– Siéntate, hija, siéntate. ¿Quieres tomar algo? ¿Te preparo un cafetito? No es en realidad café, sino achicoria tostada, ya sabes lo difícil que es en estos días hacerse con comestibles, pero con un poco de leche se disimula el sabor, aunque cada día viene más aguada, qué vamos a hacerle. Azúcar no tengo, que le he dado la de mi cartilla de racionamiento a una vecina para sus niños; a mi edad, igual me da…
La interrumpí agarrándole una mano.
– No quiero tomar nada, doña Manuela, no se preocupe. Sólo he venido a verla para preguntarle una cosa.
– Tú me dirás, entonces.
– ¿Sigue usted cosiendo?
– No, hija, no. Desde que cerramos el taller en el 35, no he vuelto. Alguna cosilla suelta ha habido para las amigas o por compromiso, pero nada más. Si no recuerdo mal, tu traje de novia fue lo último grande que hice, y fíjate tú al final…
Preferí esquivar lo que aquello evocaba y no la dejé terminar.
– ¿Y usted querría venirse a coser conmigo?
Quedó unos segundos sin responder, desconcertada.
– ¿Volver a trabajar, dices? ¿Volver a lo de siempre, como hacíamos antes?
Afirmé sonriendo, intentando infundir unas motas de optimismo en su aturdimiento. Pero no me contestó inmediatamente; antes desvió la conversación de rumbo.
– ¿Y tu madre? ¿Por qué me buscas a mí y no coses con ella?
– Ya le he dicho que sigue en Marruecos. Se fue allí durante la guerra, no sé si usted lo sabía.
– Lo sabía, lo sabía… -dijo en voz baja, como con miedo a que las paredes la oyeran y transmitieran el secreto-. Apareció por aquí una tarde, así, de pronto, inesperadamente, como tú has hecho ahora. Me dijo que le habían organizado todo para irse a África, que tú estabas allí y que de alguna manera habías conseguido que alguien pudiera sacarla de Madrid. No sabía qué hacer, estaba asustada. Vino a consultarme, a ver qué me parecía a mí todo eso.
Mi maquillaje impecable no dejó entrever el desconcierto que sus palabras me estaban causando: jamás imaginé que mi madre hubiera dudado entre quedarse o no.
– Yo le dije que se fuera, que se marchara lo antes posible -prosiguió-. Madrid era un infierno. Todos sufrimos mucho, hija, todos. Los de las izquierdas, peleando día y noche para que no entraran los nacionales. Los de derechas, ansiando lo contrario, escondidos para que no los descubrieran y los llevaran a las checas. Y los que, como tu madre y yo, no éramos ni de un bando ni de otro, esperando a que el horror terminara para poder seguir viviendo en paz. Y todo eso, sin un gobierno al mando; sin nadie que pusiera un poco de orden en medio de aquel caos. Así que le aconsejé que sí, que se fuera, que saliera de este sinvivir y no desperdiciara la ocasión de recuperarte.
A pesar de mi perplejidad, decidí no preguntar nada sobre aquel encuentro ya lejano. Había ido a ver a mi vieja maestra con un plan de futuro inmediato, así que opté por avanzar hacia él.
– Hizo bien en animarla, no sabe cuánto se lo agradezco, doña Manuela -dije-. Ella está estupenda ahora, contenta y trabajando otra vez. Yo monté un taller en Tetuán en el 36, justo unos meses después de empezar la guerra. Allí las cosas estaban tranquilas y, aunque las españolas no tenían el cuerpo para fiestas y costuras, había algunas señoras extranjeras a las que la guerra importaba bastante poco. Así que se convirtieron en mis clientas. Cuando llegó mi madre, seguimos cosiendo juntas. Y ahora, yo he decidido volver a Madrid y empezar de nuevo con otro taller.
– ¿Y has vuelto sola?
– Yo ya llevo mucho tiempo sola, doña Manuela. Si me está preguntando por Ramiro, aquello no duró mucho.
– Entonces, ¿Dolores se ha quedado allí sin ti? -preguntó sorprendida-. Pero si se marchó precisamente para estar contigo…
– Le gusta Marruecos: el clima, el ambiente, la vida tranquila… Tenemos muy buenas clientas y ha hecho también amigas. Ha preferido quedarse. Yo, en cambio, echaba de menos Madrid -mentí-. Así que decidimos que yo me vendría, empezaría a trabajar aquí y, cuando los dos talleres estuvieran en marcha, ya pensaríamos qué hacer.
