Hasta entonces todas las jornadas habían transcurrido entre parturientas, hijas de la Caridad y camas metálicas pintadas de blanco. De vez en cuando aparecía la bata de un médico y a ciertas horas llegaban las familias de las otras ingresadas hablando en murmullos, haciendo arrumacos a los bebés recién nacidos y consolando entre suspiros a aquellas que, como yo, se habían quedado en mitad del camino. Estaba en una ciudad en la que no conocía a un alma: nunca nadie había ido a verme, ni esperaba que lo hicieran. Ni siquiera tenía del todo claro qué hacía yo misma en aquella población ajena: sólo fui capaz de rescatar un recuerdo embarullado de las circunstancias de mi llegada. Una laguna de espesa incertidumbre ocupaba en mi memoria el lugar en el que deberían haber estado las razones lógicas que me impulsaron a ello. A lo largo de aquellos días tan sólo me acompañaron los recuerdos mezclados con la turbiedad de mis pensamientos, las presencias discretas de las monjas y el deseo -mitad anhelante, mitad temeroso- de regresar a Madrid lo antes posible.
Sin embargo, mi soledad se quebró de forma imprevista una mañana. Precedido por la figura blanca y oronda de la hermana Virtudes, reapareció entonces aquel rostro masculino que días atrás había enunciado unas cuantas palabras borrosas relativas a una guerra.
– Te traigo una visita, hija -anunció la monja. En su tono cantarín me pareció distinguir un ligero poso de preocupación. Cuando el recién llegado se identificó, entendí por qué.
– Comisario Claudio Vázquez, señora -dijo el desconocido a modo de saludo-. ¿O es señorita?
Tenía el pelo casi blanco, empaque flexible, traje claro de verano y un rostro tostado por el sol en el que brillaban dos ojos oscuros y sagaces. Entre la flojedad que aún me invadía, no pude distinguir si se trataba de un hombre maduro con porte juvenil o un hombre joven prematuramente encanecido. En cualquier caso, poco importaba aquello en aquel momento: mayor urgencia me corría saber qué era lo que quería de mí. La hermana Virtudes le señaló una silla junto a una pared cercana; él la acercó en volandas hasta el flanco derecho de mi cama. Dejó el sombrero a los pies y se sentó. Con una sonrisa tan gentil como autoritaria indicó a la religiosa que preferiría que se retirara.
La luz entraba a raudales por las amplias ventanas del pabellón. Tras ellas, el viento mecía levemente las palmeras y los eucaliptos del jardín sobre un deslumbrante cielo azul, testimoniando un magnífico día de verano para cualquiera que no tuviera que pasarlo postrado en la cama de un hospital con un comisario de policía como acompañante. Con las sábanas blancas impolutas y estiradas hasta el extremo, las camas a ambos lados de la mía, como casi todas las demás, estaban desocupadas. Cuando la religiosa se marchó disimulando su contrariedad por no poder ser testigo de aquel encuentro, quedamos en el pabellón el comisario y yo en la sola compañía de dos o tres presencias encamadas y lejanas, y de una joven monja que fregaba silenciosa el suelo en la distancia. Yo estaba apenas incorporada, con la sábana cubriéndome hasta el pecho, dejando sólo emerger unos brazos desnudos cada vez más enflaquecidos, los hombros huesudos y la cabeza. Con el pelo recogido en una oscura trenza a un lado y la cara, delgada y cenicienta, agotada por el derrumbe.
– Me ha dicho la hermana que ya está usted algo más recuperada, así que tenemos que hablar, ¿de acuerdo?
Accedí moviendo tan sólo la cabeza, sin acertar a intuir siquiera qué querría tratar aquel hombre conmigo; desconocía que el desgarro y el desconcierto atentaran contra ley alguna. Sacó entonces el comisario un pequeño cuaderno del bolsillo interior de su chaqueta y consultó unas notas. Debía de haberlas estado revisando poco antes porque no necesitó pasar hojas para buscarlas: simplemente dirigió la vista a la página que tenía delante y allí estaban, ante sus ojos, los apuntes que parecía necesitar.
