Con doña Manuela al mando de la retaguardia del taller, las jornadas de faena se volvieron más sosegadas. Seguimos trabajando ambas largas horas, pero pude por fin empezar a moverme sin tanta precipitación y a disfrutar de algunos ratos de tiempo libre. Hice más vida social: mis clientas se encargaban de animarme a asistir a mil actos, ansiosas de exhibirme como el gran descubrimiento de la temporada. Acepté la invitación a un concierto de bandas militares alemanas en el Retiro, a un cóctel en la Embajada de Turquía, a una cena en la de Austria y a algún que otro almuerzo en sitios de moda. Comenzaron a rondarme los moscones: solteros de paso, casados barrigones con posibles para mantener tres queridas o pintorescos diplomáticos procedentes de los más exóticos confines. Me los quitaba de encima tras dos copas y un baile: lo último que en aquel momento necesitaba era un hombre en mi vida.
Pero no todo fue fiesta y solaz, ni muchísimo menos. Doña Manuela relajó mi día a día, pero con ella no llegó el sosiego definitivo. Al poco tiempo de haber descargado de los hombros el pesado fardo del trabajo en solitario, un nuevo nubarrón apareció en el horizonte. El simple hecho de transitar las calles con menos apremio, de poder detenerme ante algún escaparate y destensar el ritmo de mis idas y venidas, me hizo notar algo que hasta entonces no había percibido; algo de lo que Hillgarth me había ya avisado en la larga sobremesa de Tánger. Efectivamente, noté que me seguían. Quizá lo llevaban haciendo desde hacía tiempo y mis prisas constantes me habían impedido apreciarlo. O tal vez era algo nuevo, coincidente por pura casualidad con la incorporación de doña Manuela a Chez Arish. El caso era que una sombra parecía haberse instalado en mi vida. Una sombra no permanente, ni siquiera diaria, ni siquiera completa; por eso tal vez me costó adquirir plena consciencia de su cercanía. Primero pensé que aquellas percepciones no eran más que bromas de mi imaginación. Era otoño, Madrid estaba repleto de hombres con sombrero y gabardina de cuello subido. De hecho, aquélla era una estampa masculina del todo común en esos tiempos de posguerra y cientos de réplicas casi idénticas llenaban a diario las calles, las oficinas y los cafés. La figura de quien se detuvo con la cara vuelta a la vez que yo para cruzar la Castellana no tenía por qué corresponder a quien un par de días después fingió pararse a dar una limosna a un ciego harapiento mientras yo miraba unos zapatos en una tienda. No había tampoco razón fundamentada para que su gabardina fuera la misma que me siguió aquel sábado hasta la entrada del Museo del Prado. O para que a ella correspondiera la espalda que con disimulo se ocultó tras una columna en el grill del Ritz después de comprobar con quién compartía yo almuerzo cuando allí me cité con mi clienta Agatha Ratinborg, una supuesta princesa europea de raigambre altamente dudosa. No había, cierto era, forma objetiva alguna de ratificar que todas aquellas gabardinas desparramadas a lo largo de las calles y los días convergieran en un único individuo y, sin embargo, de alguna manera mi pálpito me dijo que el dueño de todas ellas era uno y el mismo.
El tubo de patrones que dispuse esa semana para dejar en el salón de peluquería contenía siete mensajes convencionales de extensión mediana y uno personal con tan sólo dos palabras. «Me siguen.» Acabé de prepararlos tarde, había sido un largo día de pruebas y costura. Doña Manuela y las chicas se habían ido pasadas las ocho; tras su marcha, rematé un par de facturas que debían estar listas para primera hora de la mañana, me di un baño y, envuelta ya en mi larga bata de terciopelo granate, cené de pie un par de manzanas y un vaso de leche apoyada contra el fregadero de la cocina. Estaba tan cansada que apenas tenía hambre; tan pronto como terminé, me senté a codificar los mensajes y, una vez acabados éstos y convenientemente quemadas las notas del día, empecé a apagar luces para irme a la cama. A medio camino en el pasillo me detuve en seco. Primero me pareció oír un golpe aislado, luego fueron dos, tres, cuatro. Y después, silencio. Hasta que empezaron otra vez. La procedencia era clara: llamaban a la puerta. Llamaban con los nudillos contra la madera, no al timbre. Con golpes secos y cada vez menos distanciados, hasta convertirse en un aporreo ininterrumpido. Me quedé inmóvil, atenazada por el miedo, sin capacidad para avanzar o retroceder.
