– Ya lo sé, ya lo sé. Cálmese, no se esfuerce. He leído todos los papeles que traía en su maleta y con ellos he podido recomponer de manera aproximada los acontecimientos. He encontrado el escrito que dejó su marido, o su novio, o su amante, o lo que sea el tal Arribas, y también un certificado de la donación de las joyas a su favor, y un documento que expone que el anterior propietario de tales joyas es en realidad su padre.
No recordaba haber llevado aquellos papeles conmigo; no sabía qué había sido de ellos desde que Ramiro los guardó pero, si estaban entre mis cosas, seguramente era porque yo misma los había cogido de la habitación del hotel de manera inconsciente en el momento de mi marcha. Suspiré con cierto alivio al entender que tal vez en ellos podría estar la clave de mi redención.
– Hable con él, por favor, hable con mi padre -supliqué-. Está en Madrid, se llama Gonzalo Alvarado, vive en la calle Hermosilla 19.
– No hay forma de que podamos localizarle. Las comunicaciones con Madrid son pésimas. La capital está convulsionada, hay mucha gente desubicada: retenidos, huidos, o saliendo, o escondidos, o muertos. Además, la cosa para usted es más complicada aún porque la denuncia partió del propio hijo de Alvarado, Enrique, creo recordar que es su nombre, su medio hermano, ¿no? Enrique Alvarado, sí -corroboró tras consultar sus notas-. Al parecer, una criada le informó hace unos meses de que usted había estado en la casa y salió de ella bastante alterada portando unos paquetes: presuponen que en ellos estaban las joyas, creen que Alvarado padre pudo haber sido víctima de un chantaje o sometido a algún tipo de extorsión. En fin, un asunto bastante feo, aunque estos documentos parecen eximirla de culpa.
Sacó entonces de uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta los papeles que mi padre me había entregado en nuestro encuentro de meses atrás.
– Por fortuna para usted, Arribas no se los llevó junto con las joyas y el dinero, posiblemente porque podrían haberle resultado comprometedores. Debería haberlos destruido para salvaguardarse las espaldas pero, en su prisa por volatilizarse, no lo hizo. Quédele agradecida porque esto es, de momento, lo que va a salvarla de la cárcel -apuntó con ironía. Acto seguido, cerró los ojos brevemente, como intentando tragarse sus últimas palabras-. Perdone, no he querido ofenderla; imagino que en su ánimo no estará agradecer nada a un tipo que se ha portado con usted como lo ha hecho él.
No repliqué a su disculpa, sólo formulé débilmente otra pregunta.
– ¿Dónde está ahora?
– ¿Arribas? No lo sabemos con certeza. Puede que en Brasil, quizá en Buenos Aires. En Montevideo tal vez. Embarcó en un transatlántico de pabellón argentino, pero puede haber desembarcado en varios puertos. Iba acompañado al parecer de otros tres individuos: un ruso, un polaco y un italiano.
– ¿Y no van a buscarle? ¿No van a hacer nada por seguir su rastro y detenerle?
– Me temo que no. Tenemos poco contra él: simplemente una factura impagada a medias con usted. A no ser que quiera usted denunciarle por las joyas y el dinero que le ha quitado, aunque, con sinceridad no creo que valga la pena. Es cierto que todo era suyo, pero la procedencia es un tanto turbia y usted está denunciada justo por lo mismo. En fin, creo que es difícil que volvamos a saber de su paradero; estos tipos suelen set listos, tienen mucho mundo y saben cómo hacer para evaporarse y reinventarse a los cuatro días en cualquier punto del globo de la forma más insospechada.
– Pero íbamos a emprender una vida nueva, íbamos a abrir un negocio; estábamos esperando la confirmación -balbuceé.
– ¿Se refiere a lo de las máquinas de escribir? -preguntó sacando un nuevo sobre del bolsillo-. No habrían podido: carecían de autorización. Los dueños de las academias en la Argentina no tenían el menor interés en expandir su negocio al otro lado del Atlántico y así se lo hicieron saber en el mes de abril. -Percibió el desconcierto en mi cara-. Arribas nunca se lo dijo, ¿verdad?