Me miró fijamente durante unos segundos eternos. Tenía los párpados caídos, la cara llena de surcos. Andaría por los sesenta y tantos, quizá se acercara ya a los setenta. Su espalda encorvada y las callosidades de los dedos mostraban el rastro de todos y cada uno de aquellos años de duro trajinar con las agujas y las tijeras. Como simple costurera primero, como oficiala de taller después. Como dueña de un negocio más tarde y como marino sin barco, inactiva, al final. Pero no estaba acabada, qué va. Sus ojos vivos, pequeños y oscuros como aceitunillas negras, reflejaban la agudeza de quien aún mantenía la cabeza bien puesta sobre los hombros.
– No me lo estás contando todo, ¿verdad, hija? -dijo por fin.
Vieja lagarta, pensé con admiración. Se me había olvidado lo lista que era.
– No, doña Manuela, no se lo estoy contando todo -reconocí-. No se lo estoy contando todo porque no puedo hacerlo. Pero sí puedo contarle una parte. Verá, en Tetuán conocí a gente importante, gente que a día de hoy aún es influyente. Ellos me animaron para que viniera a Madrid, montara un taller y cosiera para ciertas clientas de la clase alta. No para señoras cercanas al régimen sino, sobre todo, para extranjeras y para españolas aristócratas y monárquicas, de las que piensan que Franco está usurpando el puesto del rey.
– ¿Para qué?
– ¿Para qué, qué?
– ¿Para qué quieren tus amigos que tú cosas para esas señoras?
– No se lo puedo decir. Pero necesito que usted me ayude. He traído telas magníficas de Marruecos y aquí hay una escasez enorme de tejidos. Se ha corrido la voz y he ganado fama, pero tengo más clientas de las previstas y no puedo atenderlas a todas yo sola.
– ¿Para qué, Sira? -repitió lentamente-. ¿Para qué coses a esas señoras, qué queréis de ellas tú y tus amigos?
Apreté los labios con decisión, dispuesta a no soltar una palabra. No podía. No debía. Pero una fuerza extraña pareció empujar mi voz desde el estómago. Como si doña Manuela estuviera de nuevo al mando y yo no fuera más que una aprendiza adolescente; como cuando tenía todo el derecho a exigirme explicaciones por haberme escapado de una mañana entera de trabajo yendo a comprar tres docenas de botones de nácar a la plaza de Pontejos. Hablaron mis vísceras y el ayer, yo no.
– Les coso para obtener información sobre lo que hacen los alemanes en España. Después paso esa información a los ingleses.
Me mordí el labio inferior nada más pronunciar la última sílaba, consciente de mi imprudencia. Lamenté haber traicionado la promesa hecha a Hillgarth de no revelar a nadie mi cometido, pero ya estaba dicho y no había vuelta atrás. Pensé entonces en aclarar la situación: añadir aquello de que era conveniente para España mantener la neutralidad, de que no estábamos en condiciones de afrontar otra guerra; todas esas cosas, en fin, en las que tanto me habían insistido. Pero no hizo falta porque, antes de que pudiera agregar nada, percibí un brillo raro en los ojos de doña Manuela. Un brillo en los ojos y el apunte de una sonrisa en un lado de la boca.
– Con los compatriotas de doña Victoria Eugenia, hija mía, lo que haga falta. Dime nada más cuándo quieres que empiece.
Seguimos hablando la tarde entera. Organizamos cómo habríamos de repartirnos el trabajo y, a las nueve de la mañana del día siguiente, la tenía en casa. Aceptó de mil amores ocupar un papel secundario en el taller. No tener que dar la cara con las clientas fue casi un alivio para ella. Nos compenetramos a la perfección: tal como habían hecho a lo largo de los años mi madre y ella, pero con el orden invertido. Accedió a su nuevo puesto con la humildad de los grandes: se incorporó a mi vida y a mi ritmo, congenió con Dora y Martina, aportó su experiencia y una energía que para sí habrían querido muchas mujeres con tres décadas menos a la espalda. Se adaptó sin el menor inconveniente a que fuera yo quien llevara la batuta, a mis líneas e ideas menos convencionales y a asumir mil pequeñas tareas que tantas otras veces habían hecho las simples modistillas a sus órdenes. Volver a la brecha tras los duros años de inactividad fue para ella un regalo y, como un bancal de amapolas con el agua de abril, emergió de sus días mortecinos y revivió.
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