José Saramago - El Último Cuaderno

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ES TIEMPO DE VOLVER
AL COMPROMISO:
EL ESCRITOR TIENE QUE DECIR
QUIÉN ES Y QUÉ PIENSA
No es éste un libro triste, no es un libro tronante, es, simplemente, una despedida. Por eso, José Saramago, pese a estar atento a la anécdota del día o al suceso terrible, pese a usar el humor y la ironía y emplearse a fondo en la compasión, rescata textos dormidos que son actuales y nos los deja como regalos inesperados, no como un testamento, simplemente ofrendas íntimas que desvelan pasiones y sueños. Nos acerca al mundo de Kafka, o a la inevitable tristeza de Charlot, o nos describe la soberbia aventura de coronar la cima de la Montaña Blanca, en Lanzarote. Éste es un libro de vida, un tesoro, un Saramago que nos habla al oído para decirnos que el problema no es la justicia, sino los jueces que la administran en el mundo. No habrá más cuadernos, esa mirada oblicua para ver el revés de las cosas, la frontal, sin bajar nunca la cabeza ante el poder, sí para besar, la ironía, la curiosidad, la sabiduría de quien no habiendo nacido para contar sigue contando, y con qué actualidad ahora que ya no está y tanta falta nos sigue haciendo. Así son las despedidas de los hombres que saben que han nacido de la tierra y que a la tierra vuelven, pero abrazados a ella, con esa especie de inmortalidad que ofrece el suelo del que nos levantamos cada día, con nuevas experiencias incorporadas. Las de quienes son suelo y tierra, nuestro sustento, tal vez nuestra alma.
PILAR DEL RÍO

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Día 20

Tristeza

Una irresistible y ya automática asociación de ideas me hace siempre recordar la Melancolía de Durero cuando pienso en la obra de Eduardo Lourenço. Si Solo, de António Nobre, es el libro más triste que alguna vez se haya escrito en Portugal, nos faltaba quien reflexionara y meditara sobre esa tristeza. Llegó Eduardo Lourenço y nos explicó quiénes somos y por qué lo somos. Nos abrió los ojos, pero la luz era demasiado fuerte. Por eso, volvimos a cerrarlos.

Día 21

Un tercer dios

Creo que las tesis de Huntington sobre el «choque de civilizaciones», atacadas por unos y celebradas por otros cuando fueron expuestas, merecerían ahora un estudio más atento y menos apasionado. Nos hemos habituado a la idea de que la cultura es una especie de panacea universal y que los intercambios culturales son el mejor camino para la solución de los conflictos. Soy menos optimista. Creo que sólo una manifiesta y activa voluntad de paz podría abrir la puerta a ese flujo cultural multidireccional, sin ánimo de dominio por ninguna de las partes. Esa voluntad tal vez exista por ahí, pero no los medios para concretarla. Cristianismo e islamismo continúan comportándose como irreconciliables hermanos enemigos incapaces de llegar al deseado pacto de no agresión que tal vez trajera alguna paz al mundo. Pues bien, ya que inventamos a Dios y Alá, con los desastrosos resultados conocidos, la solución tal vez esté en crear un tercer dios con poderes suficientes para obligar a los impertinentes desavenidos a deponer las armas y dejar en paz a la humanidad. Y que después ese tercer dios nos haga el favor de retirarse del escenario donde se viene desarrollando la tragedia de un inventor, el hombre, esclavizado por su propia creación, dios. Lo más probable, sin embargo, es que esto no tenga remedio y que las civilizaciones sigan chocando unas contra otras.

