Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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John no se podía creer que lo hubieran rebajado a tal situación.

Y exactamente la situación a la que lo habían rebajado se había hecho evidente aquella mañana una vez más, cuando en la primera plana del Inky había visto otro artículo de Cat en el que fingía haber sido ella la que había visitado el laboratorio el día de la explosión y la que les había llevado regalos y mochilas a los bonobos. Había elegido las palabras con sumo cuidado: técnicamente nada era una mentira descarada, pero había utilizado con gran maestría el plural mayestático y la voz pasiva. Las fotografías que Osgood había hecho acompañaban al artículo: imágenes de Sam tocando el xilófono, de Mbongo agarrando la máscara de gorila con aire desolado, de Bonzi abriendo la mochila y luego inclinándose para besar el cristal. John había sido cuidadosamente eliminado de esta última. La verdad es que le sorprendió que no hubieran añadido a Cat con el Photoshop. Mientras tanto, John estaba sentado en el coche vestido como un matón esperando a que una prostituta a media jornada metiera en la cama a su hijo para poder empezar «la fiesta».

Esperó diez minutos más, ya que no tenía ni idea de cuánto tardaba un niño en quedarse dormido, y luego se dirigió a hurtadillas hacia el callejón trasero de la casa unifamiliar de Candy. En el piso principal solo había una ventana. Supuso que sería la de la cocina. Respiró hondo, miró alrededor al resto de las casas y se ocultó tras un acebo para levantar la vista y comprobar si la trona estaba vacía.

Estaba colgado de la cornisa de la ventana con trozos de pintura debajo de las uñas y la nariz pegada al cristal, cuando oyó el sonido de unos pasos rápidos amortiguados por la gravilla, detrás de él.

– ¡Fuera de ahí, depravado! -dijo una voz a la vez vacilante y fuerte-. ¡Tengo un espray de pimienta!

A John se le resbalaron los dedos del alféizar y se cayó sobre el acebo. Intentó salir de allí apresuradamente y aterrizó boca abajo sobre la gravilla.

– Todos sabemos lo que pasa en esa casa -gritó la mujer-, y no lo permitiremos. ¡Este es un barrio respetable!

John giró la cabeza y se encontró frente a unos zapatos ortopédicos, unas medias tupidas y una falda de tweed que llegaba bastante más abajo de la rodilla. También se encontró frente un bote de gas de defensa personal Mace.

– ¡No se mueva! -El diminuto envase tembló violentamente dentro de aquellos dedos artríticos, uno de los cuales cubría el disparador rojo.

– Por favor -dijo John, intentando recuperar el aliento -. Por favor, no lo haga.

– Deme una razón por la que no debería hacerlo. -Porque está al revés. Se está apuntando a sí misma. El bote de Mace desapareció y John se dio la vuelta.

Se levantó y se sacudió la gravilla que tenía incrustada en la mejilla. Tenía ambas manos sangrando por culpa del acebo. Se tocó la muñeca izquierda, que se le había torcido; probablemente tendría un esguince.

– ¿John Thigpen? ¿Eres tú?

Él levantó la vista. Tras un momento de horrible confusión, se dio cuenta de que tenía delante a la señorita Moriarty, su profesora de la escuela dominical de cuando era niño.

– Dios mío -dijo él, dejando caer la cabeza sobre sus manos heridas.

– ¡Debería darte vergüenza, John Thigpen, debería darte vergüenza! -le reprendió-. ¿Qué van a decir tus padres de esto?

* * *

– ¿Qué diablos te ha pasado? -dijo Elizabeth, echándole una mirada displicente cuando entró en su oficina. Se había levantado para abrir la puerta, se había mostrado visiblemente molesta por su aparición y se había vuelto a meter detrás de la mesa-. Estás hecho unos zorros.

– No preguntes. -Y, aunque no le habían invitado, tomó asiento.

Elizabeth lo miró con recelo.

– Si tú lo dices… -respondió, dejándose caer sobre la silla de oficina-. ¿Cuál es el problema, entonces?

John se quitó el gorro de lana y se lo puso sobre las rodillas mientras se sacudía trozos de residuos del patio.

