Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Una noche, hacia finales de febrero, Calabaza no pudo venir a la Ichiriki porque había agarrado la gripe. El Presidente también llegó tarde aquella noche, de modo que nos encontramos Mameha y yo acompañando a Nobu y al consejero. Finalmente decidimos bailar un poco, más para nuestro beneficio que para el de ellos. A Nobu no le gustaba mucho la danza, y al consejero no le gustaba nada. No era la mejor elección, pero no se nos ocurrió aquel día una forma mejor de pasar el rato.

Primero Mameha ejecutó algunas piezas breves mientras yo la acompañaba con el shamisen. Luego cambiamos. En el momento en que yo me colocaba para el paso inicial de mi primera danza -el torso tan inclinado que tocaba el suelo con el abanico y el otro brazo extendido- se abrió la puerta corredera y entró el Presidente. Le saludamos y esperamos un momento hasta que se acomodó en la mesa. Me agradó verlo entrar, porque aunque sabía que me había visto bailar en el escenario, nunca lo había hecho en un ambiente tan íntimo como aquél. Pensaba representar un pieza breve llamada Hojas de otoño temblorosas, pero al verlo entrar cambié de parecer y le pedí a Mameha que tocara Lluvia cruel en su lugar. La historia que cuenta esta pieza es la de una joven que se emociona profundamente cuando su amado se quita la chaqueta del kimono para protegerla durante una tormenta, porque sabe que él es un espíritu encantado, cuyo cuerpo se diluirá al contacto con la humedad. Mis profesoras solían felicitarme por la forma en que representaba la pena de la joven; y en la parte en la que tenía que ir hundiéndome despacio hasta quedarme de rodillas, no me temblaban las piernas como a la mayoría de las bailarinas. De modo que aunque me habría gustado lanzarle alguna furtiva mirada mientras bailaba, no me fue posible hacerlo, pues tenía que mantener los ojos en las posiciones que les correspondía en cada momento de la danza. Y para darle aún más sentimiento a mi interpretación intenté concentrarme en lo más triste que se me ocurría, que era imaginarme que estaba sola con mi danna allí en aquella sala, y que éste era Nobu en lugar del Presidente. En cuanto empecé a pensar esto, se hundió el mundo a mi alrededor. Me parecía que fuera, en el jardín, la lluvia chorreaba por los aleros del tejado en forma de pesadas cuentas de cristal. Incluso los tatamis parecían presionar el suelo. Recuerdo que pensé que mi danza no debía expresar la pena de una mujer que ha perdido a su amante sobrenatural, sino el dolor que yo misma sentiría si arrancaban de mi vida la única cosa que me interesaba con toda el alma. Y también me encontré pensando en Satsu e intenté expresar en aquella danza la amargura de nuestra eterna separación. Al terminar, la pena se había apoderado de mí; pero desde luego no estaba preparada para lo que vi cuando me volví a mirar al Presidente.

Estaba sentado en la esquina de la mesa más próxima a donde yo estaba, de modo que daba la casualidad que sólo yo podía verlo de frente. Al principio creí que su cara expresaba sorpresa, porque tenía los ojos muy abiertos. Pero del mismo modo que a veces le temblaba la boca cuando intentaba no sonreír, ahora le temblaba a causa de una tensión producida por otro tipo de emoción. No podía estar segura, pero me dio la impresión de que tenía los ojos bañados de lágrimas. Miró a la puerta y, fingiendo que se rascaba una aleta de la nariz, se limpió con el dedo el rabillo del ojo, al tiempo que se frotaba las cejas, como si éstas fueran el origen de su inquietud. Me desconcertó tanto ver sufrir al Presidente que por un momento no supe qué hacer. Luego me dirigí a la mesa, y Mameha y Nobu comenzaron a hablar. Pasado un momento el Presidente les interrumpió.

– ¿Dónde está Calabaza hoy?

– ¡Oh! Está enferma, Presidente.

– ¿Qué quiere decir? ¿Que no va a venir?

– Pues no. Y menos mal porque tiene una de esas gripes intestinales.

