– No puedo quejarme, tienes razón. Más duro sería trabajar como estibador en el puerto o no tener a nadie que me echara una mano.
– ¿Llevan mucho tiempo contigo?
– ¿Las secretarias, dices? Elisa Somoza, la mayor de las dos, más de tres décadas: entró en la empresa en tiempos de mi padre, antes incluso de que yo me incorporara. A Beatriz Oliveira, la más joven, la contraté hace sólo tres años, cuando vi que el negocio crecía y Elisa era incapaz de absorberlo todo. La simpatía no es su fuerte, pero es organizada, responsable y se desenvuelve bien con los idiomas. Supongo que a la nueva clase trabajadora no le gusta ser cariñosa con el patrón -dijo alzando la copa a modo de brindis.
No me hizo gracia la broma, pero le acompañé disimulándolo en un sorbo de vino blanco. Una pareja se acercó entonces a la mesa: una señora madura y deslumbrante en shantung morado hasta los pies, con un acompañante que apenas le llegaba a la altura del hombro. Interrumpimos una vez más la conversación, saltaron al francés; me presentó y les saludé con un gracioso gesto y un breve enchantée .
– Los Mannheim, húngaros -aclaró cuando se retiraron.
– ¿Son todos judíos? -pregunté.
– Judíos ricos a la espera de que la guerra termine o de que les concedan un visado para viajar a América. ¿Bailamos?
Da Silva resultó ser un fantástico bailarín. Rumbas, habaneras, jazz y pasodobles: nada se le resistía. Me dejé llevar: había sido un día largo y las dos copas de vino del Douro con las que acompañé la langosta debían de habérseme subido a la cabeza. Las parejas sobre la pista se reflejaban multiplicadas mil veces en los espejos de las columnas y las paredes, hacía calor. Cerré los ojos unos instantes, dos segundos, tres, cuatro tal vez. Para cuando los abrí, mis peores temores habían tomado forma humana.
Enfundado en un esmoquin impecable y peinado hacia atrás, con las piernas ligeramente separadas, las manos otra vez en los bolsillos y un cigarrillo recién encendido en la boca: allí estaba Marcus Logan, observándonos bailar.
Alejarme, tenía que alejarme de él: eso fue lo primero que me vino a la mente.
– ¿Nos sentamos? Estoy un poco cansada.
Aunque intenté que abandonáramos la pista por el lado opuesto a Marcus, de nada me sirvió porque, con miradas furtivas, fui comprobando que él se movía en la misma dirección. Nosotros sorteábamos parejas bailando y él, mesas de gente cenando, pero avanzábamos en paralelo hacia el mismo sitio. Noté que las piernas me temblaban, el calor de la noche de mayo se me hizo de pronto insoportable. Cuando lo teníamos apenas a unos metros, se detuvo a saludar a alguien y pensé que tal vez ése era su destino, pero se despidió y siguió aproximándose, resuelto y decidido. Alcanzamos nuestra mesa los tres a la vez, Manuel y yo por la derecha, él por la izquierda. Y entonces creí que había llegado el fin.
– Logan, viejo zorro, ¿dónde te metes? ¡Hace un siglo que no nos vemos! -exclamó Da Silva nada más percibir su presencia. Ante mi estupor, se palmearon mutuamente la espalda con gesto afectuoso.
– Te he llamado mil veces, pero nunca doy contigo -dijo Marcus.
– Déjame que te presente a Arish Agoriuq, una amiga marroquí que ha llegado hace unos días de Madrid.
Extendí la mano intentando que no me temblara, sin atreverme a mirarle a los ojos. Me la apretó con fuerza, como diciendo soy yo, aquí estoy, reacciona.
– Encantada. -Mi voz sonó ronca y seca, rota casi.
– Siéntate, tómate una copa con nosotros -ofreció Manuel.
– No, gracias. Estoy con unos amigos, sólo me he acercado a saludarte y a recordarte que tenemos que vernos.
– Cualquier día de éstos, te lo prometo.
