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Philip Pullman: El buen Jesús y Cristo el malvado

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Philip Pullman El buen Jesús y Cristo el malvado

El buen Jesús y Cristo el malvado: краткое содержание, описание и аннотация

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Philip Pullman decide revisitar la historia más influyente de todos los tiempos y construye una versión ingeniosa y polémica de la vida de Jesús. Todo comienza cuando la virgen María tiene gemelos: Jesús y Cristo. Desde pequeños los hermanos son muy diferentes. Jesús es apasionado y revolucionario, Cristo es calculador y realista. Mientras Jesús detesta las jerarquías y el status quo, Cristo ansía pasar a la Historia y asentar los cimientos de la Iglesia.

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Finalmente se pusieron en camino, María detrás de él a lomos de un asno. El niño podía nacer en cualquier momento y José seguía sin saber qué iba a decir con respecto a su esposa. Ya en las proximidades de Belén, se volvió para ver cómo estaba y vio tristeza en su semblante. Puede que tenga dolores, pensó. Al rato se volvió de nuevo y vio que reía.

– ¿Qué te ocurre? -dijo-. Hace un rato estabas triste y ahora ríes.

– He visto a dos hombres -respondió María-, uno estaba llorando y lamentándose, y el otro, riendo y regocijándose.

No se veía a nadie. José pensó: «¿Cómo es posible?».

Pero no dijo más y poco después llegaron a Belén. Todas las posadas se encontraban llenas. María lloraba y temblaba porque el niño estaba a punto de nacer.

– No me quedan habitaciones -dijo el último posadero al que preguntaron-, pero podéis dormir en el establo. Los animales os darán calor.

José extendió la colcha sobre la paja, instaló cómodamente a María y salió en busca de una comadrona. A su regreso el niño ya había nacido, pero la comadrona dijo:

– Viene otro. Va a tener gemelos.

Efectivamente, poco después nació otro niño. Los dos eran varones, el primero sano y robusto, el segundo menudo y frágil. María envolvió en harapos al niño robusto y lo acostó en el pesebre a fin de amamantar primero al otro, pues le daba mucha pena.

Esa noche, en las colinas que rodeaban la ciudad, había unos pastores vigilando sus rebaños. Un ángel luminoso se apareció ante ellos y el pánico se apoderó de los pastores, hasta que el ángel dijo:

– No temáis. Esta noche ha nacido en la ciudad un niño que ha de ser el Mesías. Lo reconoceréis porque estará envuelto en harapos y acostado en un pesebre.

Los pastores eran judíos piadosos y sabían qué quería decir «el Mesías». Los profetas habían anunciado que el Mesías, el Ungido, llegaría para liberar a los israelitas de la opresión que padecían. Los judíos habían tenido muchos opresores a lo largo de los siglos; los últimos eran los romanos, que llevaban ocupando Palestina una buena cantidad de años. Mucha gente esperaba que el Mesías guiara al pueblo judío en la batalla y lo liberara del poder de Roma.

Así pues, los pastores se adentraron en la ciudad para buscarlo. Al oír el llanto de un bebé, se dirigieron al establo situado al lado de la posada, donde encontraron a un hombre mayor atendiendo a una mujer joven que estaba amamantando a un recién nacido. A su lado, en el pesebre, yacía otro bebé envuelto en harapos, y era este el que lloraba. Se trataba del segundo hijo, el menudo y frágil, porque María lo había amamantado primero y lo había dejado allí mientras daba de mamar al otro.

– Hemos venido a ver al Mesías -dijeron los pastores, y les hablaron del ángel y de la pista que les había dado para reconocer al bebé.

– ¿Este de aquí? -preguntó José.

– Eso nos dijo. Que por eso lo reconoceríamos. A nadie se le ocurriría buscar a un niño en un pesebre. Tiene que ser él. Tiene que ser el enviado de Dios.

María no se sorprendió al oír eso. ¿No le había dicho algo parecido el ángel que la había visitado en su dormitorio? Así y todo, la llenó de dicha y orgullo que su delicado hijo fuera objeto de semejante homenaje y alabanza. El otro no lo necesitaba; era fuerte y tranquilo, como José. Uno para José y otro para mí, pensó María, y se guardó esa idea en el corazón y no se la contó a nadie.

Los astrólogos

Mientras eso ocurría, unos astrólogos de Oriente llegaron a Jerusalén buscando, decían, al rey de los judíos, que acababa de nacer. Lo habían deducido de sus observaciones de los planetas, y habían elaborado el horóscopo del niño con el ascendente, los tránsitos y las progresiones perfectamente detalladas.