– Bien, voy a empezar haciéndole unas preguntas; diga simplemente sí o no. Usted es Sira Quiroga Martín, nacida en Madrid el 25 de junio de 1911, ¿cierto?
Hablaba con un tono cortés que no por ello dejaba de ser directo e inquisitivo. Una cierta deferencia hacia mi condición rebajaba el tono profesional del encuentro, pero no lo ocultaba del todo. Corroboré la veracidad de mis datos personales con un gesto afirmativo.
– Y llegó usted a Tetuán el pasado día 15 de julio procedente de Tánger.
Asentí una vez más.
– En Tánger estuvo hospedada desde el día 23 de marzo en el hotel Continental.
Nueva afirmación.
– En compañía de… -consultó su cuaderno- Ramiro Arribas Querol, natural de Vitoria, nacido el 23 de octubre de 1901.
Volví a asentir, esta vez bajando la mirada. Era la primera vez que oía su nombre después de todo aquel tiempo. El comisario Vázquez no pareció apreciar que me empezaba a faltar aplomo, o tal vez sí lo hizo y no quiso que yo lo notara; el caso es que prosiguió con su interrogatorio haciendo caso omiso a mi reacción.
– Y en el hotel Continental dejaron ambos una factura pendiente de tres mil setecientos ochenta y nueve francos franceses.
No repliqué. Simplemente volví la cabeza hacia un lado para evitar el contacto con sus ojos.
– Míreme -dijo.
No hice caso.
– Míreme -repitió. Su tono se mantenía neutro: no era más insistente la segunda vez que la anterior, ni más amable, ni tampoco más exigente. Era, simplemente, el mismo. Esperó paciente unos momentos, hasta que obedecí y le dirigí la mirada. Pero no respondí. Él reformuló su pregunta sin perder el temple.
– ¿Es usted consciente de que en el hotel Continental dejaron una factura pendiente de tres mil setecientos ochenta y nueve francos?
– Creo que sí -respondí al fin con un hilo de voz. Y volví a despegar mi mirada de la suya, y volví a girar la cabeza hacia un lado. Y empecé a llorar.
– Míreme -requirió por tercera vez.
Esperó un tiempo, hasta que fue consciente de que en aquella ocasión yo ya no tenía la intención, o las fuerzas, o el valor suficiente para hacerle frente. Entonces oí cómo se levantaba de su silla, bordeaba mis pies y se acercaba al otro lado. Se sentó en la cama vecina sobre la que yo tenía depositada mi mirada; destrozó con su cuerpo la lisura de las sábanas y clavó sus ojos en los míos.
– Estoy intentando ayudarla, señora. O señorita, igual me da -aclaró con firmeza-. Está usted metida en un lío tremendo, aunque me consta que no es por voluntad propia. Creo que conozco cómo ha ocurrido todo, pero necesito que usted colabore conmigo. Si usted no me ayuda a mí, yo no voy a poder ayudarla a usted, ¿entiende?
Dije que sí con esfuerzo.
– Bien, pues deje de llorar y vamos a ello.
Me sequé las lágrimas con el embozo de la sábana. El comisario me concedió un breve minuto. Apenas intuyó que el llanto había remitido, volvió concienzudo a su tarea.
– ¿Lista?
– Lista -murmuré.
– Mire, está usted acusada por la dirección del hotel Continental de haber dejado impagada una factura bastante abultada, pero eso no es todo. La cuestión, por desgracia, es mucho más compleja. Hemos sabido que también hay sobre usted una denuncia de la casa Hispano-Olivetti por estafa de veinticuatro mil ochocientas noventa pesetas.
– Pero yo, pero…
Un gesto de su mano me impidió proseguir con mi exculpación: aún tenía más noticias que ofrecerme.
– Y una orden de búsqueda por la sustracción de unas joyas de considerable valor en un domicilio particular en Madrid.
– Yo, no, pero…
El impacto de lo escuchado me anulaba la capacidad de pensar e impedía a las palabras salir ordenadas. El comisario, consciente de mi aturdimiento, intentó tranquilizarme.
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