– No lo dejes, tenemos algunas cosas que hablar. -Y, entonces, se concentró en mí-. Encantado de conocerla, señorita… -dijo inclinándose. Esta vez no tuve más remedio que mirarle de frente. Ya no quedaba en su rostro ni rastro de las heridas con las que le conocí, pero sí mantenía el mismo gesto: los rasgos afilados y los ojos cómplices que me preguntaban sin palabras qué demonios haces tú aquí con este hombre.
– Agoriuq -logré decir como si soltara una piedra por la boca.
– Señorita Agoriuq, eso es, perdone. Ha sido un placer conocerla. Espero que volvamos a vernos.
Le contemplamos mientras se alejaba.
– Un buen tipo este Marcus Logan.
Bebí un largo trago de agua. Necesitaba refrescarme la garganta, la notaba áspera como el papel de lijar.
– ¿Inglés? -pregunté.
– Inglés, sí; hemos tenido algunos contactos comerciales.
Volví a beber para digerir mi desconcierto. Así que ya no se dedicaba al periodismo. Las palabras de Manuel me sacaron de mi ensimismamiento.
– Aquí hace demasiado calor. ¿Probamos suerte en la ruleta?
Fingí de nuevo naturalidad ante la opulencia de la sala. Las magníficas lámparas de araña se suspendían con cadenas doradas sobre las mesas, alrededor de las cuales se arremolinaban centenares de jugadores hablando en tantas lenguas como naciones hubo una vez en el mapa de la vieja Europa. El suelo alfombrado amortiguaba el sonido de los movimientos humanos y reforzaba los propios de aquel paraíso del azar: los chasquidos de las fichas al chocar unas con otras, el zumbido de las ruletas, el traqueteo de las bolas de marfil en sus bailes alocados y los gritos de los crupiers cerrando las jugadas al grito de Rien ne va plus! Eran muchos los clientes dejándose el dinero sentados en las mesas de tapete verde, y muchos más los instalados alrededor, de pie, observando atentos las jugadas. Aristócratas asiduos en otro tiempo a perder y ganar sin estridencias en los casinos de Baden Baden, Montecarlo y Deauville, me explicó Da Silva. Burgueses empobrecidos, miserables enriquecidos, seres respetables convertidos en canallas y auténticos canallas disfrazados de señores. Los había vestidos de gran fiesta, triunfadores y seguros de sí mismos, ellos con cuello duro y la pechera almidonada y ellas luciendo altivas el brillo de sus joyeros. Había también individuos de aspecto decadente, acobardados o furtivos a la caza de algún conocido a quien dar un sablazo, tal vez colgados de la ilusión de una noche de gloria más que improbable; seres dispuestos a jugarse en una mesa de bacarrá la última alhaja de la familia o el desayuno de la mañana siguiente. A los primeros los movía la pura emoción del juego, las ganas de divertirse, el vértigo o la codicia; a los segundos, simplemente, la más desnuda desesperación.
Deambulamos unos minutos observando las distintas mesas; continuó él repartiendo saludos e intercambiando frases cordiales. Yo apenas hablé: sólo quería salir de allí, encerrarme en mi habitación y olvidarme del mundo; sólo deseaba que aquel maldito día acabara de una vez.
– No pareces tener ganas de hacerte millonaria hoy.
Sonreí con debilidad.
– Estoy agotada -dije. Intenté que mi voz sonara con un punto de dulzura; no quería que percibiera la preocupación que llevaba dentro.
– ¿Quieres que te acompañe al hotel?
– Te lo agradecería.
– Dame sólo un segundo. -Acto seguido, se separó unos pasos para extender el brazo hacia alguien conocido a quien acababa de ver.
Me quedé inmóvil, ausente, sin molestarme siquiera en distraerme con el fascinante ajetreo de la sala. Y entonces, casi como una sombra, noté que se acercaba. Pasó detrás de mí, sigiloso, a punto de rozarme. Disimuladamente, sin pararse siquiera, me agarró la mano derecha, me abrió los dedos con habilidad y depositó algo entre ellos. Y yo le dejé hacer. Después, sin una palabra, se fue. Mientras mantenía la vista supuestamente concentrada en una de las mesas, palpé ansiosa lo que me había dejado: un trozo de papel doblado en varios pliegues. Lo escondí bajo el ancho cinturón del vestido en el momento justo en que Manuel se separaba de sus conocidos y volvía a acercarse a mí.
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