Pero los golpes no cesaban, y su insistencia me hizo reaccionar: quienquiera que fuera no tenía la menor intención de marcharse sin verme. Me fajé el cinturón de la bata con fuerza y acudí lentamente a la entrada. Tragué saliva, me acerqué a la puerta. Muy despacio, sin hacer el menor ruido y aún atemorizada, levanté la mirilla.
– ¡Pase, por Dios, pase, pase! -fue lo único que acerté a susurrar tras abrir.
Entró precipitado, nervioso. Descompuesto.
– Ya está, ya está. Ya estoy fuera, ya ha terminado todo.
Ni siquiera me miraba; hablaba como ido, como para sí mismo, para el aire o la nada. Le conduje al salón con prisa, casi empujándole, acobardada por la idea de que alguien en el edificio pudiera haberle visto. Todo estaba en penumbra, pero antes siquiera de encender alguna luz, intenté que se sentara, que se sosegara un poco. Se negó. Siguió andando de un extremo a otro de la estancia, desencajado y repitiendo lo mismo una y otra vez.
– Ya está, ya está; todo ha acabado, ya está todo terminado.
Prendí una pequeña lámpara en un rincón y, sin consultarle siquiera, le serví un coñac generoso.
– Tenga -dije obligándole a sostener la copa con su mano derecha-. Beba -ordené. Obedeció tembloroso-. Y ahora, siéntese, relájese y, después, cuénteme lo que pasa.
No tenía la menor idea de la razón que le había llevado a presentarse en mi casa pasada la medianoche y, aunque confiaba en que hubiera sido discreto en sus movimientos, lo alterado de su actitud me indicó que tal vez todo le diera ya igual. Hacía más de un año y medio que no le veía, desde el día de su despedida oficial en Tetuán. Preferí no preguntar nada, no presionarle. Aquello no era, obviamente, una mera visita de cortesía, pero decidí que sería mejor esperar a que se calmara: tal vez entonces él mismo me contaría qué era lo que quería de mí. Se sentó con la copa entre los dedos, volvió a beber. Vestía de paisano, de oscuro, con camisa blanca y corbata rayada; sin la gorra de plato, los galones y la banda atravesando el pecho que tantas veces le había visto en los actos formales y de la que se libraba apenas acababa el evento que la requiriera. Pareció calmarse un poco y encendió un cigarrillo. Fumó mirando al vacío, envuelto en el humo y en sus propios pensamientos. Yo, entretanto, no dije nada; tan sólo me senté en un sillón cercano, crucé las piernas y esperé. Cuando acabó el pitillo se incorporó brevemente para apagarlo en el cenicero. Y, desde esa posición, alzó por fin la vista y me habló.
– Me han cesado. Mañana será público. Ya está la nota enviada al Boletín Oficial del Estado y a la prensa, en siete u ocho horas la noticia estará en la calle. ¿Sabe con cuántas palabras me van a liquidar? Con diecinueve. Las tengo contadas, mire.
Del bolsillo de la chaqueta sacó una nota manuscrita. Me la enseñó, contenía tan sólo un par de líneas que él recitó de memoria.
– «Cesa en el cargo de ministro de Asuntos Exteriores don Juan Beigbeder Atienza, expresándole mi reconocimiento por los servicios prestados.» Diecinueve palabras si exceptuamos el don ante mi nombre, que irá probablemente contraído; si no, serían veinte. Después aparecerá el del Caudillo. Y me expresa su gratitud por los servicios prestados, tiene bemoles la cosa.
Apuró la copa de un trago y le serví otra.
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