– ¿Y si no te autorizan los argentinos?
– Lo dudo mucho. Tengo amigos en Buenos Aires con excelentes contactos. Lo conseguiremos, ya verás. Nos cederán su método y sus conocimientos, y mandarán representantes para enseñar a los empleados.
– ¿Y tú qué harás?
– Yo solo, nada. Nosotros, mucho. Nosotros dirigiremos la empresa. Tú y yo, juntos.
Anticipé mi réplica con una risa nerviosa. La estampa que Ramiro me ofrecía no podía ser más inverosímil: la pobre modistilla sin trabajo que apenas unos meses atrás pensaba aprender a teclear porque no tenía dónde caerse muerta estaba a punto de convertirse por arte de birlibirloque en dueña de un negocio con fascinantes perspectivas de futuro.
– ¿Quieres que yo dirija una empresa? Yo no tengo la menor idea de nada, Ramiro.
– ¿Cómo que no? ¿Cómo tengo que decirte todo lo que vales? El único problema es que no has tenido nunca ocasión de demostrarlo: has desperdiciado tu juventud encerrada en una madriguera, cosiendo trapos para otras y sin oportunidad de dedicarte a nada mejor. Tu momento, tu gran momento, está aún por llegar.
– ¿Y qué van a decir los de Hispano-Olivetti cuando sepan que te vas?
Sonrió socarrón y me besó la punta de la nariz.
– A Hispano-Olivetti, mi amor, que le den morcilla.
Academias Pitman o un castillo flotando en el aire, lo mismo me daba si la idea provenía de la boca de Ramiro: si desgranaba sus planes con entusiasmo febril mientras sostenía mis manos y sus ojos se vertían en el fondo de los míos, si me repetía lo mucho que yo valía y lo bien que todo iría si apostábamos juntos por el futuro. Con Academias Pitman o con las calderas del infierno: lo que él propusiera era ley para mí.
Al día siguiente trajo a casa el folleto informativo que había prendido su imaginación. Párrafos enteros describían la historia de la empresa: funcionando desde 1919, creada por tres socios, Allúa, Schmiegelon y Jan. Basada en el sistema de taquigrafía ideado por el inglés Isaac Pitman. Método infalible, profesores rigurosos, absoluta responsabilidad, trato personalizado, esplendoroso futuro tras la consecución del título. Las fotografías de jóvenes sonrientes paladeando casi su brillante proyección profesional anticipaban la veracidad de las promesas. El panfleto irradiaba un aire de triunfalismo capaz de remover las tripas al más descreído: «Larga y escarpada es la senda de la vida. No todos llegan hasta el ansiado final, allí donde esperan el éxito y la fortuna. Muchos quedan en el camino: los inconstantes, los débiles de carácter, los negligentes, los ignorantes, los que confían sólo en la suerte, olvidando que los triunfos más resonantes y ejemplares fueron forjados a fuerza de estudio, perseverancia y voluntad. Y cada hombre puede elegir su destino. ¡Decídalo!».
Aquella tarde fui a ver a mi madre. Hizo café de puchero y mientras lo bebíamos con la presencia ciega y callada de mi abuelo al lado, la hice partícipe de nuestro proyecto y le sugerí que, una vez instalados en África, quizá pudiera unirse a nosotros. Tal como yo ya intuía, ni le gustó una pizca la idea, ni accedió a acompañarnos.
– No tienes por qué obedecer a tu padre ni creer todo lo que nos contó. El hecho de que él tenga problemas en su negocio no significa que nos vaya a pasar nada a nosotras. Cuanto más lo pienso, más creo que exageró.
– Si él está tan acobardado, madre, por algo será; no se lo va a inventar…
– Tiene miedo porque está acostumbrado a mandar sin que nadie le replique, y ahora le desconcierta que los trabajadores, por primera vez, empiecen a alzar la voz y a reclamar derechos. La verdad es que no dejo de preguntarme si aceptar ese dineral y, sobre todo, las joyas, no ha sido una locura.
Locura o no, el hecho fue que, a partir de entonces, los dineros, las joyas y los planes se acoplaron en nuestro día a día con toda comodidad, sin estridencia, pero siempre presentes en el pensamiento y las conversaciones. Según habíamos previsto, Ramiro se encargó de los trámites para crear la empresa y yo me limité a firmar los papeles que él me puso delante. Y, a partir de ahí, mi vida continuó como siempre: agitada, divertida, enamorada y cargada hasta los bordes de insensata ingenuidad.
