Día 22
Montaña Blanca
Ahora que mis piernas van recuperando poco a poco la resistencia y la andadura normal gracias a los esfuerzos conjuntos de su dueño y de Juan, mi dedicado fisioterapeuta, me apetece recordar aquella tarde de mayo en que, sin haberlo pensado antes, me propuse subir la Montaña Blanca, nada convencido, en principio, de conseguir llegar a la cima. Ocurrió esto hace dieciséis años, en 1993, y yo tenía entonces exactamente setenta. La Montaña Blanca, que se levanta a unos dos kilómetros de casa, es la más alta de Lanzarote, lo que tampoco quiere decir mucho, porque la isla, aunque accidentadísima, con su cientos de volcanes apagados, no goza de nada que se parezca al Teide de Tenerife. Tiene de altura, sobre el nivel del mar, un poco más de seiscientos metros y la forma de un cono casi perfecto. Si yo la subí, cualquiera podrá conseguirlo, no es necesario ser montañero consumado. Conviene, eso sí, calzar botas apropiadas, de ésas con clavos metálicos en las suelas, dado que las laderas son muy resbaladizas. De cada tres pasos, uno se pierde. Que me lo pregunten a mí, con mis zapatos de suela alisada por las alfombras domésticas… Cuando llegué a la falda del monte, me pregunté a mí mismo: «¿Y si subiese esto?». Subir aquello era, en mi cabeza, trepar unos veinte o treinta metros, sólo para poder decirle a la familia que había estado en la Montaña Blanca. Pero cuando los veinte metros primeros fueron vencidos, ya sabía que tendría que llegar a lo alto, costase lo que costase. Y así fue. La ascensión necesitó más de una hora hasta alcanzar los afloramientos rocosos que coronan el monte y que deben de ser lo que resta de los bordes del antiguo cráter del volcán. «¿Valió la pena?», se preguntarán por ahí. Si tuviese las piernas de entonces dejaría ahora mismo este escrito en el punto en que está para subir otra vez y contemplar la isla, toda ella, desde el volcán de la Corona, en el norte, hasta las planicies del Rubicón, en el sur, el valle de La Geria, Timanfaya, el ondular de las innumerables colinas que el fuego dejó huérfanas. El viento me batía en la cara, me secaba el sudor del cuerpo, me hacía sentirme feliz. Fue en 1993 y tenía setenta años.
Día 23
Cinco películas
Que recuerde cinco películas me han pedido. No tendría que preocuparme si son o no las mejores, las más famosas, las más citadas. Basta con que me hayan impresionado de manera particular, como nos impresiona una mirada, un gesto, una entonación de voz. Escogerlas no ha sido difícil, al contrario, se me presentaron con la mayor naturalidad, como si no hubiera estado pensando en otra cosa. Aquí están, aunque el orden con que las menciono no es ni debe considerarse una clasificación por mérito. En primer lugar (alguna tendría que abrir la lista), La sal de la tierra, de Herbert Biberman, que vi en París a finales de los años setenta y que me conmovió hasta las lágrimas: la historia de la huelga de los mineros chicanos y de sus valientes mujeres me llegó hasta lo más profundo del espíritu. Cito a continuación Blade Runner de Ridley Scott, vista también en París en un pequeño cine del Quartier Latin poco tiempo después de su estreno mundial y que, entonces, no parecía prometer un gran futuro. Sobre Amarcord, de Fellini, nadie nunca ha tenido dudas, ahí hay una obra maestra absoluta, para mí tal vez la mejor película del maestro italiano. Y ahora viene La regla del juego, de Jean Renoir, que me deslumbró por el montaje impecable, por la dirección de actores, por el ritmo, por la finura, por el tempo, en definitiva. Y, para terminar, un filme que me acude a la memoria como si viniera de la primera noche de la historia de los cuentos al amor de la lumbre, Don Quijote de la Mancha [‡], de Pat y Patachon, aquellos sublimes (no exagero) actores daneses que me hicieron reír (tenía entonces seis o siete años) como ningún otro. Ni Chaplin, ni Buster Keaton, ni Harold Lloyd, ni Laurel y Hardy. Quien no haya visto a Pat y Patachon no sabe lo que se ha perdido…
Día 24
Un capítulo para el Evangelio
