Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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– ¡Presidente! ¿Quién le ha dejado aquí solo? La dueña se enfadará al saberlo.

– Ella es la que me dejó solo -me respondió y cerró la revista de un golpe-. Me estaba preguntando qué le habría sucedido.

– Ni siquiera le han traído nada de beber. Espere que le traigo un poco de sake.

– Eso es lo que dijo la dueña. Si la cosa sigue así, tú también desaparecerás, y tendré que seguir leyendo toda la noche. Prefiero que te quedes -aquí se quitó las gafas y guardándoselas en el bolsillo me miro largamente con sus afinados ojos.

La espaciosa sala, con sus paredes de seda amarilla, empezó a encogerse cuando me levanté para ir a sentarme con el Presidente, pues no había estancia que pudiera contener todo lo que yo sentía en ese momento. Volver a verlo después de tanto tiempo despertó en mí una especie de desesperación. Me sorprendí poniéndome triste en lugar de contenta, como me había imaginado. A veces me había preocupado que el Presidente hubiera envejecido precipitadamente durante la guerra, como le había sucedido a la Tía. Incluso desde el extremo opuesto de la habitación noté que las arrugas que tenía alrededor de sus ojos estaban más marcadas que antes. Y la piel alrededor de la boca también había empezado a caer, pero le daba a su fuerte mandíbula una especie de dignidad. Lo miré furtivamente al sentarme frente la mesa, y vi que seguía mirándome inexpresivo. Iba a empezar una conversación, pero el Presidente habló primero:

– Sigues siendo muy bonita, Sayuri.

– ¿Ah, sí? -dije-. No le creeré una palabra más. Me he pasado media hora delante del tocador intentando disimular estos pómulos que tengo, tan marcados.

– Estoy seguro de que perder un poco de peso no ha sido la peor de las penalidades que habrás pasado durante estos últimos años. Yo, desde luego, las he pasado peores.

– Si no le importa que lo mencione, Nobu-san me ha contado todas las dificultades a las que se enfrenta ahora su empresa…

– Pues sí… bueno… pero no es necesario que hablemos ahora de eso. A veces la única forma de superar la adversidad es imaginarse cómo sería el mundo si nuestros sueños se hicieran realidad.

Me dedicó una sonrisa triste que a mí me pareció tan hermosa que me perdí contemplando la forma perfecta de sus labios.

– Aquí tienes la oportunidad de emplear tus encantos para cambiar el tema -me dijo.

No había empezado a responder cuando se abrió la puerta y entró Mameha seguida de Calabaza. Me sorprendió ver a esta última; no esperaba que viniera. En cuanto a Mameha, estaba claro que acababa de regresar de Nogoya y había venido corriendo a la casa de té, creyendo que llegaba terriblemente tarde. Lo primero que preguntó -después de saludar al Presidente y de agradecerle algo que había hecho por ella la semana anterior- fue por qué no estaban Nobu y el consejero del ministro. El Presidente respondió que lo mismo se estaba preguntando él.

– Qué día tan raro -dijo Mameha, al parecer, como hablando para sí-. El tren estuvo parado más de una hora justo antes de entrar en la estación de Kioto, y no podíamos salir. Dos jóvenes terminaron saliendo por la ventana. Creo que uno de ellos se lastimó. Y luego cuando llego aquí corriendo resulta que no veo a nadie. La pobre Calabaza estaba perdida, recorriendo el lugar. Conoce a Calabaza, ¿no, Presidente?

Hasta ese momento no había mirado con atención a Calabaza, pero cuando lo hice reparé en que llevaba un kimono color gris ceniza totalmente extraordinario. De la cintura para abajo estaba cubierto de puntos dorados que resultaron ser mariposas bordadas, volando en un paisaje de montañas y agua a la luz de la luna. Ni el de Mameha ni el mío se podían comparar al de ella. Al Presidente le debió de parecer el atuendo tan asombroso como a mí, porque le pidió que se pusiera de pie y se diera unas vueltas. Ella se levantó modestamente y giró sobre sí misma.