Lógicamente, primero se dirigieron al palacio, donde solicitaron ver al niño soberano. Sorprendido, el rey Herodes los hizo llamar y les pidió que se explicaran.

– Nuestros cálculos indican que cerca de aquí ha nacido un niño que será el rey de los judíos. Supusimos que habría sido trasladado al palacio, por eso hemos venido primero aquí. Traemos presentes…

– Qué interesante -dijo Herodes-. ¿Y dónde ha nacido este niño soberano?

– En Belén.

– Acercaos un poco más -dijo el rey, bajando la voz-. Vosotros lo entenderéis, sois hombres de mundo, sabéis cómo son estas cosas. Por razones de Estado debo tener cuidado con mis palabras. Fuera existen poderes de los que vosotros y yo poco sabemos y que no dudarían en matar a ese niño si dieran con él, de manera que lo más importante ahora es protegerlo. Id a Belén, haced indagaciones y en cuanto averigüéis algo, venid a contár nielo. Yo me aseguraré de que a esa adorable criatura no le pase nada malo.

Los astrólogos recorrieron los pocos kilómetros que les separaban de Belén para conocer al niño. Estudiaron sus mapas astrales, consultaron sus libros, realizaron arduos cálculos y finalmente, tras preguntar en casi todos los hogares de Belén, dieron con la familia que andaban buscando.

– ¡Así que este es el niño que reinará sobre los judíos! -dijeron-. ¿O es este otro?

María levantó con orgullo a su hijo frágil. El otro dormía plácidamente en un rincón. Los astrólogos rindieron homenaje al pequeño que la madre tenía en los brazos, abrieron los cofres y ofrecieron sus presentes: oro, incienso y mirra.

– ¿Y decís que habéis visitado a Heredes? -preguntó José.

– Ah, sí. Quiere que volvamos y le informemos de vuestro paradero para que pueda garantizar la seguridad del niño.

– Yo en vuestro lugar me iría directamente a casa -dijo José-. El rey es un hombre impredecible. A lo mejor se le mete en la cabeza castigaros. Nosotros le llevaremos al niño a su debido tiempo, no os preocupéis.

Los astrólogos lo consideraron un buen consejo y partieron. José, entretanto, recogió deprisa y corriendo todas sus pertenencias y esa misma noche partió con María y los niños hacia Egipto, pues conocía el carácter voluble del rey Heredes y temía lo que pudiera hacer.

La muerte de Zacarías

E hizo bien. Cuando Herodes comprendió que los astrólogos no iban a regresar, montó en cólera y ordenó matar de inmediato a todos los niños menores de dos años en Belén y alrededores.

Entre los niños menores de dos años estaba Juan, el hijo de Zacarías e Isabel. En cuanto se enteraron del plan de Herodes, Isabel se lo llevó a las montañas, buscando un lugar donde esconderse. Pero la mujer estaba mayor, no podía caminar mucho y, presa de la desesperación, gritó:

– ¡Oh, montaña de Dios, protege a esta madre y a su hijo!

En ese momento la montaña se abrió y le ofreció una cueva donde refugiarse.

Isabel y el niño estaban finalmente a salvo, pero no así Zacarías. Herodes sabía que había sido padre poco tiempo atrás y lo mandó llamar.

– ¿Dónde está tu hijo? ¿Dónde lo has escondido?

– ¡Soy un sacerdote atareado, Majestad! ¡Dedico todo mi tiempo a los asuntos del templo! El cuidado de los hijos es tarea de mujeres. Ignoro dónde puede estar mi hijo.

– Te lo advierto… ¡di la verdad! Puedo derramar tu sangre si lo deseo.

– Si derramas mi sangre, me convertiré en un mártir del Señor -repuso Zacarías, y sus palabras se cumplieron, porque fue asesinado en el acto.

La infancia de Jesús

Entretanto, José y María estaban decidiendo qué nombre poner a sus hijos. El primogénito llevaría el nombre de Jesús, pero ¿y el otro, que era secretamente el favorito de María? Al final le pusieron un nombre corriente, pero María, recordando lo que habían dicho los pastores, le llamaba Cristo, que significaba Mesías en griego. Jesús era un bebé robusto y jovial, mientras que Cristo enfermaba con frecuencia. María, preocupada por él, lo cubría con las mejores mantas y le dejaba chupar miel de la yema de su dedo para que dejara de llorar.

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