– Mañana le llegarán detalles sobre el viaje, puede que incluyamos alguna información adicional. El tiempo previsto en principio para su misión es de un máximo de dos semanas: si por alguna razón de extrema urgencia necesitara demorarse algo más, envíe un cable a la floristería Bourguignon y solicite que envíen un ramo de flores a una amiga inexistente por su cumpleaños. Invéntese el nombre y la dirección; las flores no saldrán nunca del establecimiento pero, si reciben un pedido desde Lisboa, nos transmitirán el aviso. Contactaremos entonces con usted de alguna manera, esté al tanto.
La puerta volvió a abrirse, la empleada entró de nuevo cargada de toallas. El objetivo de su trabajo esta vez iba a ser yo. Me dejé hacer con aparente docilidad mientras me esforzaba por ver a la persona recién vestida que estaba a punto de emerger de detrás del biombo. No se demoró, pero cuando por fin salió se cuidó mucho de no volver la cara hacia mí. Observé que tenía el pelo claro y ondulado, y vestía un traje de chaqueta de tweed, un atuendo típicamente inglés. Alargó entonces el brazo para coger un bolso de piel que descansaba sobre un pequeño banco adosado a la pared, un bolso que me resultó vagamente familiar: se lo había visto a alguien recientemente y no era el tipo de complemento que por entonces se vendía en las tiendas españolas. Extendió después la mano y alcanzó una cajetilla roja de cigarrillos dejada con descuido encima de un taburete. Y entonces lo supe: aquella señora que fumaba Craven A y que en aquel momento salía del gabinete sin murmurar más que un somero adiós, era la esposa del capitán Alan Hillgarth. La misma a la que vi por primera vez apenas unos días atrás, agarrada al brazo de su marido cuando éste, el férreo jefe de los Servicios Secretos en España, se llevó al verme en el hipódromo uno de los sustos más grandes de su carrera.
Manuel da Silva me esperaba en el bar del hotel. La barra estaba concurrida: grupos, parejas, hombres solos. Nada más traspasar la doble puerta de acceso, supe quién era él. Y él, quién era yo.
Delgado y apuesto, moreno, con las sienes empezando a platear y un esmoquin de chaqueta clara. Manos cuidadas, mirada oscura, movimientos elegantes. En efecto, tenía porte y maneras de conquistador. Pero había algo más en él: algo que intuí apenas cruzamos el primer saludo y me cedió el paso hacia la balconada abierta sobre el jardín. Algo que me hizo ponerme alerta inmediatamente. Inteligencia. Sagacidad. Determinación. Mundo. Para engañar a aquel hombre, iba a necesitar mucho más que unas cuantas sonrisas encantadoras y un arsenal de mohines y pestañeos.
– No sabe cómo lamento no poder cenar con usted pero, como le he dicho antes por teléfono, tengo un compromiso previsto desde hace semanas -dijo mientras me sostenía caballeroso el respaldo de una butaca.
– No se preocupe en absoluto -contesté acomodándome con fingida languidez. La gasa color azafrán del vestido casi rozó el suelo; con gesto estudiado eché la melena hacia atrás sobre los hombros desnudos y crucé las piernas dejando salir un tobillo, el principio de un pie y la punta afilada del zapato. Noté cómo Da Silva no despegaba la vista de mí ni un segundo-. Además -añadí-, estoy un poco cansada tras el viaje; me vendrá bien acostarme temprano.
Un camarero puso una champanera a nuestro lado y dos copas sobre la mesa. La terraza se volcaba sobre un jardín exuberante repleto de árboles y plantas; oscurecía, pero aún se percibían los últimos destellos de sol. Una brisa suave recordaba que el mar estaba muy cerca. Olía a flores, a perfume francés, a sal y verdor. Un piano sonaba en el interior y desde las mesas cercanas surgían conversaciones distendidas en varias lenguas. El Madrid reseco y polvoriento que había dejado atrás hacía menos de veinticuatro horas me pareció de pronto una negra pesadilla de otro tiempo.
