– Bien, ésta es mi condición: cenaré con usted si me asegura que ningún soldado saltará en el aire con estas preciosas telas atadas a la espalda.
Rió con ganas y comprobé una vez más que tenía una risa hermosa. Masculina, potente, elegante a la vez. Recordé las palabras de la esposa de Hillgarth: Manuel da Silva era, en efecto, un hombre atractivo. Y entonces, fugaz como un cometa, la sombra de Marcus Logan volvió a pasarme por delante.
– Haré lo posible, descuide, pero ya sabe cómo son los negocios… -dijo encogiéndose de hombros mientras colgaba un punto irónico en la comisura de la boca.
Un timbrazo inesperado le impidió terminar la frase. El sonido procedía de su mesa, de un aparato gris en el que parpadeaba intermitente una luz verde.
– Disculpe un momento, por favor. -Parecía haber recobrado de golpe la seriedad. Apretó un botón y la voz de la secretaria joven salió distorsionada de la máquina.
– Le espera Herr Weiss. Dice que es urgente.
– Páselo a la sala de juntas -respondió con voz áspera. Su actitud había cambiado radicalmente: el empresario frío se había comido al hombre encantador. O tal vez era al revés. Aún no le conocía lo suficiente como para saber cuál de los dos era el verdadero Manuel da Silva.
Se volvió hacia mí e intentó recuperar la afabilidad, pero no lo logró del todo.
– Perdóneme, pero a veces se me acumula el trabajo.
– Por favor, discúlpeme a mí por robarle su tiempo…
No me dejó terminar: a pesar de intentar ocultarlo, irradiaba una cierta sensación de impaciencia. Me tendió la mano.
– La recogeré mañana a las ocho, ¿le parece?
– Perfecto.
La despedida fue rápida, no era momento de coqueteos. Atrás quedaban las ironías y las frivolidades, ya las retomaríamos en otro momento. Me acompañó a la puerta; en cuanto salí a la antesala busqué al tal Herr Weiss, pero sólo encontré a las dos secretarias: una tecleaba concienzuda y la otra introducía una pila de cartas en sus sobres. Apenas noté que me despidieron con amabilidad desigual: tenía otras cosas mucho más apremiantes en la cabeza.
De Madrid había traído conmigo un cuaderno de dibujo con intención de transcribir en él todo aquello que intuyera interesante, y aquella noche comencé a plasmar sobre el papel lo visto y oído hasta el momento. Acumulé los datos de la manera más ordenada posible y después los comprimí al máximo. «Da Silva bromea con posibles relaciones comerciales con alemanes, imposible saber grado de veracidad. Anticipa demanda de seda para fines militares. Carácter cambiante según circunstancias. Confirmada relación con alemán Herr Weiss. Alemán aparece sin previo aviso y exige reunión inmediata. Da Silva tenso, evita que Herr Weiss sea visto.»
Dibujé a continuación unos cuantos bocetos que jamás llegarían a materializarse y simulé bordearlos con pespuntes a lápiz. Intenté que la diferencia entre las rayas cortas y las largas fuese mínima, que sólo yo pudiera apreciarlas; lo logré sin problemas, ya estaba más que entrenada. Distribuí en ellas la información y, cuando terminé, quemé los papeles manuscritos en el cuarto de baño, los eché al retrete y tiré de la cadena. Dejé el cuaderno de dibujo en el armario: ni especialmente oculto, ni ostentosamente a la vista. Si alguien decidiera hurgar entre mis cosas, jamás sospecharía que mi intención era esconderlo.
El tiempo pasaba volando ahora que ya tenía distracciones. Volví a recorrer varias veces la Estrada Marginal entre Estoril y Lisboa con Joao al volante, elegí docenas de carretes de los mejores hilos y botones preciosos de mil formas y tamaños, y me sentí tratada como la más selecta de las clientas. Gracias a las recomendaciones de Da Silva, todo fueron atenciones, facilidades de pago, descuentos y obsequios. Y, sin apenas darme cuenta, llegó el momento de la cena con él.
