Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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Todo el mundo se quedó helado. El pecho de Isabel subía y bajaba por el esfuerzo. Atravesó con la mirada al gerente y, a continuación, miró a Larry-Harry-Garry. Sus ojos de color marrón oscuro se encontraron con la mirada de ella y se quedaron mirándola fijamente.

Isabel regresó a la mesa, se volvió a poner los dientes en la boca, recuperó el bolso y se dirigió hacia la puerta. Notó que todos los ojos se centraban en su retirada y, con toda certeza, examinaban el largo y sinuoso tajo que tenía en la cabeza casi calva. Levantó la barbilla y siguió caminando.

* * *

A la tarde siguiente, alguien llamó a la puerta del apartamento de Isabel con indecisión. Cuando esta se asomó a la mirilla, vio a Larry-Harry-Gary.

Se pegó contra la puerta e intentó echar la cadena.

– ¡Voy a llamar a la policía! ¡No estoy sola! -Por supuesto que lo estaba. Los dedos le temblaban tan violentamente que tuvo que hacer varias tentativas antes de conseguir echar la cadena de la puerta.

– Lo siento -dijo con voz ahogada-. No pretendía asustarla. Solo quiero hablar con usted.

– ¡Tengo el teléfono en la mano! ¡Estoy llamando a la policía en este momento! ¡Estoy marcando!

– ¡Vale! Está bien, me voy.

Isabel miró el teléfono inalámbrico, que estaba fuera de su alcance sobre la mesa de centro, al lado de los dientes. Cuando oyó que los pasos se alejaban por el pasillo, corrió a por el teléfono y volvió hasta la puerta. Pegó de nuevo la oreja hasta que oyó la campanilla del ascensor. Luego, teléfono en mano, abrió la puerta hasta donde la cadena se lo permitía.

– ¡Un momento! -dijo-. ¡Vuelva aquí!

Al cabo de unos instantes, los pasos volvieron y Larry-Harry-Gary se apoyó contra la pared del fondo, con las manos levantadas en un gesto de súplica.

– Aún tengo el teléfono en la mano -dijo a través de la rendija de la puerta.

– Ya lo veo.

– ¿Cómo sabe dónde vivo?

– Por el vídeo de Internet.

– Ya, claro. Es verdad.

– Con el que no tengo nada que ver -declaró atropelladamente-. Oiga, lo siento. No habría venido si hubiera sabido que se iba a asustar.

– ¿Qué quiere?

– Solo quería saber si se encontraba bien. Isabel se limitó a quedarse mirándole.

– Vale. Ya sé que no. No me puedo ni imaginar por todo lo que habrá tenido que pasar. Lo siento.

– Genial. Gracias.

– También quería que supiera que nuestro grupo no tuvo nada que ver con la explosión. Hacer daño a los animales (personas incluidas) va en contra de nuestros principios. La policía nos interrogó a todos para aclararlo. Lo único que nosotros hacemos son protestas pacíficas y educadas.

Isabel se situó delante del estrecho hueco de la puerta.

– Vale, muy bien, puede que ustedes no fueran los que nos hicieron volar por los aires, pero ¿por qué diablos protestaban? Todas nuestras investigaciones se llevaban a cabo en un ambiente de colaboración. Nunca jamás tuvieron ninguna repercusión negativa. No había ni jaulas ni coacción. Esos primates comían mejor que la mayoría de la gente que conozco.

Él cambió el peso de un pie a otro.

– Eso tendrá que preguntárselo a su amigo.

– ¿A qué amigo? ¿De qué está hablando?

– Creo que ya sabe de qué estoy hablando.

– La verdad es que no tengo ni idea.

– Pues debería.

A continuación se produjo un largo e incómodo silencio, durante el cual él no dejó de balancearse sobre los talones, de delante atrás.

– ¿De verdad cree que se los han llevado a un laboratorio biomédico? -preguntó finalmente.

– Pues sí, porque nadie me quiere decir nada y si se los hubieran llevado a algún sitio decente, ¿por qué lo iban a mantener en secreto? Me he puesto en contacto con todas las personas que se me ha ocurrido y nadie reconoce saber nada de ellos. Por lo tanto, así es, creo que se los han llevado a un laboratorio biomédico.

