María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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– Unas dos semanas. Además de tejidos, quiero aprovechar el viaje para visitar a algunos otros proveedores, tal vez talleres y comercios también. Zapaterías, sombrererías, lencerías, mercerías… En España, como imagino que sabrá, apenas se puede encontrar nada decente estos días.

– Yo le proporcionaré todos los contactos que necesite, descuide. Déjeme pensar: mañana por la mañana salgo para un breve viaje, confío en que sea cuestión de un par de días nada más. ¿Le parece bien que nos veamos el jueves por la mañana?

– Por supuesto, pero insisto en que no quiero importunarle…

Despegó la espalda del asiento y se adelantó clavándome la mirada.

– Usted jamás podría importunarme.

Que te crees tú eso, pensé como en una ráfaga. En la boca, en cambio, plasmé tan sólo una sonrisa más.

Continuamos charlando acerca de naderías; diez minutos, quince tal vez. Cuando calculé que era el momento de dar por zanjado aquel encuentro, simulé un bostezo y acto seguido musité una azorada disculpa.

– Perdóneme. La noche en tren ha sido agotadora.

– La dejo descansar entonces -dijo levantándose.

– Además, usted tiene una cena.

– Ah, sí, la cena, es cierto. -Ni siquiera se molestó en mirar el reloj-. Supongo que me estarán esperando -añadió con desgana. Intuí que mentía. O quizá no.

Caminamos hasta el hall de entrada mientras él saludaba a unos y otros cambiando de lengua con pasmosa comodidad. Un apretón de manos por aquí, una palmada en el hombro por allá; un cariñoso beso en la mejilla a una frágil anciana con aspecto de momia y un guiño pícaro a dos ostentosas señoras cargadas de joyas de la cabeza a los pies.

– Estoril está lleno de viejas cacatúas que un día fueron ricas y ya no lo son -me susurró al oído-, pero se aferran al ayer con uñas y dientes, y prefieren mantenerse a diario a base de pan y sardinas antes que malvender lo poco que les queda de su gloria marchita. Se las ve cargadas de perlas y brillantes, envueltas en visones y armiños hasta en pleno verano, pero lo que llevan en la mano es un bolso lleno de telarañas en el que hace meses que ni entra ni sale un escudo.

La limpia elegancia de mi vestido no desentonaba en absoluto con el ambiente y él se encargó de que así lo percibiera todo el mundo a nuestro alrededor. No me presentó a nadie ni me dijo quién era cada cual: tan sólo caminó a mi lado, a mi paso, como escoltándome; atento siempre, luciéndome.

Mientras nos dirigíamos hacia la salida, hice un rápido balance del resultado del encuentro. Manuel da Silva había venido a saludarme, a invitarme a una copa de champán y, sobre todo, a calibrarme: a tasar con sus propios ojos hasta qué punto valía la pena hacer el esfuerzo de atender personalmente aquel encargo que le habían hecho desde Madrid. Alguien a través de alguien y por mediación de alguien más le había pedido como favor que me tratara bien, pero aquello podía encararse de dos maneras. Una era delegando: haciendo que me agasajara algún empleado competente mientras él se quitaba la obligación de encima. La otra forma era implicándose. Su tiempo valía oro molido y sus compromisos eran sin duda incontables. El hecho de que se hubiera ofrecido a ocuparse él mismo de mis insignificantes demandas suponía que mi cometido marchaba con buen rumbo.

– Me pondré en contacto con usted tan pronto como me sea posible.

Tendió entonces la mano para despedirse.

– Mil gracias, señor Da Silva -dije ofreciéndole las mías. No una, sino las dos.

– Llámeme Manuel, por favor -sugirió. Noté que las retenía unos segundos más de lo imprescindible.

– Entonces, yo tendré que ser Arish.

– Buenas noches, Arish. Ha sido un verdadero placer conocerla. Hasta que volvamos a vernos, descanse y disfrute de nuestro país.

Entré en el ascensor y le mantuve la mirada hasta que las dos compuertas doradas comenzaron a cerrarse, estrechando progresivamente la visión del hall. Manuel da Silva permaneció frente a ellas hasta que -primero los hombros, después las orejas y el cuello, y por fin la nariz -su figura desapareció también.