El encuentro con Gonzalo Alvarado sirvió para que mi madre y yo limáramos un tanto las asperezas de nuestra relación, pero nuestros caminos prosiguieron, irremediablemente, por derroteros distintos. Dolores se mantenía estirando hasta el límite los últimos retales traídos de casa de doña Manuela, cosiendo a ratos para alguna vecina, inactiva la mayor parte del tiempo. Mi mundo, en cambio, era ya otro: un universo en el que no tenían cabida los patrones ni las entretelas; en el que apenas nada quedaba ya de la joven modista que un día fui.
El traslado a Marruecos aún se demoró unos meses. A lo largo de ellos, Ramiro y yo salimos y entramos, reímos, fumamos, hicimos como locos el amor y bailamos hasta el alba la carioca. A nuestro alrededor el ambiente político seguía echando fuego y las huelgas, los conflictos laborales y la violencia callejera conformaban el escenario habitual. En febrero ganó las elecciones la coalición de izquierdas del Frente Popular; la Falange, como reacción, se volvió más agresiva. Las pistolas y los puños reemplazaron a las palabras en los debates políticos, la tensión llegó a hacerse extrema. Sin embargo, qué más nos daba a nosotros todo aquello, si ya estábamos apenas a dos pasos de una nueva etapa.
Dejamos Madrid a finales de marzo de 1936. Salí una mañana a comprar unas medias y al regresar encontré la casa revuelta y a Ramiro rodeado de maletas y baúles.
– Nos vamos. Esta tarde.
– ¿Ya han contestado los de Pitman? -pregunté con un nudo de nervios agarrado a los intestinos. Respondió sin mirarme, descolgando del armario pantalones y camisas a toda velocidad.
– No directamente, pero he sabido que están estudiando con toda seriedad la propuesta. Así que creo que es el momento de empezar a desplegar alas.
– ¿Y tu trabajo?
– Me he despedido. Hoy mismo. Me tenían más que harto, sabían que era cuestión de días que me fuera. Así que adiós, hasta nunca, Hispano-Olivetti. Otro mundo nos espera, mi amor; la fortuna es de los valientes, así que empieza a recoger porque nos marchamos.
No respondí y mi silencio le obligó a interrumpir su frenética actividad. Paró, me miró y sonrió al percibir mi aturdimiento. Se acercó entonces, me agarró por la cintura y con un beso arrancó de cuajo mis miedos y me practicó una transfusión de energía capaz de hacerme volar hasta Marruecos.
Las prisas apenas me concedieron unos minutos para despedirme de mi madre; poco más que un abrazo rápido casi en la puerta y un no te preocupes, que te escribiré. Agradecí no tener tiempo para prolongar el adiós: habría sido demasiado doloroso. Ni siquiera volví la mirada mientras descendía trotando por las escaleras: a pesar de su fortaleza, sabía que ella estaba a punto de echarse a llorar y no era momento para sentimentalismos. En mi absoluta inconsciencia, presentía que nuestra separación no duraría demasiado: como si África estuviera al alcance con tan sólo cruzar un par de calles y nuestra marcha no fuera a durar más allá de unas cuantas semanas.
Desembarcamos en Tánger un mediodía ventoso del principio de la primavera. Abandonamos un Madrid gris y bronco y nos instalamos en una ciudad extraña, deslumbrante, llena de color y contraste, donde los rostros oscuros de los árabes con sus chilabas y turbantes se mezclaban con europeos establecidos y otros que huían de su pasado en tránsito hacia mil destinos, con las maletas siempre a medio hacer llenas de sueños inciertos. Tánger, con su mar, sus doce banderas internacionales y aquella vegetación intensa de palmeras y eucaliptos; con callejuelas morunas y nuevas avenidas recorridas por suntuosos automóviles significados con las letras CD: corps diplomatique . Tánger, donde los minaretes de las mezquitas y el olor de las especias convivían sin tensión con los consulados, los bancos, las frívolas extranjeras en descapotables, el aroma a tabaco rubio y los perfumes parisinos libres de impuestos. Las terrazas de los balnearios del puerto nos recibieron con los toldos aleteando por la fuerza del aire marino, el cabo Malabata y las costas españolas en la distancia. Los europeos, ataviados con ropa clara y liviana, protegidos por gafas de sol y sombreros flexibles, tomaban aperitivos ojeando la prensa internacional con las piernas cruzadas en indolente desidia. Dedicados unos a los negocios, otros a la administración, y muchos de ellos a una vida ociosa y falsamente despreocupada: el preludio de algo incierto que aún estaba por venir y ni los más audaces podían presagiar.
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