De mí ha de decirse que tras la muerte de Jesús me arrepentí de lo que llamaban mis infames pecados de prostituta y me convertí en penitente hasta el final de la vida, y eso no es verdad. Me subieron desnuda a los altares, cubierta únicamente por el pelo que me llegaba hasta las rodillas, con los senos marchitos y la boca desdentada, y si es cierto que los años acabaron resecando la lisa tersura de mi piel, eso sucedió porque en este mundo nada prevalece contra el tiempo, no porque yo hubiera despreciado y ofendido el cuerpo que Jesús deseó y poseyó. Quien diga de mí esas falsedades no sabe nada de amor. Dejé de ser prostituta el día que Jesús entró en mi casa trayendo una herida en el pie para que se la curase, y de esas obras humanas que llaman pecados de lujuria no tendría que arrepentirme si como prostituta mi amado me conoció y, habiendo probado mi cuerpo y sabido de qué vivía, no me dio la espalda. Cuando delante de todos los discípulos Jesús me besaba una y muchas veces, ellos le preguntaron si me quería más a mí que a ellos, y Jesús respondió: «¿A qué se puede deber que yo no os quiera tanto como a ella?». Ellos no supieron qué decir porque nunca iban a ser capaces de amar a Jesús con el mismo absoluto amor con el que yo lo amaba. Después de que Lázaro muriera, la pena y la tristeza de Jesús fueron tales que, una noche, bajo las sábanas que tapaban nuestra desnudez, le dije: «No puedo alcanzarte donde estás porque te has encerrado tras una puerta que no es para fuerzas humanas», y él dijo, sollozo y gemido de animal que se esconde para sufrir: «Aunque no puedas entrar, no te apartes de mí, tenme siempre tendida la mano incluso cuando no puedas verme, si no lo hicieras me olvidaría de la vida, o ella me olvidará». Y cuando, pasados algunos días, Jesús fue a reunirse con los discípulos, yo, que caminaba a su lado, le dije: «Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti», y él respondió: «Quiero estar donde esté mi sombra si allí es donde están tus ojos». Nos amábamos y nos decíamos palabras como éstas, no sólo por ser bellas y verdaderas, si es posible que sean una cosa y otra al mismo tiempo, sino porque presentíamos que el tiempo de las sombras estaba llegando y era necesario que comenzásemos a acostumbrarnos, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva. Vi a Jesús resucitado y en el primer momento pensé que aquel hombre era el cuidador del jardín donde se encontraba el túmulo, pero hoy sé que no lo veré nunca desde los altares donde me pusieron, por más altos que sean, por más cerca del cielo que los coloquen, por más adornados de flores y perfumados que estén. La muerte no fue lo que nos separó, nos separó para siempre jamás la eternidad. En aquel tiempo, abrazados el uno al otro, unidas nuestras bocas por el espíritu y por la carne, ni Jesús era lo que de él se proclamaba, ni yo era lo que de mí se zahería. Jesús, conmigo, no fue el Hijo de Dios, y yo, con él, no fui la prostituta María de Magdala, fuimos únicamente este hombre y esta mujer, ambos estremecidos de amor y a quienes el mundo rodeaba como un buitre barruntando sangre. Algunos dijeron que Jesús había expulsado siete demonios de mis entrañas, pero tampoco eso es verdad. Lo que Jesús hizo, sí, fue despertar los siete ángeles que dormían dentro de mi alma a la espera de que él viniera a pedirme socorro: «Ayúdame». Fueron los ángeles quienes le curaron el pie, los que me guiaron las manos temblorosas y limpiaron el pus de la herida, fueron ellos quienes me pusieron en los labios la pregunta sin la que Jesús no podría ayudarme a mí: «¿Sabes quién soy, lo que hago, de lo que vivo?», y él respondió: «Lo sé», «No has tenido nada más que mirar y ya lo sabes todo», dije yo, y él respondió: «No sé nada», y yo insistí: «Que soy prostituta», «Eso lo sé», «Que me acuesto con hombres por dinero», «Sí», «Entonces lo sabes todo de mí», y él, con voz tranquila, como la lisa superficie de un lago murmurando, dijo: «Sé eso sólo». Entonces yo todavía ignoraba que él era el hijo de Dios, ni siquiera imaginaba que Dios tuviera un hijo, pero, en ese instante, con la luz deslumbrante del entendimiento, percibí en mi espíritu que solamente un verdadero Hijo del Hombre podría haber pronunciado esas tres simples palabras: «Sé eso sólo». Nos quedamos mirándonos el uno al otro, ni nos dimos cuenta de que los ángeles se habían retirado ya, y a partir de esa hora, en la palabra y en el silencio, en la noche y en el día, con el sol y con la luna, en la presencia y en la ausencia, comencé a decirle a Jesús quién era yo, y todavía me faltaba mucho para llegar al fondo de mí misma cuando lo mataron. Soy María de Magdala y amé. No hay nada más que decir.
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