. Hacía solo unos minutos había sido humillado por una camarera porque se había equivocado haciendo el pedido. Tenía la cabeza puesta en Amanda y en su cara llena de agujas y había balbuceado algo que, aunque nada elegante, por lo visto había resultado funcional, ya que al final le había dado la bebida correcta. Cuando la camarera le dio el cambio a John, también le dedicó una sonrisa compasiva y le recordó que en realidad aquello se llamaba «café largo grande con leche desnatada». Por toda respuesta, John se quedó mirándola y huyó con el maldito café desnatado ultra doble y no sé qué más.
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