Cuando me supe fuera del alcance de su mirada y comenzamos a subir, suspiré con tal fuerza que el joven ascensorista a punto estuvo de preguntarme si me encontraba bien. El primer paso de mi misión acababa de finalizar: prueba superada.

52

Bajé a desayunar temprano. Zumo de naranja, trino de pájaros, pan blanco con mantequilla, la sombra fresca de un toldo, bizcochos de espuma y un café glorioso. Demoré todo lo posible la estancia en el jardín: comparado con el ajetreo con el que comenzaba los días en Madrid, aquello me pareció el cielo mismo. Al volver a la habitación encontré un centro de flores exóticas sobre el escritorio. Por pura inercia, lo primero que hice fue desatar rápidamente la cinta que lo adornaba en busca de un mensaje cifrado. Pero no encontré puntos ni rayas que transmitieran instrucciones y sí, en cambio, una tarjeta manuscrita.

Estimada Arish:

Disponga a su conveniencia de mi chauffeur Joao para hacer su estancia más cómoda.

Hasta el jueves,

Manuel da Silva

Tenía una caligrafía elegante y vigorosa y, a pesar de la buena impresión que supuestamente le causé la noche anterior, el mensaje no era en absoluto adulador, ni siquiera obsequioso. Cortés, pero sobrio y firme. Mejor así. De momento.

Joao resultó ser un hombre de pelo y uniforme gris, con un mostacho poderoso y los sesenta años sobrepasados al menos una década atrás. Me aguardaba en la puerta del hotel, charlando con otros compañeros de oficio bastante más jóvenes mientras fumaba compulsivamente a la espera de algún quehacer. El señor Da Silva lo enviaba para llevar a la señorita a donde ella quisiera, anunció mirándome de arriba abajo sin disimulo. Supuse que no era la primera vez que recibía un encargo de ese tipo.

– De compras a Lisboa, por favor. -En realidad, más que las calles y las tiendas, lo que me interesaba era matar el tiempo a la espera de que Manuel da Silva se hiciera ver de nuevo.

Inmediatamente supe que Joao distaba mucho del clásico conductor discreto y centrado en su cometido. Apenas arrancó el Bentley negro, comentó algo sobre el tiempo; un par de minutos después se quejó del estado de la carretera; más tarde, me pareció entender que despotricaba sobre los precios. Ante aquellas evidentes ganas de hablar, pude adoptar dos papeles bien distintos: el de la señora distante que consideraba a los empleados como seres inferiores a los que no hay que dignarse ni siquiera a mirar, o el de la extranjera de elegante simpatía que, aun manteniendo las distancias, era capaz de desplegar su encanto hasta con el servicio. Me habría sido más cómodo asumir la primera personalidad y pasar el día aislada en mi propio mundo sin las interferencias de aquel vejete parlanchín, pero supe que no debía hacerlo en cuanto, un par de kilómetros más adelante, mencionó los cincuenta y tres años que llevaba trabajando para los Da Silva. El papel de altiva señora me habría resultado extremadamente cómodo, cierto, pero la otra opción iba a tener una utilidad mucho mayor. Me interesaba mantener a Joao hablando por agotador que pudiera llegar a ser: si estaba al tanto del pasado de Da Silva, tal vez podría conocer también algún asunto de su presente.

Avanzamos por la Estrada Marginal con el mar rugiendo a la derecha y, para cuando comenzamos a atisbar las docas de Lisboa, yo ya tenía una idea perfilada del emporio empresarial del clan. Manuel da Silva era hijo de Manuel da Silva y nieto de Manuel da Silva: tres hombres de tres generaciones cuya fortuna comenzó con una simple taberna portuaria. De servir vino tras un mostrador, el abuelo pasó a venderlo a granel en barriles; el negocio se trasladó entonces hasta un almacén destartalado y ya en desuso que Joao me señaló al pasar. El hijo recogió el testigo y expandió la empresa: al vino añadió la venta mayorista de otras mercancías, pronto se sumaron las primeras tentativas de comercio colonial. Cuando las riendas pasaron al tercer eslabón de la saga, el negocio era ya próspero, pero la consolidación definitiva llegó con el último Manuel, el que yo acababa de conocer. Algodón de Cabo Verde, maderas de Mozambique, sedas chinas de Macao. Últimamente había vuelto a volcarse también en explotaciones nacionales: viajaba de vez en cuando al interior del país, aunque Joao no logró decirme con qué comerciaba allí.

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