José Saramago - El Último Cuaderno

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ES TIEMPO DE VOLVER
AL COMPROMISO:
EL ESCRITOR TIENE QUE DECIR
QUIÉN ES Y QUÉ PIENSA
No es éste un libro triste, no es un libro tronante, es, simplemente, una despedida. Por eso, José Saramago, pese a estar atento a la anécdota del día o al suceso terrible, pese a usar el humor y la ironía y emplearse a fondo en la compasión, rescata textos dormidos que son actuales y nos los deja como regalos inesperados, no como un testamento, simplemente ofrendas íntimas que desvelan pasiones y sueños. Nos acerca al mundo de Kafka, o a la inevitable tristeza de Charlot, o nos describe la soberbia aventura de coronar la cima de la Montaña Blanca, en Lanzarote. Éste es un libro de vida, un tesoro, un Saramago que nos habla al oído para decirnos que el problema no es la justicia, sino los jueces que la administran en el mundo. No habrá más cuadernos, esa mirada oblicua para ver el revés de las cosas, la frontal, sin bajar nunca la cabeza ante el poder, sí para besar, la ironía, la curiosidad, la sabiduría de quien no habiendo nacido para contar sigue contando, y con qué actualidad ahora que ya no está y tanta falta nos sigue haciendo. Así son las despedidas de los hombres que saben que han nacido de la tierra y que a la tierra vuelven, pero abrazados a ella, con esa especie de inmortalidad que ofrece el suelo del que nos levantamos cada día, con nuevas experiencias incorporadas. Las de quienes son suelo y tierra, nuestro sustento, tal vez nuestra alma.
PILAR DEL RÍO

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Día 8

Castril

El río que pasa por Lisboa no se llama Lisboa, se llama Tajo, el río que pasa por Roma no se llama Roma, se llama Tíber, y aquel otro que pasa por Sevilla tampoco se llama Sevilla, se llama Guadalquivir… Pero el río que pasa por Castril, ése, se llama Castril. Cualquier lugar habitado recibirá enseguida el nombre por el que acabará siendo conocido, no así los ríos. Durante miles y miles de años, pacientemente, todos los ríos del mundo tuvieron que esperar a que apareciera alguien por allí y los bautizara para poder figurar después en los mapas como algo más que un trazo sinuoso y anónimo. Durante siglos y siglos las aguas de un río hasta entonces sin nombre pasaron tumultuosas por el lugar donde un día tendría que levantarse Castril y, mientras iban pasando, miraban hacia arriba, a la peña, y se decían unas a otras: «Todavía no está». Y seguían su camino hasta el mar pensando, con la misma paciencia, que tras el tiempo, tiempo viene, y que nuevas aguas han de llegar que ya encontrarán a mujeres lavando la ropa en las piedras, niños inventando la natación, hombres pescando truchas y lo demás que acuda al anzuelo. En ese momento las aguas sabrán que les ha sido dado un nombre, que de ahí en adelante se llamarán, no el río Castril, sino el río de Castril, tan fuerte será el pacto de vida que unirá a la gente que está levantando sus primeras y rústicas casas en los escalones de la ladera, y que después construirá segundas y terceras moradas, unas al lado de otras, unas sobre los restos de otras, generaciones tras generaciones, hasta hoy. Amansadas, retenidas por el muro gigantesco que hace de ellas un lago, las aguas del río de Castril ya no saltan furiosas sobre las piedras, ya no rugen como antes entre las altas y apretadas paredes de roca con que, durante milenios, la peña, inútilmente, quiso estrangularlas. El mismo desarrollo que haría crecer y prosperar a Castril domesticó la corriente. Las cuentas entre lo que se habrá ganado y lo que se habrá perdido las harán mejor que nadie los castrileños de pura cepa, yo sólo soy ese portugués callado y discreto que un día apareció por allí de la mano de la persona que más quiero en el mundo y que, desde entonces, honrado algún tiempo después con el título de hijo adoptivo de la tierra, sube y baja del pueblo al río y del río al pueblo, pasea a lo largo de las orillas y por senderos arcaicos que aún conservan la memoria de los pies descalzos que los pisaron, como si estuviese recorriendo otra vez, descalzo él también, los caminos de su propia infancia vivida en tierras diferentes a éstas, no de montañas y con un río capaz de cabalgar rocas, sino de planicies y de cursos de agua vagarosos, el Tajo, el Almonda, sábanas de agua que reflejaban durante un breve momento las nubes que pasaban por el cielo y luego las dejaban porque otras venían. A pesar del tiempo, tanto, tanto, el viejo que hoy soy contempla con los mismos ojos inocentes las montañas y el río de Castril, las calles estrechas y empinadas del pueblo, las casas bajas, los olivos que le recuerdan a otros bajo cuya sombra se acogió en el pasado y cuyos frutos recogió, los caminos entre hierbas y flores, algún bicho asustado que corre a esconderse, dejando atrás el rápido estremecimiento de una planta rozada al pasar. Algunas personas se pasan la vida buscando la infancia que perdieron. Creo que soy una de ellas.

