Día 10
Yemen
A la escritora colombiana Laura Restrepo, nuestra amiga por razones de corazón y de ideas, le encargó Médicos sin Fronteras que viajase a Yemen para luego contar lo que hubiera visto, oído y sentido. El relato de esa experiencia ha sido ahora publicado en El País Semanal, un reportaje impresionante como, en principio, cualquier otro que se haga en África, aunque el arte de narrar de Laura, al rechazar, como es propio de su naturaleza de escritora, los efectos emotivos de una escritura que intencionadamente apelase a la sensibilidad del lector, prefiera expresarse en una obstinada búsqueda de realidad directa al alcance de pocos. Las descripciones de la llegada de los barcos que vienen de Somalia sobrecargados de fugitivos que esperan encontrar en Yemen la solución a las dificultades que los han empujado al mar, son de una insólita eficacia informativa. Vienen en los barcos los hombres, las mujeres y los niños habituales, pero Laura Restrepo no tarda en mostrarnos cómo es posible hablar de hombres sin estar obligado a hablar de las mujeres y de los niños que con ellos vienen, aunque de los niños sería imposible hablar si no se hablase también, y sobre todo, de las madres que los traen, a veces todavía en la barriga. Las situaciones en que esas mujeres se encontrarán después de desembarcar en Yemen constituyen un catálogo completo de las humillaciones morales y físicas a que están sujetas simplemente por el hecho de haber nacido mujeres. Detrás de cada palabra escrita por Laura hay lágrimas, gemidos y gritos que serían capaces de quitarnos el sueño si nuestra flexible conciencia no se hubiese acomodado a la idea de que el mundo va a donde quieren los que lo dominan y que nosotros ya tenemos suficiente con cultivar nuestro patio lo mejor que sepamos, sin tener que preocuparnos de lo que pasa al otro lado del muro. Ésta, sí, es la más vieja historia del mundo.
Día 11
África
En África, dijo alguien, los muertos son negros y las armas son blancas. Sería difícil encontrar una síntesis más perfecta de la sucesión de desastres que fue y sigue siendo, desde hace siglos, la existencia en el continente africano. El lugar del mundo donde se cree que la humanidad nació no era ciertamente el paraíso terrenal cuando los primeros «descubridores» europeos desembarcaron (al contrario de lo que dice el mito bíblico, Adán no fue expulsado del edén, simplemente nunca entró en él), pero con la llegada del hombre blanco se abrieron de par en par, para los negros, las puertas del infierno. Esas puertas siguen implacablemente abiertas, generaciones y generaciones de africanos han sido lanzadas a la hoguera ante la apenas disimulada indiferencia o la impúdica complicidad de la opinión pública mundial. Un millón de negros muertos por la guerra, por el hambre o por enfermedades que podrían haber sido curadas, pesará siempre menos en la balanza de cualquier país dominador y ocupará menos espacio en los noticiarios que las quince víctimas de un serial killer. Sabemos que el horror, en todas sus manifestaciones, las más crueles, las más atroces e infames, barre y asola todos los días, como una maldición, nuestro desgraciado planeta, pero África parece haberse convertido en su espacio preferido, en su laboratorio experimental, el lugar donde el horror se siente más a sus anchas para cometer ofensas que creíamos inconcebibles, como si los pueblos africanos hubiesen sido señalados al nacer con un destino de cobayas, sobre las que, por definición, todas las violencias están permitidas, todas las torturas justificadas, todos los crímenes absueltos. Contra lo que ingenuamente muchos se obstinan en creer, no habrá un tribunal de Dios o de la Historia para juzgar las atrocidades cometidas por hombres sobre otros hombres. El futuro, siempre tan disponible para decretar esa modalidad de amnistía general que es el olvido disfrazado de perdón, también es hábil en homologar, tácita o explícitamente, cuando tal convenga a los nuevos arreglos económicos, militares o políticos, la impunidad de por vida a los autores directos e indirectos de las más monstruosas acciones contra la carne y el espíritu. Es un error entregarle al futuro el encargo de juzgar a los responsables del sufrimiento de las víctimas de ahora, porque ese futuro no dejará de