Mameha volvió a su conversación. Vi que el Presidente miraba el reloj y luego le oí decir, todavía temblándole la voz:

– Mameha, me excusarás esta noche. Yo tampoco me siento muy bien hoy.

Nobu hizo un chiste cuando el Presidente cerraba la puerta al salir, y todos nos reímos. Pero yo estaba pensando algo que me aterró. En mi baile había tratado de expresar el dolor de la ausencia. Sin duda, había terminado entristeciéndome yo misma, pero también había entristecido al Presidente: ¿podía ser posible que él estuviera pensando en Calabaza, quien, después de todo, estaba ausente? No me lo podía imaginar a punto de llorar por la enfermedad de Calabaza, o algo por el estilo, así que tal vez había removido en él unos sentimientos más oscuros y complicados. Lo único que sabía era que cuando terminé de bailar, el Presidente preguntó por Calabaza y se fue al enterarse de que estaba enferma. No podía creerlo. Si hubiera descubierto que el Presidente sentía algo por Mameha, no me habría sorprendido. ¿Pero Calabaza? ¿Cómo podía desear el Presidente a alguien tan…, tan falta de todo refinamiento?

Se podría pensar que después de lo sucedido cualquier mujer con un mínimo de sentido común habría renunciado a todas sus esperanzas. Y durante unos días, en efecto, fui al adivino a diario y leí mi horóscopo con más atención de lo normal, buscando algún signo relativo a si debía someterme a mi inevitable destino. Claro está que todos los japoneses estábamos viviendo una época de esperanzas rotas. No me hubiera resultado sorprendente que las mías hubieran muerto del mismo modo que las de tanta otra gente. Pero por otro lado, muchos creían que el país volvería a levantarse algún día; y todos sabíamos que tal cosa no sucedería nunca si nos resignábamos a seguir viviendo para siempre entre los escombros. Siempre que leía en el periódico alguna de esas noticias que cuentan de cómo un pequeño taller que antes de la guerra fabricaba, por ejemplo, piezas de bicicleta había vuelto a abrir como si no hubiera habido guerra, me decía que si toda una nación podía salir de su propio valle de las tinieblas, todavía había alguna esperanza de que pudiera salir yo del mío.

Desde principios de marzo hasta el final de la primavera, Mameha y yo estuvimos muy ocupadas con el festival de las Danzas de la Antigua Capital que volvía a celebrarse por primera vez después del cierre de Gion durante los últimos años de la guerra. Casualmente, Nobu y el Presidente también estuvieron muy ocupados durante esos meses y sólo vinieron a Gion con el consejero dos veces. Entonces, un día de la primera semana de junio, me dijeron que la Compañía Iwamura solicitaba mi presencia en la Casa de Té Ichiriki. Tenía otro compromiso concertado varias semanas antes al que, por lo tanto, no podía faltar. De modo que cuando por fin abrí la puerta para unirme al grupo de Iwamura, era media hora más tarde de la hora fijada. Para mi sorpresa, en lugar del grupo habitual, sólo estaban Nobu y el consejero.

No tardé en darme cuenta de que Nobu estaba enfadado. Me imaginé, por supuesto, que estaba enfadado conmigo por haberle dejado tanto tiempo solo con el consejero -aunque, a decir verdad, «pasaban tanto tiempo juntos» como la ardilla con los insectos que viven en el mismo árbol-. Nobu tamborileaba en la mesa con cara de gran irritación, mientras que el consejero estaba junto a la ventana con la vista perdida en el jardín.

– Muy bien, consejero -dijo Nobu, cuando me acomodé en la mesa junto a ellos-. Basta ya de ver crecer los arbustos. ¿O es que vamos a estar esperándolo toda la noche?

El consejero se sobresaltó e hizo una pequeña inclinación para disculparse antes de sentarse en el cojín que yo había preparado para él. Por lo general, me costaba trabajo encontrar algo que decirle, pero hoy la tarea resultaba más fácil porque hacía bastante tiempo que no lo veía.

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