– Me imaginaba que no podía entrar en un lugar como éste con el tipo de kimono que llevo normalmente -dijo-. La mayoría de los que disponemos en mi okiya no son tan impresionantes, aunque los americanos no distinguen unos de otros.

– Si no hubieras sido tan franca, Calabaza -dijo Mameha-, habríamos pensado que siempre vas vestida así.

– ¿Me están tomando el pelo? No nací para llevar estas ropas. Me lo han prestado en una okiya de mi misma calle. No se pueden imaginar lo que tengo que pagarles, pero como nunca tendré ese dinero, igual me da, ¿no?

Me di cuenta de que el Presidente estaba divirtiéndose, porque una geisha nunca debe hablar delante de un hombre de algo tan vulgar como el precio de un kimono. Mameha se volvió a decirle algo, pero Calabaza la interrumpió.

– Creía que esta noche iba a estar aquí un tío importante.

– Tal vez estabas pensando en el Presidente -le contestó Mameha-. ¿No te parece lo bastante importante?

– Él sabrá si lo es o no. No necesita que yo se lo diga.

El Presidente miró a Mameha y arqueó las cejas sorprendido y burlón.

– Además, Sayuri me habló de otro tipo -continuó Calabaza.

– Sato Noritaka, Calabaza -dijo el Presidente-. Es el nuevo consejero del Ministro de Hacienda.

– ¡ Ah, ya! Conozco a ese Sato. Parece un gorrino grande.

Nos reímos de esto.

– De verdad, Calabaza -dijo Mameha-, ¡hay que ver las cosas que puedes llegar a decir!

Justo entonces se descorrió la puerta y entraron Nobu y el consejero, los dos enrojecidos de frío. Tras ellos entró una camarera con sake y aperitivos en una bandeja. Nobu golpeó el suelo para calentarse los pies, al tiempo que se abrazaba con su único brazo para entrar en calor, pero el consejero se plantó en la mesa de dos zancadas. Lanzó un gruñido a Calabaza y sacudió la cabeza como dándole a entender que se corriera, para ponerse él a mi lado. Se hicieron las presentaciones, y luego Calabaza dijo:

– ¡Hola, consejero! Seguro que no se acuerda de mí, pero yo sé muchas cosas de usted.

El consejero se echó a la boca todo el contenido de la copa de sake que acababa de servirle yo y miró a Calabaza con cara de pocos amigos.

– ¿Y qué es lo que sabes? -le preguntó Mameha-. Venga cuéntanos algo.

– Pues sé que el consejero tiene una hermana más pequeña que está casada con el alcalde de Tokio -dijo Calabaza -. Y también sé que el consejero hacía kárate y que en una ocasión se rompió una mano.

El consejero parecía sorprendido, lo que me hizo pensar que tal vez todo aquello fuera cierto.

– Y también conozco a una chica que conocía el consejero -continuó Calabaza -. Nao Itsuko. Trabajamos juntas en una fábrica a las afueras de Osaka. ¿Y sabe lo que me dijo? Me dijo que usted y ella habían hecho lo que usted ya sabe un par de veces.

Temí que el consejero se enfadara, pero en lugar de ello, su expresión se dulcificó hasta que dejó ver lo que a mí me pareció sin duda una chispa de orgullo.

– Era una chica muy bonita esa Itsuko, muy bonita -dijo, mirando a Nobu con una sonrisa contenida.

– ¡ Vaya, hombre! Nunca me hubiera imaginado que tuviera tan buena mano con las damas -sus palabras sonaron sinceras, pero su cara apenas podía disimular la repugnancia que sentía. Los ojos del Presidente se cruzaron con los míos; parecía estarse divirtiendo con todo aquello.

Un momento después se abrió una puerta y tres camareras entraron en la sala con la cena de los tres hombres. Yo tenía bastante hambre y tuve que alejar la vista de las natillas con bayas de gingko servidas en unas hermosas copas verdeceladón. Luego las camareras volvieron con platos de pescado asado dispuesto en lechos de hojas de pino. Nobu debió de darse cuenta del hambre que tenía, porque insistió en que lo probara. Luego el Presidente les ofreció a Mameha y a Calabaza, quienes declinaron.

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