hacer también sus víctimas e igualmente no resistirá la tentación de posponer para otro futuro aún más lejano el mirífico momento de la justicia universal en que muchos de nosotros fingimos creer como la manera más fácil, y también la más hipócrita, de eludir responsabilidades que sólo a nosotros nos caben, a este presente que somos. Se puede comprender que alguien se disculpe alegando: «No lo sabía», pero es inaceptable que digamos: «Prefiero no saberlo». El funcionamiento del mundo dejó de ser el completo misterio que fue, las palancas del mal se encuentran a la vista de todos, para las manos que las manejan ya no hay guantes suficientes que les oculten las manchas de sangre. Debería por tanto ser fácil para cualquiera elegir entre el lado de la verdad y el lado de la mentira, entre el respeto humano y el desprecio por el otro, entre los que están por la vida y los que están contra ella. Desgraciadamente las cosas no siempre suceden así. El egoísmo personal, la comodidad, la falta de generosidad, las pequeñas cobardías de lo cotidiano, todo esto contribuye a esa perniciosa forma de ceguera mental que consiste en estar en el mundo y no ver el mundo, o sólo ver lo que, en cada momento, sea susceptible de servir a nuestros intereses. En tales casos sólo podemos desear que la conciencia venga, nos tome por el brazo, nos sacuda y nos pregunte a quemarropa: «¿Adónde vas? ¿Qué haces? ¿Quién te crees que eres?». Una insurrección de las conciencias libres es lo que necesitaríamos. ¿Será todavía posible?
Día 12
Un rey así
El rey así es el señor don Duarte de Bragança, persona medianamente instruida gracias a los preceptores que le pusieron nada más nacer, aunque, pese a eso, detesta la literatura en general y lo que yo escribo en particular, primero porque considera que en Memorial del convento le insulté a la familia y en segundo lugar porque la dicha obra es, de acuerdo con su refinado lenguaje de pretendiente al trono, una «gran mierda». No leyó el libro, pero es evidente que lo olió. Se comprende, por tanto, que, durante todos estos años, no haya incluido al señor don Duarte, de Bragança, que quede claro, en la elegida lista de mis amigos políticos. No me importa recibir una bofetada de vez en cuando, pero la virtud cristiana de ofrecerle al agresor la otra mejilla es virtud que no cultivo. Me he desquitado apreciando debidamente las cualidades de humorista involuntario que este nieto del señor don João V manifiesta siempre que tiene que abrir la boca. Le debo algunas de las más sabrosas carcajadas de mi vida.Pero esto se acabó, la monarquía ha sido restaurada y hay que tener mucho cuidado con las palabras, no vayan a aparecer por ahí, redivivos, el intendente Pina Manique o el inspector Rosa Casaco. ¿Cómo que restaurada la monarquía?, preguntarán mis lectores, estupefactos. Sí señor, restaurada, lo afirma quien tiene las mejores razones para decirlo, el propio pretendiente. Que ya no es pretendiente, puesto que la monarquía nos acaba de ser restituida con el ondear de la bandera azul y blanca en el balcón del Ayuntamiento de Lisboa. Los mozos del 31 de la Armada (así se autodenominaron los escaladores) tienen ya su lugar asegurado en la Historia de Portugal, al lado de la panadera de Aljubarrota, de la que se duda que llegara a matar a algún castellano. No es el caso de ahora. La bandera estuvo ahí durante algunas horas (¿habrá un monárquico infiltrado en el Ayuntamiento que impidiera la retirada inmediata?), ahora se pretende averiguar quiénes fueron los autores de la hazaña, y esto acabará como siempre, en comedia, en farsa, en chacota. El señor don Duarte no tiene agallas para exigir en la plaza pública, ante la población reunida, que le sean entregados la corona, el cetro y el trono.Es una pena que una tan gloriosa acción vaya a acabar así. Pero como, en el fondo, soy una persona apacible, amiga de ayudar al prójimo, dejo aquí una sugerencia para el señor don Duarte de Bragança. Cree ya un equipo de fútbol, un equipo completo de jugadores monárquicos, entrenador monárquico, masajista monárquico, todos monárquicos y, si es posible, de sangre azul. Le garantizo que si llega a ganar la liga, el país, este país que tan bien conocemos, se arrodillará a sus pies.
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