El encuentro fue una vez más similar a los anteriores: miradas prolongadas, sonrisas turbadoras y flirteo sin paliativos. Aunque dominaba el protocolo de actuación y me había convertido en una actriz consumada, lo cierto era que el propio Manuel da Silva me allanaba el camino con su actitud. Volvió a hacerme sentir como la única mujer en el mundo capaz de atraer su atención y yo actué de nuevo como si ser el objeto de los afectos de un hombre rico y atractivo fuera para mí el pan nuestro de cada día. Pero no lo era, y por eso mi cautela debía ser doble. Bajo ningún concepto podría dejarme llevar por las emociones: todo era trabajo, pura obligación. Habría sido muy fácil relajarme, disfrutar del hombre y el momento, pero sabía que tenía que mantener la mente fría y los afectos distantes.
– He reservado una mesa para cenar en el Wonderbar, el club del casino: tienen una orquesta fabulosa y la sala de juego está a sólo un paso.
Fuimos caminando entre las palmeras; aún no era noche cerrada y las luces de las farolas brillaban como puntos de plata sobre el cielo violeta. Da Silva volvió a ser el mismo de los buenos momentos: ameno y encantador, sin rastro de la tensión que le generó el saber de la presencia del alemán en su oficina.
Todo el mundo parecía conocerle allí también: desde los camareros y los aparcacoches a los clientes más honorables. Volvió él a repartir saludos como la primera noche: palmadas cordiales en los hombros, choques de mano y medios abrazos para los señores; amagos de besamanos, sonrisas y piropos desproporcionados para las señoras. Me presentó a algunos de ellos y anoté mentalmente los nombres para trasladarlos después a los perfiles de mis bocetos.
El ambiente del Wonderbar era similar al del hotel Do Parque: noventa por ciento cosmopolita. La única diferencia, noté con un poso de inquietud, era que los alemanes ya no eran mayoría: allí también se oía hablar inglés por todas partes. Intenté abstraerme de esas preocupaciones y concentrarme en mi papel. La cabeza despejada, y los ojos y los oídos bien abiertos: eso era lo único de lo que me tenía que ocupar. Y de desplegar todo mi encanto, por supuesto.
El maître nos condujo a una pequeña mesa reservada en el mejor ángulo de la sala: un sitio estratégico para ver y ser vistos. La orquesta tocaba In the Mood y numerosas parejas llenaban ya la pista mientras otras cenaban; se oían conversaciones, saludos y carcajadas, se respiraba distensión y glamour. Manuel rechazó la carta y pidió sin titubeos para los dos. Y después, como si llevara esperando aquel momento el día entero, se acomodó dispuesto a volcarme toda su atención.
– Bueno, Arish, cuénteme, ¿qué tal la han tratado mis amigos?
Le detallé mis gestiones aderezadas con sal y pimienta. Exageré las situaciones, comenté detalles con humor, imité voces en portugués, le hice reír a carcajadas y volví a marcar un tanto a mi favor.
– Y usted, ¿cómo ha terminado la semana? -pregunté entonces. Por fin me había llegado el turno de escuchar y absorber. Y, si la suerte se me ponía de cara, quizá también de tirarle de la lengua.
– Sólo lo sabrás si me tuteas.
– De acuerdo, Manuel. Dime, ¿cómo te ha ido todo desde que nos vimos ayer por la mañana?
No me lo pudo contar de seguido: alguien nos interrumpió. Más saludos, más cordialidad. Si ésta no era auténtica, desde luego, lo parecía.
– El barón Von Kempel, un hombre extraordinario -apuntó cuando el añoso noble de melena leonina se separó de la mesa con paso titubeante-. Bien, nos habíamos quedado en cómo me han ido estos últimos días y, para definirlos, sólo tengo dos palabras: tremendamente aburridos.
Sabía que mentía, por supuesto, pero adopté un tono compasivo.
– Al menos tienes unas oficinas agradables en las que soportar el tedio y unas secretarias competentes para ayudarte.
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