Día 30
La abjuración
A quien pueda interesar:
Yo, Galileo, hijo de Vicenzo Galileo de Florencia, a la edad de setenta años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, en toda la República Cristiana contra la herética perversidad inquisidores generales; teniendo ante mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia. Pero como después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina […] Quiero levantar de la mente de las Eminencias y de todos los fieles Cristianos esta vehemente sospecha, que justamente se ha concebido contra mí, con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en el que me encuentre. Juro y prometo cumplir y observar totalmente las penitencias que me han sido o me serán, por este Santo Oficio, impuestas; y si incumplo alguna de mis promesas y juramentos, que Dios no lo quiera, me someto a todas las penas y castigos que imponen y promulgan los sacros cánones y otras constituciones contra tales delincuentes. Así, que Dios me ayude y sus santos Evangelios que toco con mis propias manos. Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano, he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra.
Día 31
Álvaro Cunhal
No fue el santo que algunos veneraban ni el demonio que otros aborrecían; era, aunque no simplemente, un hombre. Se llamaba Álvaro Cunhal y su nombre, durante años, para muchos portugueses, fue sinónimo de una cierta esperanza. Encarnó convicciones a las que guardó inamovible fidelidad, fue testigo y agente en los tiempos en que éstas prosperaron, asistió al declive de los conceptos, a la disolución de los juicios, a la perversión de las prácticas. Las memorias personales que se negó a escribir tal vez nos ayudarían a entender mejor los fundamentos del raquítico árbol a cuya sombra se acogen hoy los portugueses para digerir el palabrerío con que creen alimentar el espíritu. No leeremos las memorias de Álvaro Cunhal y con esa falta tendremos que conformarnos. Y tampoco leeremos lo que, mirando desde este tiempo en que estamos el tiempo que pasó, sería probablemente el más instructivo de todos los documentos que podrían salir de su inteligencia y de sus finas manos de artista: una reflexión sobre la grandeza y decadencia de los imperios, incluyendo los que construimos dentro de nosotros mismos, esas armazones de ideas que nos mantienen el cuerpo levantado y que todos los días nos piden cuentas, incluso cuando nos negamos a prestarlas. Como si hubiese cerrado una puerta y abierto otra, el ideólogo se convirtió en autor de novelas, el dirigente político retirado decidió guardar silencio sobre los destinos posibles y probables del partido del que había sido, durante muchos años, continua y casi única referencia. Tanto en el plano nacional como en el plano internacional, no me cabe la menor duda de que habrán sido de amargura las últimas horas que Álvaro Cunhal vivió. No era el único, y él lo sabía. Algunas veces el militante que yo soy no estuvo de acuerdo con el secretario general que él era, y se lo dije. A esta distancia, sin embargo, ya todo parece esfumarse, hasta las razones con las que, sin resultados visibles, nos pretendíamos convencer el uno al otro. El mundo siguió su camino y nos dejó atrás. Envejecer es no ser necesario. Todavía necesitábamos a Cunhal cuando él se retiró. Ahora es demasiado tarde. Aunque no conseguimos disimular esta especie de sentimiento de orfandad que nos invade cuando pensamos en él. Cuando pienso en él. Y comprendo, les aseguro que lo comprendo, lo que un día Graham Green le dijo a Eduardo Lourenço: «Mi sueño, en lo que tiene que ver con Portugal, sería conocer a Álvaro Cunhal». El gran escritor británico dio voz a lo que tantos sentían. Se entiende que sintamos su falta.
Agosto de 2009
Día 3
Gabo
Los escritores se dividen (imaginando que aceptaran ser divididos…) en dos grupos: el más reducido, el de aquellos que fueron capaces de abrirle a la literatura nuevos caminos; el más numeroso, el de los que van detrás y se sirven de esos caminos para su propio viaje. Es así desde el principio del mundo y la (¿legítima?) vanidad de los autores nada puede contra las claridades de la evidencia. Gabriel García Márquez usó su ingenio para abrir y consolidar la vía del después mal llamado «realismo mágico», por donde avanzaron más tarde multitudes de seguidores y, como siempre sucede, los detractores de turno. El primer libro suyo que me llegó a las manos fue Cien años de soledad y el choque que me causó fue tal que tuve que parar de leer al cabo de cincuenta páginas. Necesitaba poner algún orden en mi cabeza, alguna disciplina en el corazón, y, sobre todo, aprender a manejar la brújula con la que tenía la esperanza de orientarme en las veredas del mundo nuevo que se presentaba ante mis ojos. En mi vida de lector han sido poquísimas las ocasiones en que se ha producido una experiencia como ésta. Si la palabra traumatismo pudiese tener un significado positivo, de buen grado la aplicaría al caso. Pero, ya que ha sido escrita, aquí la dejo. Espero que se entienda.
Día 4
Patio del Panadero
Creo que fueron doce años el tiempo que viví en la Penha de França, primero en la calle del Padre Sena Freitas, después en la calle Carlos Ribeiro. Durante muchos más, hasta que murió mi madre, el barrio era para mí una prolongación constante de todos los otros lugares por donde después pasé. De él tengo recuerdos que permanecen vivos hasta hoy. Entonces todavía el Valle Oscuro hacía honor a su nombre, fue un espacio de aventura y descubrimiento para los muchachos, un resto de naturaleza que las primeras construcciones ya comenzaban a amenazar, pero donde era posible saborear el gusto ácido de las acederas y los tubérculos dulzones de las raíces de una planta cuyo nombre nunca llegué a conocer. Y era también el campo de batalla de homéricas luchas… Y estaba el Patio del Panadero (que no pertenecía a la Penha de França, sino al Alto de São João…), donde la gente «normal» no se atrevía a entrar y que, según se decía, la propia policía evitaba, haciendo la vista gorda a los supuestos o auténticos comportamientos ilícitos de sus habitantes. Lo más seguro es que tanta desconfianza y temor fueran también causados por el enclaustramiento de aquel pequeño mundo que vivía segregado del resto del barrio y cuyas palabras, gestos y actitudes chocaban con la pacata rutina de la gente asustadiza que pasaba de largo. Un día, de la noche a la mañana, el Patio del Panadero desapareció, tal vez arrasado por el martillo municipal, o más probablemente por las excavadoras de las empresas constructoras, y en su lugar se levantaron edificios sin imaginación, copiados unos de los otros y que en pocos años envejecieron. El Patio del Panadero, al menos, tenía su originalidad, su fisonomía propia, aunque sucia y maloliente. Si yo pudiese, si tuviese el valor de compartir la vida de aquellas personas para informarme, me gustaría reconstruir la vida del Patio del Panadero. Penas perdidas serían. La gente que vivía allí se dispersó, sus descendientes, si se les mejoró la vida, olvidaron o no querrían recordar la dura existencia de los que vivieron antes. En la memoria de la Penha de França (o del Alto de São João) no se guardó un espacio para el Patio del Panadero. Hay personas que nacieron y vivieron sin suerte. De ellas no quedó siquiera la piedra del quicio de la puerta. Murieron y pasaron.
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