Día 25

Juego sucio

Joven e ingenuo era cuando hace muchos, muchísimos años, alguien me convenció para que me hiciera un seguro de vida, sin duda de los más rudimentarios que entonces se ofrecían, el equivalente a veinte mil escudos que me serían devueltos al cabo de veinte años en el caso de que no hubiera muerto, por supuesto, no estando la compañía obligada a rendirme cuentas de los eventuales lucros de la minúscula inversión y de sus aplicaciones, y mucho menos hacerme participar de ellas. Ay de mí, sin embargo, si no pagaba las primas respectivas. En esa época, los veinte mil escudos eran mucho dinero para mí, necesitaba trabajar casi un año para ganarlos, de manera que fue una buena ayuda cuando me los devolvieron, aunque no pude evitar un desagradable sentimiento de desconfianza que me decía, e insistía, que había sido perjudicado, aunque no supiese exactamente cómo. En aquellos tiempos no era sólo con la llamada letra pequeña con lo que se nos engañaba, la propia letra grande ya era un puñado de tierra que nos lanzaban a los ojos. Eran otras épocas, la gente común, entre la que me incluía, sabía poco de la vida e incluso ese poco de poco le servía. ¿Quién se atrevería a discutir, no digo con la compañía, sino con el propio agente de seguros, que tenía toda la labia del mundo?Hoy ya no es así, perdimos la inocencia y no rehuimos discutir con la mayor de las convicciones hasta de aquello de lo que simplemente tenemos una pálida idea. Que no nos vengan pues con historias, que bien te conozco, mascarita. Lo malo es que si las máscaras mudan, y mudan muchísimo, lo que está debajo se mantiene inalterable. Y ni siquiera es cierto que hayamos perdido la inocencia. Cuando Barack Obama, en el ardor de la campaña a la presidencia, anunció una reforma sanitaria que permitiese proteger a los cuarenta y seis millones de norteamericanos no contemplados por el sistema vigente para los restantes, es decir, aquellos que, directa o indirectamente, pagan los seguros respectivos, esperábamos que una ola de entusiasmo cruzara los Estados Unidos. Tal no ha sucedido y hoy sabemos por qué. Apenas se iniciaron los trámites que conducirán (¿conducirán?) al establecimiento de la reforma, el dragón despertó. Como escribió Augusto Monterroso: el dinosaurio todavía estaba allí. No fueron sólo las cincuenta compañías de seguros norteamericanas que controlan el actual sistema las que abrieron fuego contra el proyecto, también la totalidad de los senadores y diputados republicanos, e incluso un apreciable número de representantes demócratas, tanto en el Congreso como en el Senado. Nunca como en este caso la filosofía práctica de los Estados Unidos estuvo tan a la vista: si no eres rico, la culpa es tuya. Son cuarenta y seis millones los norteamericanos que no tienen cobertura sanitaria, cuarenta y seis millones de personas que no tienen dinero para pagar seguros, cuarenta y seis millones de pobres que, por lo visto, no tienen dónde caerse muertos. ¿Cuántos Barack Obama serán necesarios para que el escándalo termine?

Día 26

Dos escritores

Se llaman Ramón Lobo y Enric González. Ejercen de periodistas y lo son de hecho, de lo mejor que se puede encontrar en las páginas de un periódico, aunque yo prefiero verlos como escritores, no porque establezca una jerarquía entre las dos profesiones, sino porque en la lectura de lo que escriben percibo emociones y defino sentimientos que, al menos en principio, son más naturalmente mostrables en una obra literaria de calidad. A Ramón Lobo ya llevo algunos años leyéndolo, Enric González es un descubrimiento reciente. Como corresponsal de guerra, Ramón tiene la cualidad superior de colocar cada palabra, en su exacta medida expresiva, sin retórica ni deslizamientos sensacionalistas, al servicio de lo que ve, oye y siente. Parece obvio, pero no lo es tanto, sólo es posible hacerlo con un dominio excepcionalmente seguro del idioma que se utiliza, y él lo tiene. De Enric González no era lector. Veía sus columnas en El País, pero mi curiosidad no era lo bastante fuerte para hacerme integrar sus escritos en mi lectura habitual. Hasta el día en que me llegó a las manos su libro Historias de Nueva York. La palabra deslumbramiento no es exagerada. Libros sobre ciudades son casi tantos como las estrellas en el cielo, pero, por lo que conozco, ninguno es como éste. Creía que conocía satisfactoriamente Manhattan y sus alrededores, pero la dimensión de mi equivocación se manifestó clara en las primeras páginas del libro. Pocas lecturas me han dado tanto placer en estos últimos años. Tómese este breve texto como un homenaje y una manifestación de gratitud para con dos excepcionales periodistas que son, al mismo tiempo, dos notables escritores.

Día 27

República

Pronto hará cien años, el 5 de octubre de 1910, que una revolución en Portugal derribó la vieja y caduca monarquía para proclamar una república que, entre aciertos y errores, entre promesas y equivocaciones, pasando por los sufrimientos y humillaciones de casi cincuenta años de dictadura fascista, ha sobrevivido hasta nuestros días. Durante los enfrentamientos, los muertos, militares y civiles, fueron 76, y los heridos 364. En esa revolución de un pequeño país situado en el extremo occidental de Europa, sobre la que ya se ha asentado el polvo de un siglo, sucedió algo que mi memoria, memoria de lecturas antiguas, ha guardado y que no me resisto a evocar. Herido de muerte, un revolucionario civil agonizaba en la calle, junto a un predio del Rossio, la plaza principal de Lisboa. Estaba solo, sabía que no tenía ninguna posibilidad de salvación, ninguna ambulancia se atrevería a recogerlo, pues el fuego cruzado impedía la llegada de socorro. Entonces ese hombre humilde, cuyo nombre, que yo sepa, la historia no ha registrado, con unos dedos que temblaban, casi desfallecido, trazó en la pared, conforme pudo, con su propia sangre, con la sangre que le corría de las heridas, estas palabras: «Viva la república». Escribió república y murió, y fue como si hubiese escrito: esperanza, futuro, paz. No tenía otro testamento, no dejaba riquezas en el mundo, apenas una palabra que para él, en aquel momento, significaba tal vez dignidad, eso que no se vende ni se deja comprar, y que es para el ser humano el grado supremo.

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