– Tengo que confesarle algo -dijo mi anfitrión una vez que las copas estuvieron llenas.
– Lo que quiera -repliqué llevándome la mía a los labios.
– Es usted la primera mujer marroquí que conozco en mi vida. Esta zona está ahora mismo llena de extranjeros de mil nacionalidades distintas, pero todos proceden de Europa.
– ¿No ha estado nunca en Marruecos?
– No. Y lo lamento; sobre todo si todas las marroquíes son como usted.
– Es un país fascinante de gente maravillosa, pero me temo que le sería difícil encontrar allí muchas mujeres como yo. Soy una marroquí atípica porque mi madre es española. No soy musulmana y mi lengua materna no es el árabe, sino el español. Pero adoro Marruecos: allí, además, vive mi familia y allí tengo mi casa y mis amigos. Aunque ahora resida en Madrid.
Volví a beber, satisfecha por haber tenido que mentir tan sólo lo imprescindible. Los embustes descarados se habían convertido en una constante en mi vida, pero me sentía más segura cuando no necesitaba recurrir a ellos en exceso.
– Usted también habla un español excelente -apunté.
– He trabajado mucho con españoles; mi padre, de hecho, tuvo durante años un socio madrileño. Antes de la guerra, de la guerra española, quiero decir, solía ir bastante a Madrid por asuntos de trabajo; en los últimos tiempos estoy más centrado en otros negocios y viajo menos a España.
– Probablemente no es buen momento.
– Depende -dijo con un punto de ironía-. A usted, al parecer, le van muy bien las cosas.
Sonreí de nuevo mientras me preguntaba qué demonios le habrían contado acerca de mí.
– Veo que está bien informado.
– Eso intento, al menos.
– Pues sí, debo reconocerlo: mi pequeño negocio no marcha mal. De hecho, como sabe, por eso estoy aquí.
– Dispuesta a llevarse a España las mejores telas para la nueva temporada.
– Ésa es mi intención, efectivamente. Me han dicho que usted tiene unas sedas chinas maravillosas.
– ¿Quiere saber la verdad? -preguntó con un guiño de fingida complicidad.
– Sí, por favor -dije bajando el tono y siguiéndole el juego.
– Pues la verdad es que no lo sé -aclaró con una carcajada-. No tengo la menor idea de cómo son exactamente las sedas que importamos desde Macao; no me ocupo de ello directamente. El sector textil…
Un hombre joven y delgado de fino bigote, su secretario quizá, se acercó sigiloso, pidió disculpas en portugués y se aproximó a su oído izquierdo silabeando algunas palabras que no alcancé a oír. Fingí concentrar la mirada en la noche que caía tras el jardín. Los globos blancos de las farolas acababan de encenderse, las conversaciones animadas y los acordes del piano seguían flotando en el aire. Mi mente, sin embargo, lejos de relajarse ante aquel paraíso, se mantenía pendiente de lo que entre ambos hombres ocurría. Intuí que aquella imprevista interrupción era algo acordado de forma premeditada: si mi presencia no le estuviera resultando grata, Da Silva tendría así una excusa para desaparecer inmediatamente justificando cualquier asunto inesperado. Si, por el contrario, decidiera que valía la pena dedicarme su tiempo, podría darse por enterado y despedir al recién llegado sin más.
Por fortuna, optó por lo segundo.
– Como le decía -prosiguió una vez ausentado el ayudante-, yo no me ocupo directamente de los tejidos que importamos; quiero decir, estoy al tanto de los datos y las cifras, pero desconozco las cuestiones estéticas que supongo que serán las que a usted interesan.
– Tal vez algún empleado suyo me pueda ayudar -sugerí.
– Sí, por supuesto; tengo un personal muy eficiente. Pero me gustaría encargarme yo mismo.
– No quisiera causarle… -interrumpí.
No me dejó terminar.
– Será un placer poder serle útil -dijo mientras hacía un gesto al camarero para que volviera a llenarnos las copas-. ¿Cuánto tiempo tiene previsto quedarse entre nosotros?
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