– A ver qué puedo averiguar.

Isabel rio.

– No averiguará nada. Esos primates eran lo más parecido que tenía a una familia y nadie abre la maldita boca.

Él sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió. Cuando vio que ella no alargaba la mano para cogerla, la dejó en el suelo, delante de la puerta.

– Me llamo Gary Hanson. Por favor, llámeme si necesita algo.

Isabel se agachó y la recogió de encima del felpudo. Le echó un vistazo. ¿Arquitecto? ¿Era arquitecto? Lo miró de nuevo. Siempre le había parecido asombrosamente normal, pero lo cierto era que aquello no se lo esperaba. Gary Hanson se quedó mirándola un buen rato.

– Se lo digo de verdad -le aseguró-. Si necesita algo, llámeme.

Se pasó la mano por el oscuro cabello, se subió el cuello del abrigo y se alejó por el pasillo.

Isabel cerró la puerta con un clic y se quedó allí de pie con el teléfono en la mano. Cuando oyó que las puertas del ascensor se abrían y luego se cerraban, comprobó que el pasillo realmente estaba vacío.

– ¿Con qué amigo podía hablar? ¿Con Celia?

* * *

Cuatro días después, Isabel estaba tumbada en el sofá en la oscuridad pasándose la mano adelante y atrás por el pelo esquilado de terciopelo. Era como el parche que le pegaban en la cabeza a los muñecos G. I. Joe. Aunque ya no estaba completamente calva, cuando levantó un espejo de mano para verse la parte de atrás de la cabeza, observó que la cicatriz irregular estaba aún irritada. Se le vería hasta que el pelo, en lugar de mantenerse en punta, le creciera lo suficiente como para tapar la cicatriz. Tal vez debería comprarse una peluca, o unos cuantos pañuelos, como Peter le había sugerido.

El teléfono sonó, dándole un susto de muerte.

Isabel dejó caer una pierna al suelo y se giró para sentarse.

– ¿Sí?

– Hola, Isabel -dijo una voz de mujer.

La conexión, el tono, todo era muy raro. Isabel se sentó hacia delante, en estado de alerta.

– ¿Quién es?

– Soy una amiga -dijo la mujer.

Isabel notó de repente un escalofrío en el estómago. Miró hacia las cortinas, que, desde que Celia se había ido, estaban de nuevo sujetas con pinzas e imperdibles, y luego hacia la puerta, que tenía la cadena echada.

– Tengo identificación de llamadas. La estoy grabando -dijo, aunque en la pantalla de identificación de llamadas salía una compacta línea llena de unos. Isabel hizo un apresurado recorrido mental por todo lo que había aprendido sobre direcciones IP y el anonimato en Internet. ¿Funcionaría igual con los teléfonos?

– No tenga miedo -dijo la mujer.

– ¿Qué más quieren de mí? Ya se lo han llevado todo -dijo alzando la voz con falsa bravuconería, pero se traicionó dejando entrever el pánico que sentía.

– Soy la amiga de un amigo -dijo la mujer-, y creo que sé dónde están los bonobos.

Isabel se aferró al teléfono con ambas manos, y comenzó a respirar de forma entrecortada. El corazón le latía tan rápido que creyó que se iba a desmayar. Cerró los ojos un momento y empezó a balancearse de delante atrás.

– La escucho -dijo.

14

John miró el reloj. Eran casi las dos. Según sus averiguaciones, justo en ese momento debían de estar pasando los títulos de crédito de Barrio S é samo y, en breve, el retoño de Candy estaría en la cama.

Dada la alarmante proximidad a la casa de sus padres, John había aparcado casi a un kilómetro y medio de distancia. Aun así, tendría que andarse con ojo, ya que corría el grave peligro de que lo reconocieran. Para evitarlo, se había calado un gorro de lana y se había puesto un chaquetón marinero con el cuello levantado. Tamborileó con los dedos sobre el volante y volvió a mirar el reloj. Se imaginó al niño, tal vez con un pijama con pies, puede que chupándose el dedo, mientras lo metían bajo un edredón al tiempo que un móvil colgaba animales inertes sobre él y dejaba escapar una nana.

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