Día 9

La raya del pelo

Estábamos, José Manuel Mendes y yo, llorando por las incurables debilidades de la patria, con esta nuestra costumbre de ser, uno para el otro, una especie de muro de las lamentaciones, no de Jerusalén, sino del Bairro do Arco do Cego, cuando, después de dar la vuelta al espectro y a los espectros de la política nacional y rematar la suerte con adecuados comentarios acerca de los cuernos (con perdón) de Manuel Pinho [†], un pesado silencio se instaló entre nosotros. Incluso pensé en recordar que el Zeus de Miguel Ángel, que en Roma está, también tiene cuernos, pero consideré que sería mezclar churras con merinas y me callé antes de abrir la boca. Supongo que en última instancia, sólo para romper el molesto silencio que parecía querer aplastarnos, José Manuel Mendes hizo una observación, más casual que verdaderamente interesada, sobre el uso generalizado de las expresiones centro-derecha y centro-izquierda y sobre la dificultad para encontrar reales diferencias entre los partidos, grupos y personas que a sí mismos de este modo se definen y clasifican. Fue entonces cuando se me presentó la ocurrencia del día, que verdaderamente ya estaba tardando. Dije: «Querido Zé Manel, la política es como la raya del pelo, unas veces está en medio, otras veces a los lados. Rayas junto a la raya del medio denuncian cortedad de vista en quien las traza. La vida política de nuestra querida tierra es toda así: rayas en el pelo y miopías, miopías y rayas en el pelo. Lo que no cambia es el peinado». Nos reímos los dos y mudamos de asunto. Fue una buena tarde de charla.

Día 10

Lecturas para el verano

Con los primeros calores, ya se sabe, es fatal como el destino que periódicos y revistas, y alguna vez hasta una televisión de gustos excéntricos, le pregunten al autor de estas líneas qué libros recomendaría para leer durante el verano. He tratado de esquivar la respuesta siempre, porque considero la lectura una actividad suficientemente importante para que nos ocupe todo el año, este en que estamos y todos los que vengan. Un día, ante la insistencia de un periodista obstinado que no dejaba de llamar a la puerta, decidí solventar la cuestión de una vez por todas, definiendo lo que entonces llamé mi «familia de espíritu», en la que, no hace falta decirlo, adoptaría la figura del último de los primos. No fue una simple lista de nombres, cada uno llevaba su pequeña justificación para que se entendiese mejor la elección de los parientes. Incluí en los Cuadernos de Lanzarote la imagen final del «árbol genealógico» que me había atrevido a esbozar y la repito aquí para ilustración de los curiosos. En primer lugar coloqué a Camões porque, como escribí en El año de la muerte de Ricardo Reis, todos los caminos portugueses nos llevan a él. Seguían después el Padre Antonio Vieira, porque la lengua portuguesa nunca fue más bella que cuando la escribió ese jesuita; Cervantes, porque sin el autor del Quijote la Península Ibérica sería una casa sin tejado; Montaigne, porque no necesitó de Freud para saber quién era; Voltaire, porque perdió las ilusiones sobre la humanidad y sobrevivió al disgusto; Raúl Brandão, porque no es necesario ser un genio para escribir un libro genial, Húmus; Fernando Pessoa, porque la puerta por donde se llega a él es la puerta por donde se llega a Portugal (ya teníamos a Camões, pero todavía nos faltaba un Pessoa); Kafka, porque demostró que el hombre es un coleóptero; Eça de Queiroz, porque enseñó la ironía a los portugueses; Jorge Luis Borges, porque inventó la literatura virtual, y, finalmente, Gogol, porque contempló la vida humana y la encontró triste.¿Qué tal? Me permitirán ahora los lectores una sugerencia: organicen también su lista, definan la «familia de espíritu» literario a la que más cercanos se sientan. Será una buena ocupación para una tarde en la playa o en el campo. O en casa, si el presupuesto no da para vacaciones este año.

Día 13

Académico

Que se me perdone la vanidad de lo que vengo a anunciar aquí: soy académico correspondiente de la Academia Brasileña de Letras en el sillón que quedó libre por el fallecimiento del escritor francés Maurice Druon, del que recuerdo haber leído, hace incontables años, en una edición portuguesa de la Arcádia si la memoria no me falla, una novela titulada Las grandes familias, en la tradición de la mejor ficción decimonónica. Me dio la agradable noticia Alberto da Costa e Silva, poeta de excelencia, también embajador, que lo fue en varios países, entre ellos Portugal, historiador competente de temas africanos, lea, quien lo ignore, por ejemplo, esa obra notabilísima que es A Enxada e a Lança: a África antes dos Portugueses. Heme aquí por tanto académico en el país que más amo después del mío, Brasil. Es como estar en casa, con la diferencia, nada despreciable, del afecto de que nos rodean, sentimiento que la patria a veces se olvida de manifestar, como si habernos hecho nacer en Lisboa o en Azinhaga ya fuese honor suficiente. En octubre iré, para presentar un nuevo libro y sentarme a la sombra de la estatua de Machado de Assis. Y todavía dicen que la vida no tiene cosas buenas…

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