Recordé mis consultas diarias al mostrador de recepción, ilusionada, anhelante por el recibo de aquella carta que yo creía que iba a cambiar nuestras vidas y que ya llevaba meses en poder de Ramiro sin que jamás me lo hubiera comunicado. Mis agarraderas para defenderle iban disolviéndose, haciéndose humo. Me aferré con escasas fuerzas al último resquicio de esperanza que me quedaba.
– Pero él me quería…
Sonrió el comisario con un punto de amargura mezclada con algo parecido a la compasión.
– Eso dicen todos los de su calaña. Mire, señorita, no se engañe: los tipos como Arribas sólo se quieren a sí mismos. Pueden ser afectivos y parecer generosos; suelen ser encantadores, pero a la hora de la verdad sólo les interesa su propio pellejo y, a la primera que las cosas se ponen un poco oscuras, salen escopeteados y saltan por encima de lo que haga falta con tal de no ser cogidos en un renuncio. Esta vez la gran perjudicada ha sido usted; mala suerte, ciertamente. Yo no dudo que él la estimara, pero un buen día le surgió otro proyecto mejor y usted se transformó para él en una carga que no le interesaba arrastrar. Por eso la dejó, no le dé más vueltas. Usted no tiene la culpa de nada, pero poco podemos hacer ya nosotros por enmendar lo irreversible.
No quise ahondar más en aquella reflexión sobre la sinceridad del amor de Ramiro; era demasiado doloroso para mí. Preferí retomar los asuntos prácticos.
– ¿Y lo de Hispano-Olivetti? ¿Qué se supone que tengo yo que ver en eso?
Inspiró y expulsó aire con fuerza, como preparándose para abordar algo que no le resultaba grato.
– Ese asunto está más embrollado aún. De momento, ahí no hay pruebas fehacientes que la exculpen, aunque yo, personalmente, intuyo que se trata de otra jugarreta en la que la ha implicado su marido, o su novio, o lo que sea el tal Arribas. La versión oficial de los hechos es que usted figura como dueña de un negocio que ha recibido una cantidad de máquinas de escribir que nunca han sido pagadas.
– A él se le ocurrió constituir una empresa a mi nombre, pero yo no sabía… yo no conocía… yo no…
– Eso es lo que yo creo, que usted no tenía idea de todo lo que él hizo usándola como tapadera. Le voy a contar lo que yo intuyo que ocurrió en realidad; la versión oficial ya la sabe. Corríjame si me equivoco: usted recibió de su padre un dinero y unas joyas, ¿cierto?
Asentí.
– Y, después, Arribas se ofreció a registrar una empresa a su nombre y a guardar todo el dinero y las joyas en la caja fuerte de la compañía para la que trabajaba, ¿cierto?
Asentí otra vez.
– Bien, pues no lo hizo. O mejor dicho, sí lo hizo, pero no en calidad de simple depósito a su nombre. Con su dinero realizó una compra a su propia empresa simulando que se trataba de un encargo de la casa de importación y exportación que le menciono, Mecanográficas Quiroga, en la cual figuraba usted como propietaria. Pagó puntualmente con su dinero e Hispano-Olivetti no sospechó nada en absoluto: un pedido más, grande y bien gestionado, y punto. Arribas, por su parte, revendió aquellas máquinas, ignoro a quién o cómo. Hasta ahí todo correcto para Hispano-Olivetti en términos contables, y satisfactorio para Arribas que, sin haber invertido un céntimo de su propio canal había hecho un estupendo negocio a su favor. Bien, a las pocas semanas, volvió a tramitar otro gran pedido a su nombre, el cual fue una vez más oportunamente servido. El importe de este pedido no fue satisfecho en el acto; sólo se ingresó un primer plazo pero, habida cuenta de que usted ya figuraba como buena pagadora, nadie sospechó: imaginaron que el resto del montante sería satisfecho de manera conveniente en los términos establecidos. El problema es que tal pago nunca se realizó: Arribas revendió una vez más la mercancía, recogió de nuevo beneficios y se quitó de en medio, con usted y con todo su capital prácticamente intacto, además de unas buenas tajadas conseguidas con la reventa y la compra que nunca pagó. Un buen golpe, sí, señor, aunque alguien debió de sospechar algo porque, según tengo entendido, su salida de Madrid fue un poco precipitada, ¿verdad?
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