– He decidido pedir el finiquito. Ella se quedó de piedra.

– ¿Que has decidido qué? -dijo, inclinándose hacia delante.

– Que quiero el finiquito. Mi finiquito. Entornó los ojos, taladrándolo con la mirada.

– ¿Vas a pedir la jubilación anticipada? ¿Estás loco?

– El finiquito -dijo John con firmeza. La terminología era importante para él. Tenía treinta y seis años, no pensaba jubilarse.

Elizabeth ladeó la cabeza.

– Increíble. ¿Y cuándo, exactamente, lo has decidido? -Ahora mismo.

– ¿Y puedo preguntar por qué? -dijo Elizabeth.

– ¿Eso importa?

– Sí.

John la miró a los ojos, al tiempo que sentía cómo la nube negra de la serie de humillaciones a las que había sido sometido crecía en su interior. Su intención había sido entrar allí, anunciar tranquilamente su decisión y marcharse, pero de pronto se encontró gritando:

– ¡Porque durante las últimas semanas me han rociado con aceite de mofeta, he tomado personalmente muestras de caca de perro para que analizaran su maldito ADN, he medido la profundidad de la basura podrida en las alcantarillas y he calculado qué porcentaje de ella estaba compuesta por condones usados, me he escondido en portales para grabar las placas de las matrículas de los coches de las personas que recogen a prostitutas transexuales y hoy mi profesora de la escuela dominical casi me rocía con espray de pimienta! -dijo, dando un golpe con el puño sobre la mesa para subrayar la última ignominia. Elizabeth tenía los ojos como platos. No la culpaba, él mismo estaba impresionado. Sabía que debía intentar controlarse, pero, llegados a aquel punto, no tenía nada que perder-. La historia de los primates era mía -continuó, golpeándose el pecho-. Sé que en un principio no querías contratarme, pero he hecho un trabajo realmente bueno y mi recompensa por ello es… esto -dijo, levantando las manos, que estaban llenas de heridas-. Me robaste mi historia, mejor dicho mi crónica, y se la diste a Cat Douglas en cuanto empezó a oler a Pulitzer. -Elizabeth entornó los ojos y empezó a tamborilear con el lápiz sobre la mesa-. ¡A Cat Douglas, por el amor de Dios! -repitió-. ¿Acaso no has leído lo que ha escrito esta mañana? Ella nunca estuvo en aquella sala con los primates. No la dejaron pasar porque estaba enferma. Estuvo unos minutos en el mismo edificio que ellos, pero ni siquiera llegó a verlos. ¿Y aquella fotografía que colgó de Isabel Duncan? Qué falta de escrúpulos. ¡Espero que la demande! -Elizabeth no respondió. El lápiz continuaba con su rítmico tap, tap, tap. John suspiró y se volvió a hundir en la silla. Continuó, bajando el tono de voz-: Amanda tiene una oportunidad en Los Angeles. Me iré con ella allí. Qué diablos, para ti será un alivio, ahora tienes una persona menos de la que librarte, ¿no? Los directivos estarán contentos.

Elizabeth se inclinó repentinamente hacia delante y cogió el teléfono. Pulsó violentamente cuatro números y esperó.

– Sí, soy Elizabeth Greer. Necesito a alguien de Recursos Humanos aquí ahora mismo. Y una caja de embalar. Y un guardia de seguridad.

– Puedo usar mi propia caja -dijo John.

– Sí, ahora mismo -dijo Elizabeth por el teléfono.

* * *

Cuando John le contó a Amanda lo que había hecho, se produjo un silencio tan largo que se preguntó si se habría cortado la línea. Lo que se oyó a continuación fue: «Dios mío, ¿que has hecho qué?». Solo entonces se dio cuenta realmente de las consecuencias de su decisión. Había mandado al traste su única fuente de ingresos. Lamentarse era inútil: el hecho de haber salido del Inky escoltado por guardias de seguridad descartaba casi con absoluta certeza cualquier posibilidad de volver sigilosamente con el rabo entre las piernas para rogar que aceptaran su reincorporación.

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